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viernes, 21 de febrero de 2020

Del Génesis a Harry Potter: el fantástico embrujo de las mandrágoras

Flores de Mandragora autumnalis.
Mis lectores más jóvenes recordarán un episodio de la novela Harry Potter y la cámara secreta en el que la profesora Pomona Sprout enseña a Harry y a sus compañeros del colegio Hogwarts cómo trasplantar unas pequeñas mandrágoras, una tarea para la que les recomienda que usen orejeras.
«El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo escuche», explica la sabionda Hermione. Pero las plantas con las que los chicos están aprendiendo «son apenas de semillero», indica la profesora, por lo que «su llanto no mata aún... aunque pueden dejarte inconsciente por varias horas».
Los aprendices de mago se tapan los oídos mientras que Harry saca una mandrágora de su maceta. «En vez de raíces, lo que salió fue un bebé extremadamente feo, embarrado y pequeño. Tenía la piel de un color verde pálido jaspeado y estaba claramente chillando con toda la fuerza que le daban sus pulmones».
Al recrear esa escena, J. K. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, recordaba a la enamorada de Verona, la protagonista de una de las piezas teatrales más conocidas de William Shakespeare Romeo y Julieta. Antes de ingerir el bebedizo con el que fingirá acabar con su vida, Julieta se despide con un largo monólogo del que entresaco este párrafo (Escena III, Acto IV):
«¡Ay! ¡Ay! ¿Cómo es posible que al despertarme de improviso no enloquezca ante tan espeluznantes horrores y emanaciones tan pestilentes, y entre unos chillidos semejantes a los de la mandrágora al ser arrancada de la tierra, que hacen perder el juicio a los mortales que los escuchan?»
Estas son, sin duda, dos de las referencias literarias más conocidas de la mandrágora, la planta de las brujas, pero no son ni de lejos las más antiguas. La más antigua aparece en el Génesis (30:14), el primer libro de la Toráh judía y del Antiguo Testamento cristiano, cuando Raquel, la primera y estéril esposa de Jacob, acuerda con su hermana Lea, segunda esposa de Jacob, a quien le había dado ya cuatro hijos antes de ser aborrecida, que pase la noche con su esposo a cambio de unas mandrágoras que Rubén, el hijo mayor de Lea le había regalado, pues espera que estas plantas la ayuden a concebir:
«Fue Rubén en los días de la cosecha de trigo, y halló mandrágoras en el campo, y las trajo a su madre Lea. Entonces Raquel dijo a Lea: “Dame, te ruego, de las mandrágoras de tu hijo”. Pero ella le respondió: “¿Te parece poco haberme quitado el marido? ¿Me quitarás también las mandrágoras de mi hijo?” Y Raquel dijo: “Que él duerma, pues, contigo esta noche a cambio de las mandrágoras de tu hijo”. Y cuando Jacob vino del campo por la tarde, Lea salió a su encuentro y le dijo: “Debes llegarte a mí, porque ciertamente te he alquilado por las mandrágoras de mi hijo”. Y él yació con ella aquella noche» (Génesis 30: 14-16).
Las mandrágoras cumplen con su papel fecundador y, tras yacer con Jacob, finalmente Jehová concede un hijo a Raquel (Génesis 30 23-24):
«Entonces Dios se acordó de Raquel; y Dios la escuchó y le concedió hijos. Y ella concibió y dio a luz un hijo, y dijo: “Dios ha quitado mi afrenta”. Y le puso por nombre José […]».
Así fue como, gracias a las mandrágoras, Raquel parió a José, el visionario de las diez plagas que libró a los hebreos de la esclavitud en Egipto. Esa supuesta capacidad fertilizadora de las mandrágoras fue utilizada por Maquiavelo en su comedia La Mandrágora, en la que un ungüento sacado de la raíz sanaba la esterilidad.  
En vista de que su raíz suele bifurcase, a la mandrágora se le ha comparado con un cuerpo humano. Teofrasto la llama antropomorfis; Columela, similis-homo, y otros médicos de la antigüedad "hombrecillo plantado" o "árbol de cara de hombre".
A esta raíz prodigiosa se le atribuían virtudes extraordinarias, entre otras una infalible: decían que era un afrodisíaco garantizado. De lo que no se tiene noticia es de los resultados. Pero no parece que ninguna planta tuviera la raíz con forma humanoide. Solo tenían esa forma las que, convenientemente manipuladas, se vendían a precios altos porque se consideraban las únicas con propiedades mágicas.
