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domingo, 13 de julio de 2025

LA “CAPACOCHA” INCA: UNA CEREMONIA DE SACRIFICIO INFANTIL

 

Momia de “La Doncella”, una joven de unos 15 años encontrada en la cima del volcán Llullaillaco, a 6.739 metros sobre el nivel del mar. Foto de Johan Reinhard.

Las alturas andinas son altares de una fe silenciosa. Allí donde el frío es absoluto, aún vibra el calor de una creencia profunda, y quizás, la voz serena de una niña que duerme para siempre en el regazo de los dioses.

Cuando sin encontrar demasiada resistencia Francisco Pizarro y sus hombres entraron por primera vez en Cuzco el 15 de noviembre de 1533, el gentío retrocedía lentamente a medida que los españoles penetraban en el recinto de templos y palacios. Los indígenas habían sacado a las momias de sus grutas para que los recibieran. Allí estaban, bruñidas, bien vestidas. Las más venerables también eran las más ligeras, plumeros de huesos y dientes con algo de pellejo coriáceo, aunque sus atuendos eran más bellos. Pizarro las saludó. Algunos españoles lo imitaron.

Sin embargo, los españoles no perdieron el tiempo. Apenas Pizarro promulgó un pregón que proclamaba «que ningún español fuese osado de entrar en casa de naturales a tomalles nada», sus soldados entraron en todas partes. Arrasaron los palacios. No perdonaron nada. Las tumbas entregaron sus muertos con docilidad y vomitaron su grano de oro y de plata. A toda prisa lo fundieron todo. Necesitaban convertirlo en pequeños lingotes, fáciles de apilar, de transportar a lo largo del imperio. Y, durante todo ese tiempo, las gentes de Cuzco pasaban las noches cantando y bebiendo con sus muertos; pero lo hacían en vajillas cada vez más sencillas y con muertos cada vez más andrajosos. Los españoles arramblaban con las joyas, los platos, las vasijas.

Una vez completado el saqueo y distribuidos los tesoros, Pizarro quiso colocar al impostor Manco Inca como un títere sobre el trono de sus ancestros, lo que revestía gran importancia política. Para prolongar la ceremonia y reforzar una ilusión bien frágil, los indios sacaron sus momias y atravesaron la ciudad cantando, deteniéndose de pronto delante de un templo y luego reanudando el paso. Era una inmensa procesión. Algunas de las momias estaban decoradas de oro y plata; aún quedaban, pues, algunas riquezas. Los españoles interrumpieron educadamente la procesión; ordenaron bajar a los muertos de sus andas y les quitaron sus joyas.

Entonces, para dejar muy claro que se había acabado con el pasado, que la época de las momias y las plumas definitivamente se había terminado, se rebautizó la ciudad. De ahora en adelante se llamaría “La muy Noble y Gran Ciudad del Cuzco”.

Fábulas y ritos de los incas

sin haber cumplido aún los treinta años, Cristóbal de Molina, conocido como "el Cuzqueño", pasó de su España natal a Cuzco hacia 1556. En Cuzco, donde fue un lenguaraz párroco de Nuestra Señora de los Remedios, escribió dos obras por encargo, una Historia de los incas, hoy en paradero desconocido, y una Relación de las fábulas y ritos de los incas, redactada probablemente entre 1575 y 1583. Gracias a la Relación sabemos del vínculo entre lo humano y lo divino en la cosmografía inca.

El sacrificio como vínculo con lo divino

En las cumbres heladas de los Andes, donde el aire escasea y el tiempo parece haberse detenido, yacen los cuerpos de niños que alguna vez caminaron hacia la muerte no como víctimas, sino como mensajeros. Estas momias, envueltas en tejidos ceremoniales y rodeadas de objetos sagrados, nos hablan desde el pasado de un mundo profundamente espiritual: el del Imperio Inca.

Gracias a descubrimientos impresionantes y al avance de las ciencias forenses, hoy podemos reconstruir con precisión cómo vivieron, cómo murieron y qué significaban estos niños dentro de la compleja cosmovisión incaica plasmada en el ritual del “capacocha”, una ceremonia de sacrificio humano infantil.

La momia de una niña de 6 años también fue encontrada en la cima del volcán Llullaillaco, aunque mostraba signos de haber sido alcanzada por un rayo, por lo que no fue objeto de análisis. Foto de Angelique Corthals.

