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sábado, 29 de enero de 2011

De las garras del león o la física es como el sexo



Cuando Cervantes relata el expurgo que el cura y el ensañado barbero realizan en la biblioteca de Don Quijote, condenando a la hoguera aquellos libros que, a su juicio, pecaban de arrogantes, revueltos, disparatados o insensatos, el cura exime de la pira el Tirant lo Blanc por ser «un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Llevadle a casa y leedle», le dice a su compadre el barbero. El lector impenitente y omnívoro que era Cervantes reivindica en esos párrafos dos cosas: el placer de la lectura y el gozo de recomendar lo que uno ha leído. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o a la hoguera, para el buen lector lo que importa es el placer de leer, las más de las veces en la intimidad, pero también a la búsqueda de cómplices con los que compartir la experiencia que prolonga y profundiza el placer de la lectura.

Si nos tienta la idea de alejarnos de un mundo que nos alarma y confunde, si enfrentados al paisaje devastado de las miserias humanas que cada día nos presentan los medios, necesitamos hallar un refugio donde impere la objetividad, la ciencia es uno de los mejores lugares en el que hacerlo; es, por decirlo de otra manera, la patria de la racionalidad. La lectura de la ciencia suma al placer de la lectura el de la inteligencia. Afortunadamente existen caminos intermedios entre la pasiva ignorancia y el conocimiento riguroso. Cerramos ciertos libros que, además de divertirnos, nos hacen sentir más inteligentes, resultado que el autor no pudo nunca prever. «El arte alcanza una meta que no es la suya» escribió Benjamin Constant. Lo mismo puede decirse de la ciencia. ¿Qué otro género nos permite disfrutar del uso de la razón, pensar con Pascal, meditar con Eratóstenes, razonar con Copérnico, seguir los vericuetos de la mente de Newton, explorar con los ojos bien abiertos de Humboldt o escudriñar el universo con los ojos de Salviati, Sagredo y Simplicio, los protagonistas de el Diálogo de Galileo? Se trata de ser invitados a la reflexión, de convertirnos en testigos de la creación de una idea, del descubrimiento de la naturaleza viva. Se trata de leer y de pensar.
En los fríos días de enero me he refugiado en la lectura de la divulgación científica. He rescatado antiguas lecturas, libros que nunca han estado perdidos porque siempre esperaba disponer de tiempo para volver a reencontrarme con ellos. Los he vuelto a abrir y los he encontrado repletos de subrayados y anotaciones, con glosas marginales apenas esbozadas con letra apresurada que intentan retener una idea tan rápida en llegar como en desvanecerse, o que remiten a otras lecturas de la misma forma que los montones de piedras señalan la dirección adecuada en las bifurcaciones de los caminos rurales. Los he hojeado y ojeado, buscando la fruta madura que, entre el follaje de papel impreso, me ofrecen las viejas marcas del lápiz. También he aprovechado para leer por primera vez cuatro libros de divulgación que tenía pendientes. Me ocupo ahora de estos y amenazo con  una próxima entrega dedicada a lecturas más veteranas.

Los cuatro libros tienen en común su reivindicación de la belleza de la ciencia, algo que nunca está de más porque siempre ha existido una subyugación de los mejores científicos por la belleza sublime del arte y el genio irrepetible de los artistas. Einstein, que no se cansaba de reproducir en su tocadiscos la Misa Solemne de Beethoven, reconocía el supuesto genio irrepetible de los artistas: «Aunque Newton o Leibniz no hubieran nacido, el mundo habría tenido el cálculo, pero si Beethoven no hubiera vivido nunca hubiéramos tenido la Quinta Sinfonía», dice uno de sus biógrafos que dijo Einstein (Walter Isaacson; Einstein: Su vida y su universo; Debate, 2008).

El 29 de enero de 1697 Newton recibió una carta procedente de Basilea que contenía dos problemas. La carta, que había sido enviada a los más famosos matemáticos del continente, tenía como objetivo medir la destreza del genio inglés en el uso del recientemente desarrollado cálculo diferencial. El remitente era Bernoulli, aunque Leibniz, con quien Newton había mantenido una agria disputa acerca de la paternidad del cálculo, era el urdidor de la maniobra que pretendía desacreditar al inglés. La carta llegó a manos de Newton a las 6 de la tarde y a las cuatro de la mañana ya había resuelto ambos problemas. A la mañana siguiente envió las soluciones al presidente de la Royal Society, que las publicó de forma anónima en el número de febrero de 1697 de las Philosophical Transactions, la revista reservada a los autores más selectos. Newton había resuelto en unas horas lo que a muchos matemáticos de la época les hubiese costado toda una vida. Otros sabios renunciaron: Varignon, L´Hôpital o David Gregory fueron incapaces de resolverlos. Pese al anonimato con que se publicaron las soluciones, por la elegancia de las mismas Bernoulli reconoció de inmediato a su autor y al leer el artículo exclamó: «Ex ungue leonis» («De las garras del león»).


