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miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL MUÉRDAGO: UNA ESFERA VERDE EN MITAD DEL INVIERNO

 

En los inviernos del norte, cuando los árboles se quedan desnudos y las ramas parecen los huesos de un gigante abandonado por los dioses, hay algo que llama la atención del caminante: unas bolas verdes, redondas, casi perfectas, que cuelgan de los álamos o de los manzanos como si fueran nidos extraterrestres. No tienen derecho a estar ahí, tan vivas cuando todo a su alrededor parece resignado al sueño. Y sin embargo, ahí está el muérdago, el viejo Viscum, haciendo su vida a costa de otra, como un huésped que se instala en la casa ajena para pasar el invierno y termina convirtiéndose en parte del mobiliario.

El muérdago es una criatura ambigua. Ni completamente parásito ni del todo independiente, tiene esa elegancia de los seres que viven entre dos mundos. Posee hojas verdes que fabrican azúcar con la luz, pero se niega a buscar agua por sí mismo. En vez de raíces, perfora la corteza del árbol y le roba la savia con unas estructuras llamadas haustorios, que tienen nombre de monstruo marino y aspecto de garras microscópicas. No suele matar a su anfitrión, pero tampoco le hace favores: es el tipo de invitado que enciende la calefacción, usa las mejores toallas y alaba la comida sin ofrecerse jamás a fregar.

Quizá sea esa doble naturaleza la que ha fascinado a los humanos durante milenios. En pleno invierno, cuando la vida parece suspendida, el muérdago permanece verde, silencioso y firme, como si supiera algo que los demás ignoran. Las bayas que produce son pequeñas perlas blancas, viscosas, tan bonitas como peligrosas: en su interior guardan una química torcida, una especie de mal genio molecular. Contienen lectinas y viscotoxinas, nombres que suenan a personajes de novela gótica y que, en efecto, pueden provocar problemas serios si alguien decide comérselas. El muérdago no se anda con bromas: puede resultar tóxico, y aun así lo hemos convertido en símbolo de buena suerte. Cosas de la condición humana.

Antes de que la Navidad lo adoptara como adorno oficial, ya era objeto de reverencias mucho más antiguas. Los druidas galos, según escribió Plinio, lo consideraban una manifestación terrestre de lo sagrado. Para ellos, que una planta viviera suspendida en el aire, sin tocar la tierra, era un signo inequívoco de que los dioses habían puesto allí la mano. Lo cortaban con hoz de oro —el oro siempre añade solemnidad—, recogían la rama en un paño blanco y celebraban la escena como si hubieran capturado un rayo de luna.

Los mitos nórdicos lo convirtieron en arma. Balder, el dios que no podía morir, cayó abatido por una flecha de muérdago, pues Frigg, su madre, había pedido a todas las criaturas del mundo que prometieran no hacerle daño… excepto al muérdago, que le pareció demasiado pequeño e inofensivo como para incluirlo en la lista. En los mitos, como en la vida diaria, las omisiones suelen salir caras. Desde entonces, el muérdago lleva consigo una reputación extraña: por un lado, planta de amor y renacimiento; por otro, recordatorio de lo frágil que es la protección cuando uno confía en exceso.

Y, sin embargo, durante siglos se le atribuyeron virtudes medicinales. Los viejos herbarios lo recomendaban para casi todo: la tensión alta, la epilepsia, los nervios, la impotencia de espíritu. A veces funcionaba —por casualidad o por química— y a veces no. Pero en la Europa del siglo XX el muérdago volvió a los laboratorios como un actor inesperado: ciertos extractos parecían estimular el sistema inmune de pacientes con cáncer. No era la panacea, ni mucho menos, pero sí el eco moderno de aquella idea antigua de que el muérdago guarda un poder ambiguo, peligroso y a la vez prometedor.

¿Cómo llegó entonces a nuestras chimeneas, coronando las fiestas navideñas con esa rama verde bajo la que se besan los enamorados? La culpa, en parte, es de los victorianos, que tenían talento para rescatar tradiciones paganas y darles un aire respetable. Vieron en el muérdago un símbolo de vida persistente y de paz: si dos enemigos se encontraban bajo él, debían declarar una tregua. Un símbolo así encaja de maravilla entre villancicos y luces. Luego vino el romanticismo: cada beso bajo el muérdago, decían, debía corresponderse con una baya retirada. Cuando el racimo quedaba sin frutos, cesaban los besos. Había que racionar la pasión.

Hoy lo seguimos colgando en las puertas, aunque casi nadie sepa de lectinas, druidas o mitologías nórdicas. Lo hacemos por esa intuición antigua que perdura en lo cotidiano: la de que algunas plantas parecen saber más de la vida de lo que aparentan. El muérdago, con su esfera verde y su resistencia al frío, nos recuerda que incluso en mitad del invierno hay cosas que se empeñan en seguir vivas. Y que, por una vez, no está mal dejarse llevar por la superstición: si uno se encuentra bajo un muérdago y aparece alguien dispuesto a besarlo, lo sensato es no desafiar a los dioses.