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sábado, 6 de septiembre de 2025

EL NÍSPERO AUTÉNTICO: EL EUROPEO (MESPILUS GERMANICA)

 

El pobre níspero europeo ha sufrido una de esas confusiones históricas que cambian el destino de un fruto. Durante siglos fue conocido como el níspero a secas, hasta que, en el siglo XIX, apareció en Europa un recién llegado desde Japón, Eryobotria japonica. Más llamativo, de hoja perenne y con frutos que maduran temprano, conquistó huertos y mercados. Hoy lo llamamos “níspero del Japón”, pero en la práctica todo el mundo lo conoce como el níspero. El auténtico, el original, el europeo, quedó relegado a la categoría de “¿y este qué es?” en los jardines botánicos.

Los frutos de Mespilus germanica son un ejercicio de paciencia. Recién cogidos, son duros como balines y saben como si alguien hubiera intentado concentrar el sabor de una aspirina en un fruto marrón. Durante siglos en Inglaterra se los llamó con un cariñoso apodo que hoy no pasaría un comité de ética: “open-arse” (“culo abierto”), en alusión a su peculiar anatomía cuando maduran. No es la mejor tarjeta de presentación. Y, sin embargo, tras las primeras heladas o después de pasar meses entre paja —como si fueran manjares en un spa rústico—, los nísperos se transforman: se ablandan, se vuelven dulces y toman un sabor que recuerda al moscatel con un toque de pasas viejas. Si alguna vez ha visto a alguien comer uno, notará la expresión de sorpresa: es la misma cara de quien muerde un pastel seco y descubre que dentro había chocolate derretido.

A: frutos del níspero japonés (Eriobotrya japonica). B-D: frutos del níspero europeo (Mespilus germanica). En las secciones longitudinales de un fruto (D) se aprecia como el proceso normal de maduración (sangrado) comienza en un lado del fruto. La carne manchada es marrón; la carne madura pero sin "sangrar" es blanca.

En los inviernos de la Europa premoderna, cuando las manzanas ya habían desaparecido de las despensas y los plátanos eran todavía un rumor tropical, el níspero era un héroe discreto. Junto con serbales y acerolas, proporcionaba vitamina C en los meses más grises. Y lo hacía sin prisa: bien almacenados, podían aguantar hasta la primavera. Hoy, en un mundo con cítricos de Chile en enero y arándanos de Perú en febrero, cuesta imaginar la importancia de un fruto que había que dejar “medio pudrirse” para que fuera comestible.

Cervantes lo sabía. En la Primera Parte, capítulo 59 de El Quijote, Don Quijote y Sancho Panza se tumban en el campo y se hartan de bellotas y nísperos. Es un picnic tan humilde como encantador: ni faisanes ni faisandé, solo frutos duros y dulzones recogidos en el camino. Un detalle literario que nos recuerda que, en la España del Siglo de Oro, el níspero no necesitaba explicación.

Nísperos representados en el Tacuinum Sanitatis, siglo XIV

La historia del níspero europeo se remonta mucho más atrás. Los romanos lo expandieron por todo el continente y lo llamaron Mespilus. Plinio el Viejo lo incluyó en su catálogo, seguramente con la misma pasión con la que hoy se describen nuevas apps. En castellano evolucionó a “níspero”, y los españoles lo llevaron al Cono Sur. Allí se convirtió en fósil lingüístico: en Chile, cuando algo es muy viejo, se dice que es “del año del níspero”. En el sur de Cataluña y en Valencia, nyespla acabó significando pedrada o puñetazo, una metáfora práctica para quien haya intentado hincarle el diente a uno antes de tiempo. Pocas frutas pueden presumir de haber dejado tal estela de refranes, insultos y expresiones coloquiales.

Botánicamente, el árbol tampoco busca protagonismo. Es un arbolillo caducifolio de porte modesto, con hojas ásperas y flores blancas en primavera. Los frutos, de tres a cinco centímetros, permanecen colgando en otoño como pequeñas bombas de vitamina esperando su momento. El proceso que los convierte en comestibles se llama bletting, término botánico que suena sofisticado pero que básicamente significa “esperar a que se pasen un poco”. Lo mismo que hacemos con los plátanos cuando los dejamos ennegrecer para hacer bizcocho.

En la cocina tradicional, los nísperos fueron tan versátiles como poco glamurosos. Se comían al natural, se cocían en compotas o se transformaban en mermeladas de sabor complejo, entre dulce y ácido, con notas de vino rancio. En Inglaterra se elaboraba un medlar cheese, una pasta parecida al dulce de membrillo, y también licores. Imagínese un licor de moda en un bar moderno de Londres llamado “Bletted Medlar Martini”: costaría 12 libras y los hipsters lo pedirían encantados, ignorando que es exactamente lo que bebían los campesinos europeos hace quinientos años.

Linneo, cuando lo clasificó, lo conoció en Alemania y cometió el error de llamarlo germanica. En realidad, es mediterráneo de pura cepa. Pero el nombre quedó, igual que la idea de que era un árbol de segunda fila. Hoy sobrevive en huertos patrimoniales, jardines curiosos y recetas recuperadas por cocineros que disfrutan resucitando sabores medievales. 

Comparado con su primo japonés, el europeo parece un hermano tímido: caducifolio, lento, que florece en primavera. El japonés, en cambio, es perenne, florece en otoño y prospera en inviernos suaves. Uno parece hecho para el turismo gastronómico, el otro para la arqueología culinaria. Pero ambos comparten algo: nos recuerdan que la fruta no siempre fue lo que encontramos hoy en el supermercado. A veces había que esperar, a veces había que conformarse, y a veces —como con el níspero europeo— había que confiar en que, debajo de esa corteza áspera, se escondía algo sorprendentemente dulce.