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sábado, 11 de marzo de 2023

Breve historia del curare, I: de Alcalá de Henares (1516) a Estocolmo (1936)

Muchos naturalistas intentaron descubrir el origen del curare, pero pasaron décadas hasta confirmarse que los ingredientes fundamentales eran Chondrodendron tomentosum o Strychnos toxifera, en función de la presencia de una planta u otra en la flora local. A la izquierda, lámina botánica de C. tomentosum y, arriba, fotografía de la planta en el Jardín Botánico de Nueva York. Fuente: Wellcome Library. 

El término “curare” describe una serie de venenos de origen vegetal que los nativos amazónicos utilizaban para emponzoñar las flechas y los dardos que lanzaban con cerbatanas. Esos venenos causaban parálisis progresiva, que resultaba mortal cuando las toxinas afectaban a los músculos respiratorios. De las selvas saltó a los quirófanos como unos de los primeros y más eficaces relajantes musculares.

En 1516, se publicaron en Alcalá de Henares los tres primeros tomos de los diez que componen las Décadas de Orbe Novo, una obra de Pedro Mártir de Anglería, amanuense lombardo y cronista del Carlos V. Anglería nunca visitó América, pero su obra se nutrió de los relatos y comentarios de los principales descubridores españoles a los que tuvo fácil acceso por haber medrado en las cortes de los Reyes Católicos, Juana la Loca y Carlos V. Su relato, una mezcla de realidad y fantasía, contribuyó a la mística del curare y atrajo a muchos hombres en su búsqueda, algunos hasta morir en el intento.

En las páginas de Décadas se describen las heridas mortales de un soldado alcanzado por una flecha envenenada. No fue la única narración de esa naturaleza: muchas otras crónicas dieron cuenta de historias similares, pero esta parece ser la primera referencia al curare, el veneno fulminante con el que los indígenas amazónicos embadurnaban sus flechas.

Sesenta años después de la publicación de las Décadas, en 1596, antes de que perdiera literalmente la cabeza en manos del verdugo de Jacobo I, sir Walter Raleigh capitaneaba una de las muchas e insensatas expediciones en busca de El Dorado, la mítica ciudad construida en oro. No tuvo éxito, pero al menos uno de los pilotos expedicionarios, Lawrence Kemys, en lugar de perder el tiempo durante las extenuantes marchas por las insalubres selvas de las Guayanas, se dedicó a recopilar un conjunto de hierbas venenosas conocidas por los nativos como ourari, posiblemente una corrupción lingüística de dos palabras indígenas, uria que significa pájaro, y eor que se traduce como matar.

De vuelta a la pérfida Albión, Kemys publicó Relation of the Second Voyage to Guiana, un libro en cuyas observaciones dio a conocer una pasta venenosa elaborada con varias plantas con la que los indios impregnaban flechas y cerbatanas. Más gore fue la descripción que ofreció el propio Raleight en su Discovery of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana, cuando describe que los indios araras, que “eran tan negros como el betún”, poseían «el veneno más potente en sus flechas, y el más peligroso, de todas las naciones […]. Porque además de la mortalidad de la herida que hacen, quien haya sido herido por una soporta el tormento más insufrible del mundo y sufre la muerte más fea y lamentable, a veces muriendo completamente loco, a veces con las tripas saliendo de sus entrañas, normalmente descoloridas que para entonces están tan negras como la brea y tan desagradables que ningún hombre puede soportar curarlos o atenderlos».

En 1735, Charles Marie de la Condamine, matemático, cartógrafo y astrónomo francés comenzó su famosa expedición destinada a establecer la longitud del grado del meridiano. Hombre de ciencia y naturalista por vocación, la Condamine no se limitó a sus cálculos astronómicos; recolectó también muestras de lo que genéricamente ya se denominaba «curare».

El curioso la Condamine llevó a cabo algunos experimentos con animales, pero hubo que esperar cien años para que británicos y franceses comenzaran una cadena sistemática de investigaciones fisiológicas que acabaron por descifrar el mecanismo de acción de esos venenos: la parálisis muscular que provocan se debía al bloqueo de la transmisión de los impulsos eléctricos desde los nervios hacia los músculos. Son, pues, diríamos hoy, unos “bloqueantes neuromusculares” que, junto con narcóticos y analgésicos se han constituido en un trío farmacológico imprescindible en la moderna anestesiología.

Charles Waterton (1782-1865), un noble inglés propietario de Walton Hall, una enorme hacienda en Yorkshire en la que está enterrado, era un hombre poco común. Hacendado, naturalista y explorador, fue un pionero del conservacionismo que convirtió Walton Hall en una reserva natural en la que instaló nidos artificiales para facilitar la cría y reproducción de las aves.

Jardines de Walton Hall en la actualidad


Con 32 años, se fue a Guyana para administrar las plantaciones de azúcar de su familia. Al cabo de unos años la curiosidad científica venció a la práctica agronómica y en 1812 Waterton emprendió su primer viaje como explorador naturalista. Hizo tres viajes de exploración más en 1816, 1820 y 1824, cuyas vivencias reunió en 1825 en su famoso libro Wanderings in South America, una obra que inspiró a los dos padres de la evolución: Charles Darwin y Alfred Russel Wallace.

