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viernes, 28 de julio de 2017

Alcalá en agosto, Baden Baden

«El ruido es la peste bubónica de nuestro tiempo».
Rudolf Steiner. El curso de mi vida (1924).

La sentencia de Steiner la certifica mi amigo Carlos. Llegó el 30 de julio y, de vuelta a su casa de Alcalá, respira, por fin, tranquilo. Su verano ha sido movidito. En febrero fue previsor: alquiló un chalecito en la playa. Hizo la reserva por Internet asegurándose de que estuviera en una calle tranquila. Usando Google Maps y el “Street View” de Google Earth, se preocupó de que la vivienda que iba a alquilar cumpliera los que decía el anuncio: «Unifamiliar amplio y luminoso con vistas al mar en zona muy tranquila».
Lo era, al menos en el ordenador, porque la calle era una monería, silenciosa y recoleta, con dos filas de hermosas jaracandás y muy limpita. Las imágenes demostraban que en las calles de alrededor no había moros en la costa: no aparecían discotecas, chiringuitos, centros comerciales, botellódromos ni bares de copas. Perfecto. Pagó con Paypal y se quedó tranquilo.
Pero, ¡ay!, por una vez las autoridades habían sido diligentes. El Excelentísimo Ayuntamiento, tras una remodelación urbana dispuesta para agradar a los veraneantes, había decidido situar justo delante del chalé los recién estrenados contenedores de recogida de residuos sólidos. Seis, contenedores, seis. Dos grises con boina verde oliva, uno amarillo, otro azul y el sexto de un verde luminoso muy lucido. Nuevecitos y preciosos. Un perfecto complemento ecológico y polícromo para aquella linda callecita.
Madrugada del 2 de julio. Tres y media de la madrugada. Un horroroso estruendo de vidrios rotos aterroriza a Carlos y espanta a su familia. Como un solo hombre, los cuatro se asoman a la terraza. Allí observan atónitos el fenómeno que les iba dar el verano. Era la primera vez, pero estaban cautivos de un aparatoso y vítreo evento que habría de repetirse tres veces por semana: afortunadamente, el camión de recogida de vidrios solamente iba a pasar lunes, miércoles y viernes. El método ya lo habrán visto. Un precioso camión provisto de una grúa levanta el contenedor; el vehículo, como un posmoderno Gargantúa, abre su hidráulica bocaza cenital; una cadena ingeniosamente situada abre el fondo del contenedor y el vidrio cae como una cascada por el trasero bivalvo del otrora hermético recipiente. Un prodigio mecánico. Un espanto auditivo.
Les ahorro más detalles. A la misma hora, pero siete días a la semana, siete, pasaba el camión de orgánicos; otras tres veces, el de plásticos y, afortunadamente, el de papel y cartón se recogía solo los jueves de madrugada. Recapitulemos: los camiones, provistos de unos potentes motores diésel de doscientos tronantes caballos, realizaban sus aparatosas operaciones matutinas catorce veces por semana, 56 veces al mes, 56, debajo de la ventana de mi amigo. Y eso no era todo: a las 8 de la mañana, como un reló empezaba el concierto de motosierras y cortacéspedes en los alrededores. Un sinvivir, oiga.
Carlos no es precisamente un progre, así que despotricaba y despotricaba achacando aquel atronador infierno a la democracia, al ayuntamiento socialista de la localidad levantina, a Pedro Sánchez y ¡cómo no! a Rodríguez Zapatero que, la verdad, allí no pintaba nada. ¡Ay, si Franco viviera! Harto de que me diera la lata, prometí darle razones de que los ruidos nocturnos son tan viejos como el hombre urbano. No pudieron evitarlos ni Augusto, ni Calígula ni Nerón, así que de Franco ni hablamos. Le dedico a Carlos esta entrada.
Con respecto a la ordenación urbana de Roma, escribió Giuseppe Lugli: «Hasta el siglo II AC. Roma debía parecer una ciudad muy modesta e irregular. La propia configuración de la ciudad se prestaba poco a un desarrollo sistemático: valles estrechos y profundos y colinas impracticables en algunas de sus vertientes; aguas estancadas o mal canalizadas en abundancia; vías situadas en el fondo de los valles o a espaldas de las colinas, con caminos interrumpidos por accidentes naturales y por edificios levantados sin ton ni son; grandes desniveles; extensión demasiado amplia con barrios separados entre sí; dificultades de comunicación rápida y directa, principalmente por la estrechez de las vías, por los cruces obligados y por las fuertes pendientes.
Después del incendio gálico (sobre el 390) las viviendas habían surgido aquí y allá, a lo largo de las viejas calles donde había terreno disponible, sin preocuparse primero de regularizarlas y construir el sistema de alcantarillado. Ningún plano regulador, ningún proyecto para nivelar los valles pantanosos y demasiado bajos; ninguna obra de saneamiento aparte de la única cloaca central, en buena parte a cielo abierto; ninguna visión amplia de una ciudad que estaba destinada a convertirse en la capital del mayor imperio del mundo».
De acuerdo con numerosos historiadores de la época romana, Roma no se sometió jamás a ninguna planificación. Todas las proposiciones y tentativas para hacerlo - por parte de Julio César, de Nerón, de los Antoninos- acabaron en el fracaso. La ciudad formaba una maraña tan desordenada, que el tránsito de carruajes por sus calles estaba prohibido durante el día. Corrigiendo el tipo de vehículos, y adaptando el lenguaje a nuestros días, la Lex Iualia Municipalis de Julio César, promulgada el 45 AC, podría ser un bando dictado por un alcalde de cualquier ciudad congestionada de nuestros días:
«El reglamento que se transcribe a continuación se aplica a las calles, presentes o futuras, dentro del área edificada en forma continua de la ciudad de Roma. Desde el próximo 1º de enero en adelante ningún carro ha de ser conducido o llevado dentro de esta área durante las horas del día, es decir, después de la salida del sol o antes de la décima hora del día [...] Esta ley no debe ser interpretada como prohibitiva de la presencia en la ciudad, o dentro del radio de 2 kilómetros desde ella, durante las diez horas luego de la salida del sol, de carros tirados por bueyes o caballos traídos durante la noche precedente, si estos carros vuelven vacíos o llevando desechos que sirven de abono».
Más de un vecino de nuestras ruidosas ciudades, suscribiría el siguiente párrafo que escribió el satírico Juvenal el 54 DC: 
«Aquí, en Roma, muchos enfermos se mueren porque permanecen despiertos toda la noche. ¿Dónde encontrar alojamientos que le den a uno la oportunidad de dormir? En la ciudad dormir es un lujo que cuesta una fortuna. Esta es la principal causa de enfermedad en este lugar. El estrépito del tráfico rodado en las estrechas y tortuosas calles de la ciudad y los gritos injuriosos cuando el hato de ovejas se atasca son suficientes para arrancar a Druso de su sueño o a las focas del suyo». En la misma línea se pronuncia Séneca: «En esta ciudad, hasta en sus calles más anchas, el flujo del tránsito de peatones es continuo y, consecuentemente, cuando ocurre alguna obstrucción que detiene el curso de este precipitado torrente humano, hay una formidable aglomeración. La población de la ciudad es de tal magnitud que requiere el uso simultáneo de tres teatros y la importación de alimentos de todo el mundo».
El 30 de julio, cuando de regreso a Alcalá, Carlos avistó en lontananza la torre de La Garena, se acordó de don Francisco Silvela, cuando dijo aquello de «Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden Baden». Y Alcalá también, dijo para sus adentros. ¡Por fin estaba en casita!