En los inviernos del norte,
cuando los árboles se quedan desnudos y las ramas parecen los huesos de un
gigante abandonado por los dioses, hay algo que llama la atención del
caminante: unas bolas verdes, redondas, casi perfectas, que cuelgan de los
álamos o de los manzanos como si fueran nidos extraterrestres. No tienen
derecho a estar ahí, tan vivas cuando todo a su alrededor parece resignado al
sueño. Y sin embargo, ahí está el muérdago, el viejo Viscum, haciendo su
vida a costa de otra, como un huésped que se instala en la casa ajena para
pasar el invierno y termina convirtiéndose en parte del mobiliario.
El muérdago es una criatura
ambigua. Ni completamente parásito ni del todo independiente, tiene esa
elegancia de los seres que viven entre dos mundos. Posee hojas verdes que
fabrican azúcar con la luz, pero se niega a buscar agua por sí mismo. En vez de
raíces, perfora la corteza del árbol y le roba la savia con unas estructuras
llamadas haustorios, que tienen nombre de monstruo marino y aspecto de garras
microscópicas. No suele matar a su anfitrión, pero tampoco le hace favores: es
el tipo de invitado que enciende la calefacción, usa las mejores toallas y
alaba la comida sin ofrecerse jamás a fregar.
Quizá sea esa doble naturaleza la
que ha fascinado a los humanos durante milenios. En pleno invierno, cuando la
vida parece suspendida, el muérdago permanece verde, silencioso y firme, como
si supiera algo que los demás ignoran. Las bayas que produce son pequeñas
perlas blancas, viscosas, tan bonitas como peligrosas: en su interior guardan
una química torcida, una especie de mal genio molecular. Contienen lectinas y
viscotoxinas, nombres que suenan a personajes de novela gótica y que, en
efecto, pueden provocar problemas serios si alguien decide comérselas. El
muérdago no se anda con bromas: puede resultar tóxico, y aun así lo hemos
convertido en símbolo de buena suerte. Cosas de la condición humana.
Antes de que la Navidad lo
adoptara como adorno oficial, ya era objeto de reverencias mucho más antiguas.
Los druidas galos, según escribió Plinio, lo consideraban una manifestación
terrestre de lo sagrado. Para ellos, que una planta viviera suspendida en el
aire, sin tocar la tierra, era un signo inequívoco de que los dioses habían
puesto allí la mano. Lo cortaban con hoz de oro —el oro siempre añade
solemnidad—, recogían la rama en un paño blanco y celebraban la escena como si
hubieran capturado un rayo de luna.
Los mitos nórdicos lo
convirtieron en arma. Balder, el dios que no podía morir, cayó abatido por una
flecha de muérdago, pues Frigg, su madre, había pedido a todas las criaturas
del mundo que prometieran no hacerle daño… excepto al muérdago, que le pareció
demasiado pequeño e inofensivo como para incluirlo en la lista. En los mitos,
como en la vida diaria, las omisiones suelen salir caras. Desde entonces, el
muérdago lleva consigo una reputación extraña: por un lado, planta de amor y
renacimiento; por otro, recordatorio de lo frágil que es la protección cuando
uno confía en exceso.
Y, sin embargo, durante siglos se
le atribuyeron virtudes medicinales. Los viejos herbarios lo recomendaban para
casi todo: la tensión alta, la epilepsia, los nervios, la impotencia de
espíritu. A veces funcionaba —por casualidad o por química— y a veces no. Pero
en la Europa del siglo XX el muérdago volvió a los laboratorios como un actor
inesperado: ciertos extractos parecían estimular el sistema inmune de pacientes
con cáncer. No era la panacea, ni mucho menos, pero sí el eco moderno de
aquella idea antigua de que el muérdago guarda un poder ambiguo, peligroso y a
la vez prometedor.
¿Cómo llegó entonces a nuestras
chimeneas, coronando las fiestas navideñas con esa rama verde bajo la que se
besan los enamorados? La culpa, en parte, es de los victorianos, que tenían
talento para rescatar tradiciones paganas y darles un aire respetable. Vieron
en el muérdago un símbolo de vida persistente y de paz: si dos enemigos se
encontraban bajo él, debían declarar una tregua. Un símbolo así encaja de
maravilla entre villancicos y luces. Luego vino el romanticismo: cada beso bajo
el muérdago, decían, debía corresponderse con una baya retirada. Cuando el
racimo quedaba sin frutos, cesaban los besos. Había que racionar la pasión.
Hoy lo seguimos colgando en las puertas, aunque casi nadie sepa de lectinas, druidas o mitologías nórdicas. Lo hacemos por esa intuición antigua que perdura en lo cotidiano: la de que algunas plantas parecen saber más de la vida de lo que aparentan. El muérdago, con su esfera verde y su resistencia al frío, nos recuerda que incluso en mitad del invierno hay cosas que se empeñan en seguir vivas. Y que, por una vez, no está mal dejarse llevar por la superstición: si uno se encuentra bajo un muérdago y aparece alguien dispuesto a besarlo, lo sensato es no desafiar a los dioses.