Uno de los principales objetivos de las campañas de Waterton era obtener muestras del veneno con el que los nativos impregnaban sus flechas, el “wourali”, como él lo llamaba. Regresó de su primer viaje por Guyana con un bloque del veneno que había visto utilizar a los chamanes de la tribu Macushi, que en sus rituales utilizaban una preparación a base de plantas entre las que se encontraba una liana de grandes hojas que los botánicos españoles Ruiz y Pavón habían descrito en 1798 como Chondrodendron tomentosum.

En el proceso de elaboración, los chamanes hervían las raíces y las ramas de la planta hasta formar una pasta a la que llamaban curare. A continuación, impregnaban con ella la punta de las flechas y los dardos que seguidamente introducían en cerbatanas de caña. Los macushi las utilizaban para cazar con una efectividad impresionante: con solo rozarla, el dardo paralizaba temporalmente a la presa que caía desplomada.

En Wanderings Walterton describió algunos experimentos realizados en Londres en 1814. Ese año, demostró a una audiencia que incluía a sir Benjamin Brodie los efectos del wourali en animales. A falta de cobayas, el excéntrico Waterton utilizó burros para sus experimentos. Inyectó wourali a dos de ellos. Se derrumbaron y murieron en unos diez minutos. Aplicó un torniquete a la pata de un tercer burro y le inyectó el wourali por debajo de la atadura. El animal continuó caminando durante una hora hasta que le quitaron el torniquete. En cuestión de minutos se derrumbó, paralizado. Le abrieron inmediatamente la tráquea y le insertaron un fuelle para ventilarla. Al cabo de dos horas retiraron la ventilación, el burro se despertó y luego volvió a desplomarse. Se inició de nuevo la ventilación antes de que el animal muriera, y después de otras dos horas, el burro se recuperó y anduvo, maltrecho, pero anduvo.

Lo que se deducía del experimento era que el veneno afectaba a la musculatura (por eso los animales se desplomaban) y que tardaba algún tiempo en paralizar la musculatura respiratoria. Los animales morían por asfixia. Si se intubaban con ese prototipo de respirador que era el fuelle, el efecto del veneno pasaba y el animal seguía vivo. Eso explicaba por qué las presas que envenenaban los indios podían comerse al cabo de algún tiempo. Cuando se encontró la naturaleza química del veneno, para lo que hubo que esperar hasta 1939, se supo que el curare es una mezcla de muchos alcaloides, es decir, compuestos de amonio alcalinos. Precisamente por ser alcalinos, se absorben poco en el tubo digestivo, razón por la cual la carne de los animales cazados podía ingerirse sin temor a intoxicarse.

Que el ilustre sir Benjamin Brodie estuviera entre los asistentes a la demostración de Waterton no era un capricho. Tres años antes de los experimentos con burros, Brodie, un fisiólogo y cirujano inglés famoso por su investigación sobre enfermedades óseas y articulares que acabarían por elevarlo en 1844 a la prestigiosa presidencia del Real Colegio de Cirujanos, había frotado curare en una herida de un conejillo de indias. El animalito dejó de respirar y parecía muerto, pero cuando se abrió el tórax el corazón aún latía. Después de ser ventilado, se recuperó.

Algo después, en 1856, en uno de sus muchos experimentos con animales, el fisiólogo francés Claude Bernard descubrió que al inyectar curare a una rana los músculos del batracio se detenían completamente, ¡pero el corazón seguía latiendo! La siguiente es una versión abreviada, que he traducido, de “Physiological studies on certain American poisons, ("Estudios fisiológicos sobre ciertos venenos americanos"), publicado en La Revue des Deux Mondes en 1864:

«En junio de 1844 hice mi primer experimento con curare: inserté debajo de la piel del dorso de una rana un pequeño trozo de curare seco y observé al animal. Al principio, la rana se movía y saltaba con gran agilidad, luego se quedó quieta, el cuerpo se aplanó y se encogió poco a poco. Después de varios minutos la rana estaba muerta, es decir, se había vuelto flácida y no respondía a los pellizcos en la piel. Luego procedí con lo que llamo una “autopsia fisiológica” […] es decir, abriendo el cuerpo inmediatamente después de la muerte.

[…] Al abrir la rana envenenada, vi que su corazón seguía latiendo. Su sangre se volvió roja al exponerse al aire y parecía fisiológicamente normal. Entonces utilicé estímulos eléctricos como el método más conveniente para provocar una reacción en nervios y músculos. La estimulación directa del músculo producía contracciones violentas en todas las partes del cuerpo, pero al estimular los nervios no había reacción. Los nervios, es decir, los haces de tejido nervioso, estaban completamente muertos, mientras que los demás componentes del cuerpo, los músculos, la sangre, las mucosas, conservaban sus propiedades fisiológicas durante varias horas, como sucede en los animales de sangre fría. […]

Por supuesto, la interpretación de Bernard era errónea: los nervios no estaban muertos; como se descubriría años después, lo que ocurría era la desconexión que se producía cuando fallaba la unión o sinapsis neuromuscular.

El curare era, sin lugar a duda, una herramienta farmacológica con mucho potencial. El problema es que estaba compuesto por demasiados ingredientes. ¿Cuál de ellos era el principio activo, es decir, el responsable de su efecto paralizante?

La respuesta comenzaría a desvelarse en 1936, cuando se entregó en Estocolmo el Premio Nobel de Medicina. Retomaré la historia en la segunda parte.