El capacocha tenía una lógica profundamente religiosa. En palabras del cronista Cristóbal de Molina: «Cuando había señal de pestilencia, temblor, o muerte del Inca, se enviaban niños e niñas bien dispuestos… para que con sus vidas aplacasen la ira de los dioses». Y es que el ritual no era frecuente ni indiscriminado. Se realizaba en ocasiones excepcionales: la muerte de un emperador, una catástrofe natural, una sequía prolongada o una celebración religiosa imperial como el “Inti Raymi”. Los niños elegidos, considerados puros y perfectos, eran llevados a las montañas sagradas para cumplir su destino. Para los incas, no morían… ascendían a los cielos.

Una preparación sagrada

El proceso comenzaba mucho antes del sacrificio. Los niños eran llevados a Cuzco, el corazón del imperio, donde recibían vestimentas ceremoniales, bendiciones del Sapa Inca, y comenzaban una vida ritualizada. Posteriormente, eran escoltados por sacerdotes y funcionarios hacia los santuarios más altos del imperio: las cumbres sagradas conocidas como “apus”.

Análisis de isótopos estables y restos orgánicos —realizados en momias como las del volcán Llullaillaco— muestran que los niños eran alimentados durante meses con una dieta modificada: pasaron de una alimentación rural común a una basada en maíz, carne seca y chicha de maíz, alimentos reservados para rituales. Los investigadores dirigidos por Andrew Wilson descubrieron, además, que los niveles de coca y alcohol aumentaron significativamente en los últimos meses de vida. La hipótesis más aceptada es que eran usados para sedar a los niños y facilitar una muerte sin sufrimiento.

Una muerte en silencio

Uno de los hallazgos más conmovedores fue el de “La Doncella”, una joven de entre 13 y 15 años encontrada en la cima del volcán Llullaillaco, a 6.739 metros sobre el nivel del mar. Fue descubierta en 1999 por el arqueólogo Johan Reinhard y su equipo, quienes no daban crédito a lo que veían: «Parecía dormida. Su rostro sereno, su piel intacta. Una niña congelada en el tiempo, con trenzas perfectas y mejillas sonrosadas», relató Reinhard.

Los análisis demuestran que esta niña de trece años, que fue sacrificada, consumió grandes cantidades de coca durante su último año de vida, mientras que solo consumió alcohol durante sus últimas semanas. Foto de Johan Reinhard.

La Doncella, junto a dos niños más (La Niña del Rayo y El Niño), estaba en posición fetal, rodeada de ofrendas: estatuillas de oro, tejidos finos, vasijas con alimentos. Las condiciones extremas congelaron sus cuerpos, conservando tejidos blandos, cabello, uñas e incluso su expresión facial.

Murieron no por violencia, sino por hipotermia, posiblemente inducida tras la ingestión de sustancias sedantes. Así, su muerte fue tranquila, como parte de una ceremonia cuidadosamente orquestada para asegurar que su alma se elevara sin obstáculos al Hanan Pacha, el mundo superior.

Cosmovisión andina: más allá de la muerte

La religión inca no separaba lo terrenal de lo sagrado: todo estaba entrelazado. El sacrificio de un niño no era visto como una pérdida, sino como un acto de reciprocidad, de ayni: dar a la naturaleza y a los dioses lo mejor del mundo humano, a cambio de equilibrio, fertilidad y paz porque creían que estos niños estarían con los dioses, cuidando desde las alturas a sus comunidades.

Las montañas, como el Llullaillaco o el Ampato, no eran solo accidentes geográficos: eran entidades vivas, protectores del territorio. Alimentarlas con una vida pura era mantener vivo ese pacto sagrado entre el hombre y la tierra.

La ciencia, la memoria y el dilema ético

Gracias a estudios de ADN, análisis forenses, imágenes radiológicas y documentación histórica, hoy conocemos detalles asombrosos: desde los linajes genéticos de los niños hasta su dieta, sus enfermedades previas o su lugar de origen.

Pero estos hallazgos también plantean dilemas éticos. ¿Debe exhibirse públicamente un cuerpo que fue enterrado en un contexto sagrado? ¿Qué papel deben tener hoy las comunidades indígenas en la gestión de estos restos?

Las momias incas no son solo cuerpos. Son mensajeros del pasado, fragmentos de un universo espiritual que comprendía la vida y la muerte como partes de un mismo tejido. En un mundo que a menudo separa lo racional de lo espiritual, estas historias nos recuerdan que hubo civilizaciones donde morir podía ser un acto sagrado, donde un niño podía ser puente entre el cielo y la tierra.