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jueves, 28 de febrero de 2013

El ADN cumple años


Hoy, 28 de febrero, se cumplen sesenta años de la descodificación de la estructura del ADN, el acta fundacional de la revolución biológica más importante desde que un siglo antes Darwin formulara su hipótesis sobre el origen de las especies. 

Los parroquianos del Eagle, un pub de Cambridge desde el que se divisan las torres góticas del King’s College, estaban acostumbrados a que alguno de los excéntricos científicos de la universidad entrara de vez en cuando anunciando que había descubierto “el no va más”. Por eso, cuando el 28 de febrero de 1953 James Watson, un desgarbado científico norteamericano de veinticinco años, y Francis Crick, su jefe inglés ocho años mayor, anunciaron a voces que habían descifrado el secreto de la vida, los parroquianos siguieron bebiendo sus pintas, lanzando dardos y discutiendo acerca de si el primer ministro Churchill era un carcamal cuyo tiempo político ya había pasado. No tenían por qué saber que aquellos dos jóvenes decían la verdad: habían desencriptado la doble hélice, la estructura del ADN, el constituyente básico de los genes. 


Watson y Crick no hicieron ni un solo experimento de laboratorio antes de encontrar la estructura definitiva. Trabajaron con la información disponible, principalmente con los datos que la cristalógrafa Rosalind Franklin -quien habría recibido también el Nobel de no haber fallecido prematuramente en 1958- había obtenido estudiando cristales de ADN, pero también con los datos obtenidos por otros científicos. A lo largo de horas y horas de discusión en la que no faltaron las celebradas en el Eagle, elaboraron un modelo teórico. 



Después construyeron figuras de cartulina que representaban las moléculas y las dispusieron de todas las maneras posibles hasta encontrar una configuración que les pareció satisfactoria. El método con el que descubrieron la estructura del ADN puede compararse en cierto modo con la resolución del cubo de Rubick. El artículo que expuso el sensacional hallazgo a la comunidad científica se publicó el 25 de abril 1953 en la revista Nature y apenas ocupa una página. Así de simple es la estructura del ADN. En 1962, cuando Watson, Crick y su compañero de laboratorio, el neozelandés Maurice Wilkins, recibieron el Nobel, se estaba gestando una nueva especialidad en los laboratorios de Biología Molecular. Era la Ingeniería Genética, la tecnología que permite analizar y manipular el ADN y transferirlo de un organismo a otro.

El principal problema que enfrentaban quienes trabajaban con ADN era la excesiva longitud de esta molécula. Una molécula de ADN humano completamente extendida mide unos cuantos centímetros. A escala humana parece poca cosa, pero comparada con cualquier otra molécula presente en los seres vivos es gigantesca. No se podría avanzar gran cosa hasta que se descubrieran las tijeras y el pegamento adecuados para cortarla y unir los trozos sueltos. Primero se descubrió el pegamento, una enzima llamada ADN-ligasa que, como su nombre indica, liga fragmentos de ADN, formando una molécula a partir de dos. En 1967, gracias al uso de esta enzima, Arthur Kornberg (que había logrado el Nobel de 1959 junto a Severo Ochoa por los experimentos que consiguieron sintetizar la enzima ADN-polimerasa a partir de moléculas de nucleótidos en ausencia de células vivas), logró multiplicar en un tubo de ensayo el ADN de un virus. 


Tres años después se descubrieron las tijeras para cortar ADN, una familia de proteínas conocidas como endonucleasas de restricción, cada una de las cuales es capaz de reconocer una secuencia característica de nucleótidos dentro de una molécula de ADN y cortarlo en ese punto en concreto. El Nobel de Medicina de 1978 fue concedido a los microbiólogos Arber, Nathans y Smith por ese descubrimiento que condujo al desarrollo de la tecnología de ADN recombinante, cuyo primer uso práctico trabajo fue la manipulación del organismo procariota más estudiado por el ser humano, la bacteria Escherichia coli, para producir insulina humana para los diabéticos.