Tomando las precauciones debidas, en Europa las raíces de mandrágora se arrancaban en el solsticio de verano antes de la salida del sol y en el último cuarto de la luna, porque, según cuenta Collin de Plancy en su Diccionario Infernal (1818) esos «demonios familiares [los de las mandrágoras] aparecen bajo la forma de hombres pequeñitos, imberbes y con los cabellos enmarañados».
Como descepar una mandrágora. Imagen del manuscrito del siglo XV Tacuinum Sanitatis. Imagen. 
El afortunado poseedor de una raíz de mandrágora con forma de hombrecillo aseguraba que, en el momento de arrancarla, la hierba gritaba. Y que el grito mataba a quien intentara desarraigarla. Para evitarlo, el procedimiento para desceparla y salvar la vida era el siguiente: se cava hondo alrededor de la raíz hasta ponerla al descubierto. Mientras no se intente arrancarla no hay peligro. Se ata una cuerda a la raíz y el otro extremo se amarra al cuello de un perro preferentemente negro. Se llama al perro desde cierta distancia. El perro quiere acudir, tira de la planta y la arranca, aúlla, y muere. El pobre animal moría en esta operación (al menos eso contaban); mientras tanto, el dichoso mortal que poseía la raíz era dueño de un poderoso talismán, un tesoro inestimable, puesto que con ella lo conseguía todo.
Raíces de mandrágora con forma humanoide que berrean lastimeramente cuando son arrancadas del suelo; magos de ficción que, como Mandrake el de los viejos comics, llevan su nombre; raíces venenosas que acaban con Julieta; raíces miríficas que combaten la esterilidad; raíces de grandes efectos somníferos y alucinógenos que en la Edad Media eran usadas por las brujas para “volar”. Cuando juzgaron a Juana de Arco la acusaron de usar la planta porque pensaban que esa era la causa de que oyera voces.
Como la datura, el beleño o la belladona, la mandrágora (Mandragora autumnalis) pertenece a la clásica y ensoñadora farmacopea de las "hierbas de las brujas" y como tal ha sido protagonista de muchas leyendas, supersticiones y rituales. Contaban que crecían bajo los patíbulos donde chorreaban los fluidos corporales de los cadáveres, porque germinaban a partir del semen de los ahorcados, fuente de donde surgiría su supuesta y nunca comprobada función fecundadora.
En la medicina antigua las hojas de mandrágora hervidas en leche se aplicaban a las úlceras; la raíz fresca se usaba como purgante; y macerada y mezclada con alcohol se administraba oralmente para producir sueño o analgesia en dolores reumáticos, ataques convulsivos e incluso de melancolía. En tiempos de Plinio se empleaba como anestésico dándole al paciente un pedazo de raíz para que la comiera antes de realizar una operación.
Durante el medioevo era usada tanto en magia negra como en magia blanca, ya que puede resultar venenosa o sanadora según su uso y la dosis con la que se administre. La mayor parte de la fantasía que rodeaba a esta planta era creada por los propios recolectores, para mantener al alza el elevado precio de las raíces. En 1690, una única raíz llegó a costar el sueldo anual de un artesano medio.
Todas esas historias no son más que burdas supersticiones que, venidas desde Oriente Próximo con otra especie que durante siglos se sembró en los huertos monacales (Mandragora officinarum), llegaron a Europa, donde trovadores y hechiceros las propagaron por doquier. En realidad, la mandrágora es una planta muy venenosa (y medicinal), rica en alcaloides tropánicos con propiedades narcóticas, entre los que se incluyen mandragorina, hiosciamina, escopolamina y atropina. Por eso se usaba como anestésico, ya que estas sustancias en dosis bajas bloquean los receptores de la acetilcolina, deprimiendo los impulsos de las terminales nerviosas; en dosis elevadas, provocan una estimulación antes de causar una fuerte depresión que puede inducir al coma.
La mandrágora más usada en la antigüedad con fines medicinales era la de flores blancas, M. officinarum. Foto.
En pequeñas cantidades puede ser calmante e hipnótica. A fin de cuentas, es prima hermana de la belladona y del beleño (del que me ocupé en otra entrada), con las que comparte propiedades y efectos muy parecidos. Por lo demás, nadie ha podido demostrar que pueda tener las supuestas propiedades alucinógenas que hacían volar, montadas en escobas, a las malvadas brujas de las pesadillas medievales.
Fake news, diríamos hoy, el viejo “calumnia que algo queda”, de nuestro refranero. © Manuel Peinado Lorca @mpeinadolorca.