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sábado, 17 de abril de 2010

Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia



En mi entrada anterior (Biografías de escribidores) me comprometí a publicar una nueva entrada acerca de la que me parece una las mejores obras—si no la mejor- de Stefan Zweig: Castellio contra Calvino, publicada en España por El Acantilado, una joven editorial catalana empeñada en rescatar lo mejor de una excelente pero olvidada literatura. Lo hago ahora con gusto.

«Tolerancia frente a intolerancia, libertad frente a tutela, humanismo frente a fanatismo, individualismo frente a mecanización, conciencia frente a violencia... Todos estos nombres expresan una opción que en última instancia es la más personal y más íntima, la que para todo individuo resulta de mayor importancia: lo humano o lo político, la ética o la razón, el individuo o la comunidad...». Con estas palabras selló Zweig uno de sus libros más sugestivos e inquietantes, Castellio contra Calvino, una revisión histórica de una controversia que trasciende las circunstancias de una época -las de un siglo XVI dominado por las tensiones teológicas y abusos de poder que cristalizan en el asesinato de Miguel Servet, de Giordano Bruno, del propio Castellio y de otras muchas víctimas del fanatismo religioso- para convertirse en el planteamiento de una cuestión genérica y constitutivamente humana: la defensa de la libertad espiritual frente a la violencia ejercida por el poder.

Reza un dicho popular africano que cuando muere un hombre muere una biblioteca. Antes de la imprenta, cuando moría un hombre sabio se llevaba consigo la memoria y la sabiduría. Las ideas dejaron de ser arcanos y volaron libremente después de que Gutenberg, mediado el siglo XV, inventara la imprenta y editara, en 1445, su archiconocida Biblia. Tras la invención de la imprenta, los siglos XV y XVI fueron testigos de una gran revolución que todavía no ha cesado.


En esos siglos, impulsados por el prodigioso proceso intelectual y creativo del Renacimiento, se inició una revolución, la que dió comienzo a la era de las comunicaciones y de la globalización. Era la revolución basada en materia vegetal, en la pasta del papel surgido de las imprentas, y en la madera que pobló los mares en un incesante devenir de flotas militares y comerciales impulsadas por los viajes de Colón, de Magallanes, de Elcano, de Vasco de Gama y de tantos otros. Era el “bosque flotante” que describió Lope de Vega admirado por el poderío naval español. Personas y bienes transportados por la vela y el maderamen de los barcos a través de un mundo, -¡por fin redondo!- que parecía carecer de confines. Pensamiento e ideas que vuelan impulsados por los libros. El mundo no volverá a ser el mismo.


Cuando Gutenberg inventó la imprenta, Europa tenía 60 millones de habitantes y menos de treinta mil libros, primorosos códices manuscritos por amanuenses y pendolistas, repartidos en monasterios, conventos y bibliotecas reales. La memoria y la sabiduría eran arcanos tesoros al servicio del poder eclesiástico y real. Un siglo después, a finales del XVI, existía un canon europeo de 50 millones de libros. La imprenta significó un prodigioso invento imparable. La capacidad impresora europea fue extraordinaria. Según cuenta el historiador Michael White en su magnífica e imprescindible biografía del Nolano (Giordano Bruno. El hereje impenitente), tres años después de que Gutenberg imprimiera su famosa Biblia había un solo taller impresor en Estraburgo. Veinticinco años más tarde, en Roma había más de una docena y en Venecia, poco después, un centenar de impresores.


Con la imprenta nacen los primeros éxitos, aparecen los primeros bestsellers, el mayor de los cuales fue Elogio de la locura, de Erasmo. Años más tarde, a partir de 1603, el bestseller es El Quijote. En la ciudad-república de Ginebra las imprentas, puestas al servicio del poder teocrático calvinista, eran capaces de producir 300.000 ejemplares anuales de la Institutio del tirano Calvino.


Retrato de Erasmo (c. 1523) por Hans Holbein "el Joven". Museo del Louvre

Pero con los libros volaron también las ideas. En un libro publicado por Crítica, La Europa dividida (1559-1598), John Elliott cuenta que un obispo romano decía: “Los lobos han enviado los libros por delante”. La frase define el estado de ánimo de Roma y de los monarcas defensores del principio “Cuius regio, eius religio”, un solo rey, una sola religión. Los libros dejan de ser lo que decía Alfonso X, “los mejores consejeros porque otorgan consejos sin pedir nada a cambio”. Los libros pueden volverse contra el monarca y contra la fe. Libros que llevaban encerradas ideas peligrosas para la férrea ortodoxia romana y para la caza de heterodoxos y heréticos iniciada por Calvino cuando manda quemar a Miguel de Servet en una plaza cercana a Ginebra, dando con ello comienzo a una nueva persecución religiosa en la Europa luterana que quiso ser patria de la tolerancia frente a la sangre y al fuego inquisitorial de la iglesia romana. Calvino quema a Servet, sí, pero al tiempo acaba también, de un solo tajo, con la libertad de los cristianos por la que luchó la Reforma.


