Vistas de página en total

domingo, 12 de marzo de 2023

Breve historia del curare, II: de las selvas amazónicas a los quirófanos



Terminé la primera parte preguntando cuál era el principio activo responsable del efecto paralizante del curare. Para dar respuesta comenzaré con una digresión sobre los neurotransmisores, cuya función orgánica trataré de explicar de forma muy sencilla para el profano e inevitablemente simple para los entendidos. Una explicación algo más compleja la hice en esta otra entrada.

Mensajeros del cerebro: los neurotransmisores

El cerebro es el responsable de regular todas nuestras actividades corporales. Si nos reducimos a la actividad muscular, cada vez que un músculo se activa lo hace recibiendo una orden desde el cerebro a través de una neurona. Imagine una conexión eléctrica convencional entre dos cables. Uno de los cables será una neurona, una célula de las que componen los nervios que unen al director de orquesta corporal, el cerebro, con los músicos ejecutores, los músculos. El otro cable imaginario será una fibra muscular. En una conexión eléctrica convencional debe haber contacto físico entre los cables o entre ambos a través de un conector metálico.

La placa neuromuscular se compone de los siguientes elementos. La neurona motora o motoneurona, es una neurona presináptica que se encarga de emitir impulsos nerviosos que viajarán a lo largo de su axón hasta el terminal del músculo. En ella se crea y almacena la acetilcolina, el principal neurotransmisor de la estimulación muscular. La hendidura sináptica, también llamado espacio sináptico, es la abertura existente entre la neurona motora y la membrana muscular. La placa motora está compuesta por una o más células musculares que se juntan para constituir una fibra muscular. 

Eso no ocurre con la placa neuromuscular, la conexión entre el “cable neurona” y el “cable fibra muscular”, a la que técnicamente llamamos “sinapsis” porque entre uno y otro cable hay un espacio libre: el espacio sináptico. La orden que, en forma de impulso eléctrico, emite el cerebro se transmite a través del espacio sináptico mediante unas biomoléculas a las que llamamos neurotransmisores. El neurotransmisor secretado desde la neurona actúa en receptores especializados y altamente selectivos, que se localizan en la célula postsináptica, lo que provoca cambios en el metabolismo de ésta modificando su actividad celular.



Uno de los neurotransmisores más extendidos entre los vertebrados y el primero en ser identificado es la acetilcolina, que fue caracterizado farmacológicamente por el fisiólogo inglés Henry Hallett Dale en 1914 y después confirmado por su colega alemán Otto Loewi como un neurotransmisor. Por su trabajo recibieron en 1936 el premio Nobel en Fisiología y Medicina, que les entregó en Estocolmo el rey Gustavo V Adolfo.

Curares: bloqueadores de la acetilcolina

La acetilcolina, una molécula extraordinariamente sencilla, actúa de intermediario entre el impulso nervioso –una corriente eléctrica procedente del cerebro– y la contracción muscular. El principio activo de los diferentes curares bloquea la contracción muscular desencadenada por la acetilcolina que segregan las terminales nerviosas. Al hacerlo, produce parálisis progresiva y finalmente muerte por asfixia.

El efecto se da al bloquear la conducción nerviosa motora a nivel de la placa neuromuscular inhibiendo la acción de la acetilcolina: el principio activo de cualquier curare se une a los receptores nicotínicos (las “puertas” por las que la acetilcolina penetra en la terminal postsináptica), bloqueándolos y paralizando toda la musculatura, incluyendo la respiratoria, causando la muerte por asfixia. Aún a dosis mínimas su efecto es letal y se debe a la acción de un principio activo, la tubocurarina.

El aislamiento de la tubocuranina

La identificación del principio activo del curare más efectivo desde el punto de vista clínico, la tubocuranina extraída de la liana Chondodendron tomentosum, se consiguió gracias a la tenacidad Richard Gill, un estadounidense propietario de plantaciones de cacao y café en Ecuador. Durante su estancia en el país sudamericano Gill desarrolló esclerosis múltiple, una temible enfermedad uno de cuyos síntomas son los espasmos musculares. De regreso a Estados Unidos, su médico, el neurólogo Walter Freeman, le recomendó el uso del curare por su acción relajante muscular, que ya era conocida desde los experimentos con animales que Benjamin Brodie, Charles Waterton y Claude Bernard habían realizado el siglo anterior.

Movido por la necesidad, Gill regresó a las junglas de Ecuador, donde, a partir de más de 26 tipos de lianas, preparó alrededor de cincuenta kilos de curare. No solo trajo ese cargamento, también acarreó con muestras de las plantas con las que lo había elaborado. Gracias a ellas, los botánicos descubrieron que las plantas pertenecían a dos familias: Menispermáceas (a la que pertenece el género Chondodendrum que, como luego comentaré, encerraba el principio activo más eficaz del curare, la tubocurarina), y Loganiáceas, a la que pertenece el género Strychnos, bien conocido porque uno de sus componentes, la estricnina, es un veneno potentísimo.

