El agave es más famoso por lo que
la gente cree que es —un cactus— que por lo que realmente es: un primo botánico
del espárrago, al que acompaña como uno más de los componentes del orden
botánico de los Asparagales. Entre sus parientes, además de los espárragos, se
cuentan los bulbosos jacintos (Hyacinthus), las
cebollas albarranas (Scilla),
los majestuosos dragos (Dracaena)
y las yucas (Yucca
y Nolina) del
desierto, lo cual lo hace aún más desconcertante. Tampoco es cierto que
florezca cada cien años: muchos ejemplares lo hacen en una década, aunque
“planta del siglo” suene más poético que “planta de la década”.
De ese tallo único y efímero
nacerían las bebidas mexicanas más célebres. El tequila, el mezcal… y mucho
antes que ellos, el pulque, una fermentación modesta de la savia de agave, el
llamado aguamiel.
Una bebida de dioses y conejos
Hace dos mil años, en Cholula, ya
se pintaban murales con gente bebiendo pulque. En el códice
azteca Fejérváry-Mayer aparece la diosa Mayahuel, madre del
agave, amamantando a sus cuatrocientos hijos, los Centzon Totochtin,
conejos borrachos y divinos. El pulque era sagrado: alimento, rito y licencia
para la embriaguez ritual.
En la época prehispánica se creía que
cuando alguien tomaba pulque era poseído por uno de los 400 conejos y por eso
su personalidad cambiaba.
El arqueólogo de nariz delicada
La prueba más extraña de esta
antigüedad vino en los años cincuenta, cuando el botánico canadiense Eric
Callen decidió estudiar coprolitos: heces humanas fosilizadas halladas en
las excavaciones arqueológicas. Sus colegas se burlaban de él por dedicarse a
una especialidad tan rara, pero hizo unos descubrimientos asombrosos sobre la
dieta de los pueblos antiguos. Callen aseguraba que podía confirmar la
presencia de «cerveza de maguey» (este es el nombre popular de los agaves) en
unas heces de hace dos mil años sólo por el olor que desprendían las muestras
rehidratadas en el laboratorio. Es difícil saber qué admirar más: su olfato o
la intensidad aromática de un pulque añejo.
Ese olor no era invención de
Callen. El cronista del siglo XVI Francisco
López de Gómara lo dejó claro: «No hay perro muerto ni bomba que pueda
despejar tan bien un camino como el olor del pulque». Lo describió como un hedor
penetrante, capaz de abrir paso en una calle atestada. Y aún hoy, para los no
iniciados, el primer sorbo puede resultar un reto.
Existen variantes llamadas
pulques curados, aromatizados con frutas o frutos secos, que suavizan la
aspereza. Pero en su estado natural el pulque conserva algo de agreste, como la
propia planta que lo engendra.
Cómo se elabora el pulque
Para hacer pulque, se corta el
tallo del agave en cuanto empieza a brotar el tallo florido. La planta espera
toda su vida ese momento, acumulando azúcares durante una década o más,
preparándose para el nacimiento de ese único apéndice del que brotarán primero
las flores y, a partir de estas, los frutos y las semillas que asegurarán su
descendencia.
Al cortarlo, se obliga a la base
a expandirse, sin crecer en altura. En ese momento, se tapa la herida y se deja
descansar unos meses para que se vaya acumulando la savia que la planta
destinaba a su tallo florido. Luego se pincha otra vez, para que el núcleo
central del tallo (el “corazón”, en la jerga de los cultivadores) se pudra.
A continuación, se extrae ese
núcleo descompuesto y se rasca el interior de la cavidad varias veces, con el
objeto de irritar a la planta y que fluya la savia. Una vez que empieza a fluir
en abundancia, la savia se recoge cada día con un tubo de goma, que en la
antigüedad era una pipeta, hecha con una calabaza, llamada «acocote», un trozo
largo y delgado de Lagenaria vulgaris,
la calabaza botella común que se usa también para elaborar cuencos e
instrumentos musicales.
Un solo agave puede dar cuatro
litros de savia al día a lo largo de varios meses, en total, más de novecientos
litros, mucho más de lo que la planta podría contener en un momento dado. Al
final, la savia se seca y el agave se marchita y muere. Los agaves son
monocárpicos, es decir, sólo florecen una vez y luego mueren, de modo que la
cosa no es tan trágica como podría parecer. La savia necesita menos de un día
para fermentar y luego ya está lista para beber. Suele añadirse una pequeña
porción del lote anterior, la «madre», para iniciar el proceso.
La savia fermenta rápidamente
gracias a una bacteria que aparece de forma natural, la Zymomonas mobilis,
que vive en el agave y en otras plantas tropicales con las que se hace alcohol,
como la caña de azúcar, la palma y el cacao. Es el catalizador perfecto para
convertir la savia de agave en pulque. Esa bacteria no trabaja sola: tiene un
par de ayudantes. Saccharomyces cerevisiae, la levadura habitual para
hacer cerveza, ayuda a la fermentación, igual que la bacteria Leuconostoc
mesenteroides, que crece en las verduras y también fermenta los encurtidos
y el chucrut. Estos y otros microorganismos producen una fermentación rápida,
espumosa.
El pulque tiene poco alcohol,
sólo alrededor de un cinco por ciento de graduación alcohólica volumétrica, y
tiene un gusto ligeramente agrio, como las peras o los plátanos una vez pasado
su punto de maduración óptimo. Es un sabor al que hay que acostumbrarse.
Una embriaguez ligera
La paradoja del pulque es que,
pese a tanta carga simbólica y olorosa, apenas contiene alcohol: unos cinco
grados, lo mismo que una cerveza ligera. Comparado con el tequila o el mezcal,
que rondan el 40%, o con un buen güiqui o coñac, que pueden llegar a 45 grados,
el pulque es una bebida benigna, más nutritiva que embriagadora.
De hecho, con sus vitaminas y
minerales, llegó a considerarse alimento. Más un yogur alcohólico que un licor
para valientes. El tequila enardece, el mezcal filosofea, el coñac inspira
discursos; el pulque, en cambio, alimenta.
La vida breve del pulque
La tradición de beber decayó
frente a la cerveza industrial, pero en los últimos años las pulquerías vuelven
a llenarse, y no solo en México. San Diego y otras ciudades fronterizas
redescubren su encanto ancestral.
El pulque, con su olor inolvidable y su fuerza discreta, resume la ironía de las bebidas alcohólicas: no siempre gana la graduación más alta, a veces basta con un trago fermentado que une arqueólogos, cronistas, dioses conejo y bebedores urbanos en un mismo ritual.
Ni tequila, ni güisqui, ni coñac pueden presumir de haber sido detectados en coprolitos. El pulque sí. Y eso lo hace, por decirlo suavemente, inolvidable.