El pobre níspero europeo ha sufrido una de esas confusiones
históricas que cambian el destino de un fruto. Durante siglos fue conocido como
el níspero a secas, hasta que, en el siglo XIX, apareció en Europa un recién
llegado desde Japón, Eryobotria japonica. Más llamativo, de hoja perenne
y con frutos que maduran temprano, conquistó huertos y mercados. Hoy lo
llamamos “níspero del Japón”, pero en la práctica todo el mundo lo conoce como
el níspero. El auténtico, el original, el europeo, quedó relegado a la
categoría de “¿y este qué es?” en los jardines botánicos.
Los frutos de Mespilus germanica son un ejercicio de
paciencia. Recién cogidos, son duros como balines y saben como si alguien
hubiera intentado concentrar el sabor de una aspirina en un fruto marrón.
Durante siglos en Inglaterra se los llamó con un cariñoso apodo que hoy no
pasaría un comité de ética: “open-arse” (“culo abierto”), en alusión a su
peculiar anatomía cuando maduran. No es la mejor tarjeta de presentación. Y,
sin embargo, tras las primeras heladas o después de pasar meses entre paja
—como si fueran manjares en un spa rústico—, los nísperos se transforman: se
ablandan, se vuelven dulces y toman un sabor que recuerda al moscatel con un
toque de pasas viejas. Si alguna vez ha visto a alguien comer uno, notará la
expresión de sorpresa: es la misma cara de quien muerde un pastel seco y
descubre que dentro había chocolate derretido.
En los inviernos de la Europa premoderna, cuando las manzanas ya habían desaparecido de las despensas y los plátanos eran todavía un rumor tropical, el níspero era un héroe discreto. Junto con serbales y acerolas, proporcionaba vitamina C en los meses más grises. Y lo hacía sin prisa: bien almacenados, podían aguantar hasta la primavera. Hoy, en un mundo con cítricos de Chile en enero y arándanos de Perú en febrero, cuesta imaginar la importancia de un fruto que había que dejar “medio pudrirse” para que fuera comestible.
Cervantes lo sabía. En la Primera Parte, capítulo 59 de El
Quijote, Don Quijote y Sancho Panza se tumban en el campo y se hartan de
bellotas y nísperos. Es un picnic tan humilde como encantador: ni faisanes ni
faisandé, solo frutos duros y dulzones recogidos en el camino. Un detalle
literario que nos recuerda que, en la España del Siglo de Oro, el níspero no
necesitaba explicación.
La historia del níspero europeo se remonta mucho más atrás.
Los romanos lo expandieron por todo el continente y lo llamaron Mespilus.
Plinio el Viejo lo incluyó en su catálogo, seguramente con la misma pasión con
la que hoy se describen nuevas apps. En castellano evolucionó a “níspero”, y
los españoles lo llevaron al Cono Sur. Allí se convirtió en fósil lingüístico:
en Chile, cuando algo es muy viejo, se dice que es “del año del níspero”. En el
sur de Cataluña y en Valencia, nyespla acabó significando pedrada o
puñetazo, una metáfora práctica para quien haya intentado hincarle el diente a
uno antes de tiempo. Pocas frutas pueden presumir de haber dejado tal estela de
refranes, insultos y expresiones coloquiales.
Botánicamente, el árbol tampoco busca protagonismo. Es un
arbolillo caducifolio de porte modesto, con hojas ásperas y flores blancas en
primavera. Los frutos, de tres a cinco centímetros, permanecen colgando en
otoño como pequeñas bombas de vitamina esperando su momento. El proceso que los
convierte en comestibles se llama bletting, término botánico que suena
sofisticado pero que básicamente significa “esperar a que se pasen un poco”. Lo
mismo que hacemos con los plátanos cuando los dejamos ennegrecer para hacer
bizcocho.
En la cocina tradicional, los nísperos fueron tan versátiles
como poco glamurosos. Se comían al natural, se cocían en compotas o se
transformaban en mermeladas de sabor complejo, entre dulce y ácido, con notas
de vino rancio. En Inglaterra se elaboraba un medlar cheese, una pasta
parecida al dulce de membrillo, y también licores. Imagínese un licor de moda
en un bar moderno de Londres llamado “Bletted Medlar Martini”: costaría
12 libras y los hipsters lo pedirían encantados, ignorando que es exactamente
lo que bebían los campesinos europeos hace quinientos años.
Linneo, cuando lo clasificó, lo conoció en Alemania y cometió el error de llamarlo germanica. En realidad, es mediterráneo de pura cepa. Pero el nombre quedó, igual que la idea de que era un árbol de segunda fila. Hoy sobrevive en huertos patrimoniales, jardines curiosos y recetas recuperadas por cocineros que disfrutan resucitando sabores medievales.
Comparado con su primo japonés, el europeo parece un hermano tímido: caducifolio, lento, que florece en primavera. El japonés, en cambio, es perenne, florece en otoño y prospera en inviernos suaves. Uno parece hecho para el turismo gastronómico, el otro para la arqueología culinaria. Pero ambos comparten algo: nos recuerdan que la fruta no siempre fue lo que encontramos hoy en el supermercado. A veces había que esperar, a veces había que conformarse, y a veces —como con el níspero europeo— había que confiar en que, debajo de esa corteza áspera, se escondía algo sorprendentemente dulce.