Vistas de página en total

domingo, 19 de abril de 2020

Olor a lluvia, olor a vida: la coevolución de actinobacterias y colémbolos

El colémbolo Tetrodontophora bielanensis. Foto de S. P. Hopkin. Fuente.

El característico aroma fresco que sucede a la lluvia no es solo olor a tierra húmeda. Es el cebo químico que algunas bacterias han estado utilizando para atraer pequeños artrópodos durante más de 400 millones de años.

La geosmina (en griego olor de la tierra) es el compuesto químico responsable del aroma de la tierra refrescada por la lluvia. En 1965 dos microbiólogos de la Universidad Estatal de New Jersey la aislaron por primera a partir de cultivos de Streptomyces griseus, una actinobacteria. Las bacterias del género Streptomyces, en el que se incluyen unas 500 especies, son microorganismos muy utilizados en medicina dada su capacidad de producir antibióticos, entre ellos agentes antibacterianos muy conocidos como la tetraciclina y la eritromicina, antifúngicos como la nistatina y agentes antitumorales, antihelmínticos e inmunosupresores, entre otros.

Estudios posteriores aislaron geosmina en otros organismos como las cianobacterias (los organismos vivos más antiguos) y en algunos hongos filamentosos, como Penicillium expansum. La investigación del genoma de Streptomyces permitió determinar en 2002 el gen productor de su característico aroma, que, al ser manipulado experimentalmente y suprimido de la bacteria, detenía la síntesis de geosmina.

Este compuesto es importante para los vertebrados que habitan el desierto, principalmente para los camélidos, que al percibir su olor pueden detectar el agua a decenas de kilómetros de distancia. Los nematodos y los insectos también se benefician de este compuesto: al captarlo se dirigen hacia donde hay humedad.

Sabido es que, más allá de la imaginación de Patrick Süskind, la capacidad olfativa de los humanos no es especialmente aguda; sin embargo, podemos detectar el aroma característico de la geosmina en concentraciones tan bajas como 100 partes por billón. Si quieren imaginar lo que esto significa, los famosos órganos olfatorios de los tiburones solo son capaces de detectar carne fresca cuando las concentraciones de sangre en el agua de mar son mucho mayores, de aproximadamente una parte por millón.

La geosmina impregna los miles de millones de esporas de las bacterias del suelo y eso sugiere que su síntesis les otorga una ventaja selectiva sobre otras bacterias, porque de lo contrario no la sintetizarían. Conociendo la capacidad dispersora de muchos frutos y semillas que tienen muchos animales, desde hormigas a elefantes, y el papel que juega en ellos la emisión de olores, cabía sospechar que la geosmina bien pudiera ser una señal olfativa para algún animal o insecto que ayudara a propagar las esporas.

Para ver qué animales se sienten atraídos por el olor, un grupo internacional de investigadores estableció una red de trampas en un bosque en Alnarp, Suecia. Algunas trampas fueron cebadas con Streptomyces y otras con harina de soja. El pasado de abril, un artículo en la revista Nature Microbiology ofrecía los resultados de la investigación.

Streptomyces griseus. Fuente.
En experimentos de campo y laboratorio, los investigadores comprobaron que la geosmina y otro compuesto [2-metilisoborneol (2-MIB)], liberados por colonias de Streptomyces atraían masas de pequeños colémbolos, unos animales diminutos (de unos 5 mm) que, aunque no los veamos, son, probablemente, los animales más numerosos de la Tierra: hasta 62.000 individuos por m2.

Puestos a indagar, los investigadores insertaron electrodos en las antenas de los colémbolos, y dado que los apéndices se retorcían cada vez que los compuestos químicos contactaban con ellas, es muy probable que las antenas pueden “sintonizarse” específicamente a la geosmina y al 2-MIB.

Si uno fuera Darwin, que no lo es, diría que esas actinobacterias bacterias y los colémbolos coevolucionaron para formar una relación simbiótica. Streptomyces usa la geosmina para atraer colémbolos hambrientos; estos se comen las poblaciones de bacterias envejecidas y a cambio propagan las esporas por todas partes. Los colémbolos esparcen las esporas a través de sus excrementos, mientras que las adheridas a sus cuerpos se desprenden cuando se mueven. Eso es exactamente lo mismo que hacen los pájaros frugívoros: consiguen comida, pero también distribuyen las semillas, lo que beneficia a las plantas.

También hay pruebas de que estas actinobacterias prefieren a los colémbolos para transmitir sus esporas. De la miríada de compuestos producidos por Streptomyces, muchos son mortales para hongos, insectos y nematodos. Los colémbolos, por su parte, se separaron del árbol genealógico de los insectos hace aproximadamente 500 millones de años y poseen enzimas capaces de hacer frente a los cócteles químicos de Streptomyces, lo que no logran otros organismos, incluidos sus parientes cercanos, los insectos.

Cuando estudié Microbiología me enseñaron que las esporas de Streptomyces, como las de otros muchos organismos, se distribuyes gracias al viento y al agua, pero hay que reconocer que en los pequeños poros del interior del suelo hay poco espacio para que el viento o el agua sirvan para algo más que para respirar.

Así las cosas, los pequeños y primitivos colémbolos resultan imprescindibles para completar el ciclo de vida de Streptomyces, una de las fuentes más importantes de antibióticos conocidos, cerrando el círculo de una simbiosis que probablemente tenga cientos de millones de años, de la que, al fin y al cabo, como en tantas otras cosas, los humanos salimos beneficiados.

La próxima vez que huela a tierra mojada, sepa que el mismo aroma que arrebata su cerebro a través de sus fosas nasales ha perfumado la Tierra primitiva desde hace millones de años. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca