Si alguna vez te has quedado
mirando un girasol, puede que hayas notado dos cosas. Primero, que es
extraordinariamente difícil hacerlo sin parecer un poco bobo. Y segundo, que el
centro del girasol no es un caos de semillas, sino una especie de mosaico en
espiral, tan ordenado que casi da miedo.
Ese orden, por supuesto, no es
casualidad. Las semillas del girasol siguen un patrón matemático que responde a
algo llamado sucesión de Fibonacci. Ahora bien, si esto fuera un libro de
matemáticas, aquí pondría una fórmula y te invitaría a resolver problemas con
lápiz y papel. Pero como no lo es (y como nadie compra un café para que le
hablen de álgebra a primera hora de la mañana), digamos simplemente que la
sucesión de Fibonacci es una serie numérica muy simpática: cada número se
obtiene sumando los dos anteriores. Así: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… y así hasta
el infinito, o al menos hasta que a uno se le acabe la paciencia.
Lo asombroso es que esas cifras
no solo sirven para que los matemáticos se entretengan: aparecen por todas
partes en la naturaleza. Los girasoles, como decíamos, distribuyen sus semillas
siguiendo espirales que suelen dar números de Fibonacci. Se cuentan 21 y 34, o
34 y 55. El resultado es un disco perfectamente relleno, sin huecos raros ni
rincones desperdiciados. Es el equivalente botánico a un ingeniero obsesivo que
se pasa la vida diseñando cajas donde nada sobra ni falta.
Fibonacci, el viajero que
trajo conejos
Antes de perderse en los pétalos
del girasol, conviene hablar del personaje que da nombre a esta sucesión:
Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci. El nombre parece sacado de una
ópera italiana, pero en realidad se trataba de un comerciante del siglo XIII.
Hijo de un funcionario de aduanas, pasó su juventud en el norte de África,
donde descubrió que los mercaderes árabes tenían un sistema numérico bastante
más útil que los incómodos números romanos. (Imagina calcular el IVA con cifras
como XXVII o CDXLIII: a cualquiera se le quitan las ganas de comerciar).
Fibonacci quedó fascinado y
escribió un libro, el Liber Abaci (1202), para convencer a Europa de que
adoptara los números “arábigos” y, de paso, el cero. Europa, que siempre ha
tenido una relación complicada con las novedades, tardó siglos en hacerle caso.
Pero al menos aquel tratado dejó una joya: el famoso problema de los conejos.
El enunciado era simple: ¿cuántos
conejos se obtienen al cabo de un año si una pareja produce otra pareja cada
mes, y cada nueva pareja comienza a reproducirse al cabo de dos meses? La
respuesta, sorprendentemente, sigue la misma sucesión que las semillas del
girasol. Aunque, para ser justos, la realidad biológica es menos matemática:
los conejos reales tienen costumbres más caóticas y, además, tienden a
escaparse.
La obsesión del número áureo
Muy pronto, la sucesión se casó
con otra idea matemática: la del número áureo. Ese número (1,618033…) aparece
cuando dividimos un número de Fibonacci entre el anterior. Cuanto más avanzamos
en la serie, más se aproxima al valor exacto. Los artistas y arquitectos del
Renacimiento se obsesionaron con él: lo llamaban “proporción divina” y lo
usaban para todo, desde iglesias hasta cuadros.
Aunque la mitad de esas aplicaciones son discutibles (nadie está muy seguro de que la Mona Lisa siga el número áureo, por ejemplo), la fascinación perdura. Incluso la Bolsa de Nueva York ha tenido su romance con Fibonacci: algunos analistas creen que los precios suben y bajan siguiendo proporciones relacionadas con la sucesión. (La realidad suele ser más prosaica: los precios suben cuando alguien compra mucho y bajan cuando alguien vende mucho. Pero hay quien se siente más seguro poniendo fórmulas al caos).
Naturaleza en espiral
Volvamos a la naturaleza. ¿Por
qué tantos organismos usan la espiral de Fibonacci? Porque la vida tiende a ser
eficiente. En el caso del girasol, se trata de empaquetar semillas en un
espacio reducido. En las piñas y las alcachofas, el patrón organiza las escamas
para que crezcan sin estorbarse. En las conchas marinas, la espiral permite que
el animal amplíe su vivienda sin tener que mudarse cada semana.
Incluso las galaxias parecen
haber encontrado consuelo en este diseño. La Vía Láctea es una galaxia espiral,
y aunque su forma no responde exactamente a Fibonacci, se parece lo suficiente
para que la comparación sea tentadora. Johannes Kepler, el astrónomo del siglo
XVII, ya sospechaba que las espirales tenían algo de universal. Se pasó años
buscando fórmulas que explicaran la disposición de los planetas, aunque nunca
llegó a resolverlo del todo. (Tampoco le fue mal: descubrió las leyes del
movimiento planetario, que no es poca cosa).
Fibonacci en la era digital
Y no, la historia no se queda en
flores y conchas. Los algoritmos informáticos usan la sucesión en ciertas
búsquedas y ordenaciones de datos, porque resulta sorprendentemente eficaz.
Incluso la arquitectura contemporánea la ha reciclado: algunos edificios juegan
con proporciones inspiradas en el número áureo, aunque, como con Leonardo da
Vinci, no siempre está claro si es ciencia, arte o simple marketing.
Lo cierto es que la sucesión de
Fibonacci se ha convertido en una especie de fetiche cultural. Se la invoca
para explicar desde la forma de un violín hasta el tamaño de una tarjeta de
crédito. A veces es verdad; a veces, puro entusiasmo. Pero el magnetismo está
ahí: la idea de que la naturaleza y la matemática comparten un lenguaje secreto
que se deja entrever en lugares inesperados.
Una lección escondida en el
jardín
Lo que no admite discusión es que la sucesión aparece una y otra vez en los procesos naturales. Y que, en cierto modo, resume una verdad incómoda: la naturaleza sabe hacer las cosas mejor que nosotros. Mientras pasamos horas discutiendo sobre urbanismo, tráfico o cómo colocar los cubiertos en la mesa, las plantas ya resolvieron hace siglos el problema de la eficiencia.
De modo que la próxima vez que te cruces con un girasol, no lo mires solo como una flor alta y un poco narcisista. Piensa en él como una calculadora viviente, un recordatorio de que, debajo de la aparente simplicidad de la vida, se esconde un engranaje matemático que lo gobierna todo. Y si alguien te sorprende contemplando el centro de un girasol con gesto absorto, siempre puedes decir: “No es que esté mirando una flor. Estoy estudiando geometría cósmica”. Suena mucho más interesante.