La farmacéutica E.R. Squibb & Sons compró a Richard Gill parte de los cincuenta kilos de curare con el objetivo de establecer directrices para la elaboración de extractos de curare de una mínima fiabilidad que permitieran su utilización clínica. Mientras tanto, el laboratorio elaboró un extracto de curare que patentó con el nombre de Intocostrin, que donaba gratuitamente a los investigadores.



Harold Randall Griffith, anestesista del hospital Homeopático de Montreal, Canadá, usaba ciclopropano como gas anestésico. Los frecuentes casos de apnea que aparecían cuando empleaba ese gas durante la anestesia obligaban frecuentemente a la intubación endotraqueal. Para evitar el espasmo laríngeo durante el procedimiento de intubación, decidió ensayar Intocostrin como relajante muscular. El 23 de enero de 1942, realizó la extirpación quirúrgica del apéndice de un paciente usando Intocostrin como relajante muscular. Fue un éxito. A continuación, Harold Griffith y Enid Johnson usaron con éxito la preparación Intocostrin en 25 pacientes que fueron anestesiados ligeramente con ciclopropano.

A partir de entonces, la utilización de Intocostrin se hizo rutinaria entre los anestesistas porque la flacidez muscular lograda con los relajantes musculares permitía disminuir las dosis de anestésicos, haciendo que los procedimientos quirúrgicos fuesen mucho más seguros.

Los famosos cincuenta kilos de curare recolectados por Richard Gill dieron para mucho: no solo para la producción de Intocostrin y su consiguiente empleo en diversos escenarios clínicos, sino que hizo posible la identificación del principio activo. En 1943, los químicos orgánicos Oskar Wintersteiner y James Dutcher, que trabajaban en los laboratorios Squibb, aislaron una sustancia cristalina químicamente idéntica a la que ocho años antes había aislado Harold King partiendo de una muestra de curare que le había cedido el Museo Británico. El origen de la muestra del museo londinense no se conocía, pero dado que el material se hallaba empaquetado en tubos de bambú, King decidió llamarlo tubocurarina.

El aislamiento de la tubocurarina a partir de Chondodendrum tomentosum coincidió en el tiempo con el descubrimiento de que el principio activo del Intocostrin era la misma sustancia. En Gran Bretaña, Cecil Gray demostró que Intocostrin no era fiable y, en cambio, popularizó el uso de cloruro de d-tubocurarina, que era farmacológicamente más potente y de fectos secundarios más previsibles.

Al aislar la tubocurarina y estudiar sus efectos quedó perfectamente claro porque en los primeros experimentos realizados con el curare en el siglo XIX los animales quedaban paralizados mientras que el corazón seguía latiendo. El efecto letal de la d-tubocurarina se debe a la parálisis de los músculos esqueléticos, pero no afecta a la musculatura cardíaca (miocardio).



Antes del advenimiento del curare en la década de 1940, para lograr la relajación muscular los anestesistas debían administrar una anestesia muy profunda con éter o ciclopropano, lo que podía causar una serie de complicaciones cardíacas, hepáticas o renales. Además, con la parálisis total de la musculatura esquelética del diafragma del paciente, estas cirugías solo podían practicarse posibles con la invención de la intubación traqueal y la ventilación mecánica de los pulmones.

La intubación traqueal era poco común, y la relajación muscular, si era necesaria, se conseguía mediante anestesia por inhalación profunda con los riesgos concomitantes de depresión respiratoria o cardíaca. Tras la introducción de los relajantes musculares, la anestesia sufrió un cambio conceptual y fue redefinida como una tríada de narcosis, analgesia y relajación muscular, utilizando fármacos específicos para producir cada uno de esos efectos.

Curarinas sintéticas

El cloruro d-tubocurarina se introdujo de manera rutinaria en la práctica anestésica. La D-tubocurarina se convertiría en el relajante muscular preferido hasta que los agentes sintéticos similares al curare reemplazaron al natural a partir de la década de 1980.

Hoy día la tubocurarina natural ha sido sustituida rutinariamente en los procedimientos quirúrgicos por medicamentos de síntesis con efectos similares (es decir, como bloqueantes neuromusculares), pero de efectos secundarios más predecibles que la tubocurarina.

Desde la selva amazónica hasta el quirófano, la historia del curare nos debe hacer reflexionar. Buena parte de los fármacos actuales provienen de antiguos sistemas de conocimiento como el que detentan los grupos indígenas. El caso del curare es, sin duda, una historia sobresaliente de aprovechamiento farmacológico, pero las comunidades indígenas también cuentan con prácticas medicinales ancestrales a menudo despreciadas por el pragmatismo occidental. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.