El descubrimiento de esas herramientas, las tijeras (endonucleasas) y el pegamento (ligasas), permitió dar un paso gigantesco en la manipulación del ADN. A partir de ese momento, el desarrollo de la ingeniería genética se volvió tan imparable como lento. Quedaba un gran problema por resolver: el “corta-pega” era un trabajo enormemente tedioso que consumía horas y horas de trabajo rutinario que podían reducirse si alguien encontraba la técnica adecuada. 



Aquí entra en la historia el bioquímico estadounidense, Kary Banks Mullis, muy conocido por la invención de la técnica para amplificar secuencias de ADN y menos conocido por sus heterodoxas opiniones sobre el virus del sida y el cambio climático. Cuando publicó en 1988 su autobiografía Dancing naked in the mind field, Mullis contó que la idea se le ocurrió mientras iba conduciendo por la carretera 128 a través de las suaves colinas de California. Era una cálida noche de mayo de 1983, las ventanillas estaban bajadas y dejaban entrar el penetrante aroma de los castaños californianos. Acurrucada en el asiento del acompañante, su novia dormía profundamente. 

Mullis tenía entonces treinta y nueve años y trabajaba como ingeniero genetista para Cetus, una empresa de biotecnología. Era uno de esos técnicos que se aburrían copiando moléculas de ADN en tubos de ensayo. Era una tarea tediosa porque no había ninguna forma rápida de obtener numerosas copias de un gen perdido en medio de una gigantesca molécula de ADN. Lo que se le ocurrió a Mullis aquella noche fue un método para obtener millones de copias de un segmento de ADN contenido en una molécula mucho más grande.

Todo se basaba en desarrollar una reacción en cadena. No importaba cuán larga fuera la molécula de ADN original, porque el método permitía copiar únicamente el segmento deseado. En el primer ciclo se obtenían dos moléculas a partir de una. En el segundo ciclo se obtenían dos a partir de cada una de las dos copias anteriores, es decir cuatro. En el tercer ciclo el número de copias se duplicaba a ocho y en el siguiente a dieciséis, y así sucesivamente. En unas pocas horas se podía completar una gran cantidad de ciclos y conseguir una cantidad impresionante de copias.


¡Eureka!, exclamó Mullis, y se detuvo en el arcén. Buscó lápiz y papel en la guantera. Calculó que repitiendo el ciclo diez veces se producían unas mil moléculas, repitiéndolo veinte se producía un millón, repitiéndolo treinta, mil millones. “Se me acaba de ocurrir algo increíble”, le dijo a su novia. Ella se removió en el asiento y siguió durmiendo. Mullis reanudó el viaje. Un kilómetro y medio más adelante volvió a detenerse. Estaba empezando a comprender la magnitud de su descubrimiento. Si el método funcionaba, permitiría hacer la cantidad de copias que uno quisiera del fragmento de ADN que uno deseara. Lo usarían todos los laboratorios del mundo. Se haría famoso. Le darían el premio Nobel. Acertó: el Nobel de Química lo recibió en 1993.

El método ideado por Mullis es el PCR (abreviatura en inglés de Reacción en Cadena de la Polimerasa), una técnica usada actualmente de forma tan rutinaria por miles de laboratorios de todo el mundo que hasta los estudiantes pueden realizar sus prácticas con métodos que cuando yo estudié biología eran pura ciencia ficción. Las noticias con ADN se han convertido en cosa de todos los días porque las aplicaciones de esa especie de fotocopiaje genético son innumerables. Una de ellas, frecuentemente usada por paleontólogos y biólogos evolucionistas para recuperar el ADN de restos fósiles y establecer relaciones de parentesco, ha saltado este mes a la prensa gracias a su empleo en la identificación de los restos del desdichado rey inglés Ricardo III. 


No es el primer caso de su empleo para el reconocimiento de las sagas reales, pero esa es una interesante historia que reservo para otro día.