Porque la imprenta, madre de los infinitos libros, esos peligrosos artefactos que despiertan la mente del hombre poniéndolo en el infame camino del libre albedrío, de la tolerancia frente al autoritarismo y del libre pensamiento frente al monolítico poder de la verdad iluminada, trae consigo otro invento: la censura. Perseguidas por la censura a sangre y fuego, por Torquemada o por Calvino, se suceden las víctimas que propugnaban sus ideas a través de los libros. Bartolomé de Carranza y fray Luis de León en España, Miguel de Servet y Castellio en Ginebra, y los hugonotes en Francia son los casos más conocidos.


Recordemos ahora a algunos de los primeros mártires del libro. A Giordano Bruno, el Nolano, autor, entre otras obras, de La cena del miércoles del ceniza, quemado vivo en el Campo de las Flores de Roma. Quemada su carne pero no sus ideas, que volaron con sus libros. Para los filósofos de la época, para Galileo, para Descartes o para Isaac Newton, Bruno era un mito del pensamiento libre, una figura adorada, pero también alguien de quien no se podía hablar, porque era también el símbolo del terrible castigo que aguardaba cuando uno traspasaba la frontera para elegir la verdad científica frente a la verdad revelada.

Lo sufrió Nicolás Copérnico, sesenta años antes de Bruno, cuando supo que sus estudios sobre la órbita terrestre (su magistral De revolutionibus orbium coelestium) podían costarle la vida. Lo supo Galileo, coetáneo de Bruno, cuya retractación le salvó del potro y de las llamas. Pero hubo otros impresionantes ejemplos de hombres que no se retractaron y perdieron familia, fortuna y vida en defensa de sus libros y de sus ideas. El francés Castellio, el español Servet y el italiano Bruno son tres de ellos, cuyos espíritus parecen sobrevolar hoy esta exposición llena de libros que fueron contemporáneos a los suyos. Bruno, el Nolano, y Miguel de Servet, filósofos y científicos, quemados vivos en la hoguera, con la lengua presa en una paleta de madera para que no pudieran ni hablar. Castellio, el primer defensor de la tolerancia, muerto antes de ser ajusticiado por la intransigencia herética en la monolítica y uniforme Ginebra calvinista.


Bruno contó en sus libros lo que calló Copérnico y lo que rectificó Galileo para librarse del potro y de la hoguera. Bruno el Nolano, que defendiendo la existencia de un gran Universo y de otros planetas, escribió estas hermosas palabras: “Creer que no existen otros planetas que los que ya conocemos no es más razonable que opinar que no vuelan más pájaros que los que vemos al asomarnos a una pequeña ventana”. La pequeña ventana de la mente humana que abrió, de par en par y para siempre, la imprenta.

Libros que divulgaron las ideas de Sebastián Castellio, padre de la tolerancia, la hormiga humanista frente al poder absoluto del elefante Calvino, el religioso intransigente y feroz que sembró de sangre y fuego los campos ginebrinos. Con ocasión de la ejecución de Miguel de Servet, la primera víctima del calvinismo, Castellio escribió su Manifiesto frente a la intolerancia (1531), del que recojo unas hermosas: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Porque el hombre, lo sabía bien Castellio, navega siempre libre con su doctrina escrita en los libros. Cuando Castellio sale en defensa de Servet y proclama –antes que ningún otro- el tolerante derecho a la libertad de conciencia, sabe que empeña su vida en defensa de sus convicciones.

Las ideas de Bruno, de Servet y de Castellio todavía perviven aunque no su enorme talla humana no haya sido rehabilitada por quienes los ajusticiaron. El cardenal Rodolfo Belarmino, jesuita, el inquisidor que acabó con Bruno y lo intentó con Galileo, está hoy canonizado. Por eso hoy, en este blog, me gustaría que mis palabras sirvieran de homenaje a los hombres que hicieron posibles los libros y, a través de ellos, la propagación de palabras tan hermosas como humanismo, pensamiento libre, tolerancia y libertad.