De todas las disciplinas científicas las matemáticas son, acaso, las más difíciles de exponer ante cualquier auditorio profano tanto por su lenguaje abstracto como por el inevitable empleo de símbolos, cuya significación precisa exige una preparación por parte del oyente para que el que diserta, aunque le guíen las mejores intenciones, no narcotice a la audiencia. Ahora bien, huir de las cuestiones matemáticas no es lo mismo que huir de los matemáticos, cuya personalidad y avatares tienen a veces mayor interés que su conocimiento como científicos. Si es interesante conocer la obra de un hombre, que es lo que queda, no lo es menos conocer la vida de ese hombre, que es la que no queda. Eso es lo que hizo el matemático Francisco Vera en 1942 dentro de un ciclo de conferencias que después agrupó en un librito (Veinte matemáticos célebres), comercializado en una pequeña e inencontrable edición por la Compañía General Fabril Editora, que los interesados pueden encontrar ahora en Internet en una edición preparada por Patricio Barrios, en el que se exponen la vida y obra de los matemáticos más célebres, presentándolos como seres de carne y hueso, agrupándolos por parejas unidas (Monge y Fourier) o enfrentadas (Newton y Leibniz), indagando en el curso paralelo o divergente de sus trabajos para que los diletantes logremos una fácil comprensión de las influencias de unas tendencias sobre otras y de sus puntos de convergencia, a veces tan aparentemente paradójicos.

¿Cuáles son los experimentos más fantásticos realizados por los físicos a lo largo de la historia? La cuestión la planteó en 2002 Robert Crease a los lectores de la revista Physics World. Las respuestas las recogió él mismo en su libro El prisma y el péndulo (Crítica, 2009). De temática similar son otros dos libros: Los diez experimentos más hermosos de la ciencia (Ariel, 2010) del periodista de The New York Times George Johnson, y De Arquímedes a Einstein: Los diez experimentos más bellos de la física (Debate, 2005), en la que el catedrático de la universidad de Sevilla Manuel Lozano Leyva se adelantó en divulgar los resultados seleccionados por Physics World. En cualquier caso, el fondo es similar pero la pluma distinta y los tres libros cumplen sobradamente una triple finalidad: dejarnos en el punto intermedio entre la suma ignorancia y el conocimiento riguroso, dar difusión a importantes avances científicos y mostrar de una forma simpática y mágica la labor de los físicos, tantas veces injustamente considerada aburrida.

Hay de para todos los gustos, desde la elegante sencillez con la que Galileo lanzó una bola de cañón y otra de madera desde la torre de Pisa para demostrar a los aristotélicos que dos objetos de pesos diferentes caen a la misma velocidad, pasando por el fascinante péndulo colgado del Panteón de París con el que Foucault demostró la rotación de la Tierra, hasta los elaborados experimentos de Rutherford, Bohr o Sheldon Glashow, que buscaban nuevas teorías sobre la naturaleza íntima de la materia. En la mayoría de estos experimentos, todos los cuales supusieron un cambio de paradigma en la ciencia y transformaron la manera de pensar del mundo entero, destacan dos cosas: la mayor parte se realizaron en simples mesas de trabajo, y ninguno requirió más capacidad de cómputo que el de una regla de cálculo o el de una modesta calculadora.  Además, todos y cada uno de ellos personalizaban la cualidad de lo que los científicos llaman belleza en el sentido clásico. La sencillez lógica de los aparatos, la simplicidad del análisis, la disciplina de la observación y la multiplicidad de pequeñas tareas necesarias para llevar a cabo el experimento parecen ser tan puras como las líneas del Partenón, los silencios en los pentagramas de una pieza de Stravinsky o los trazos a carboncillo de un boceto de Durero.

Richard Feynman (1918-1988)
«Los científicos no estudian la naturaleza porque sea útil, la estudian porque les place; y les place porque es bella. Si la naturaleza no fuese bella, no valdría la pena conocerla, no valdría la pena vivir la vida», escribió Poincaré. Más práctico y siempre hilarantemente certero, en su irresistible ¿Está ud. de broma sr. Feynman? (Alianza, 1987), el Nobel Richard Feynman lo resumió de una manera mucho más intuitiva: «La física es como el sexo: seguro que tiene una utilidad práctica, pero no es por eso por lo que lo practicamos».