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domingo, 23 de febrero de 2020

El campo está que arde


Con el lema “Agricultores y ganaderos al límite”, miles de personas, no todas ellas pertenecientes a ese sector, han participado estos días en las protestas que las principales organizaciones profesionales agrarias de España –ASAJA, COAG y UPA– convocaron en siete comunidades autónomas.

Convenientemente politizado, todo apunta a que el conflicto se recrudecerá a pesar de que el ministerio ha creado una mesa de diálogo con las organizaciones profesionales y se ha comprometido a presentar el borrador de una Ley de Cadena Alimentaria con medidas para regular los precios, que podrían incluir la prohibición de la venta a pérdidas, una reclamación histórica de los agricultores que, como apunto más abajo, solo puede dar una respuesta muy parcial a las demandas del sector.

Aunque se hayan asociado las manifestaciones a la reciente subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), a la que se oponen las asociaciones agrarias, las demandas de los agricultores van mucho más allá, y no solo afectan al sector primario, sino también al conjunto del sistema de alimentación.

Una cosa está clara: el campo da dinero; otra cosa bien distinta es que vaya a parar a los bolsillos de los agricultores. Según datos del Ministerio de Agricultura, la renta agraria (las prestaciones por desempleo asistenciales para trabajadores eventuales agrarios de Andalucía y Extremadura) lleva subiendo desde 2012 y, aunque en 2019 bajó un 9 %, alcanzó en 2018 una cifra récord de 30.217 millones de euros.

A esto hay que añadir que las exportaciones agroalimentarias han aumentado un 97,5% en la última década hasta alcanzar los 50.349 millones de euros en 2018, y que en 2017 el valor final de la producción agraria (el valor bruto percibido en origen por las producciones de los agricultores, incluidas algunas subvenciones directas de la Política Agraria Común (PAC) a los productos) superó los 50.600 millones de euros por vez primera en la historia.

Si la producción y las exportaciones agroalimentarias suben y el desempleo aumenta, ¿qué está ocurriendo? El problema es que estas buenas cifras macroeconómicas no repercuten positivamente en agricultores y ganaderos. Más bien todo lo contrario.

Estos días se han buscado culpables de la diferencia entre los precios en origen y los que paga el consumidor, una incontestable realidad, pero que no parece que, teniendo en cuenta que la agricultura sigue ganando dinero, sea el único problema del sector. Antes de seguir razonando, recuerden que España exporta el 50% de su producción agropecuaria, por lo que el precio final de los productos en el mercado interior solamente afecta a la mitad del sector.

Sería un error pensar que son las grandes cadenas de supermercados las que se están forrando, pues basta echar números para observar que, descontando gastos, los márgenes de beneficio que cualquier gran grupo de supermercados en los productos frescos es solo de entre el 1% y el 3%. Y es que entre el momento en el que un producto se recoge en el campo y aparece en el mostrador del supermercado pasan muchas cosas: transporte, almacenamiento, conservación de los perecederos, limpieza y control fitosanitario, impuestos y otras cosas que incrementan el precio del producto.

Para ofrecer un pequeño ejemplo de lo que hablo, he interrumpido la redacción de este artículo, he cruzado la calle y he ido al Carrefour de enfrente ver los precios de las naranjas de mesa. El kilo oscilaba entre 1,69 euros en las naranjas a granel y 2,69 en unas empaquetadas en unas cajitas con lacito y celofán.

De vuelta a casa busco en Internet los precios en un conocido proveedor online de productos hortofrutícolas cuyos anuncios proclaman que, del árbol a la mesa y sin intermediarios, usted tendrá las naranjas en casa en tan solo 24 horas. Precio: comprando el mínimo, cinco kilos, cada uno sale a 3,8 euros. Es evidente que este agricultor-distribuidor está teniendo algún margen comercial (no es una ONG), pero está también claro que transportar su mercancía entre Valencia y Madrid con un único intermediario (la agencia de transportes), tiene unos costes.

El problema de origen no está en la distribución minorista sino en otros factores: atomización, uberización, proteccionismo y el que llamaré efecto cepo. Algunos añadirán a estos el asunto de las importaciones, olvidando que, como demostró David Ricardo, el comercio internacional es un asunto de suma cero.

Al contrario que en otros sectores, el agroalimentario tiene una estructura muy atomizada. Las pequeñas y medianas empresas constituyen el 95% del total. Esto supone un importante hándicap a la hora de coordinar y fortalecer la distribución (los intermediarios siempre aprovechan las ventajas de negocia a la baja en un mercado atomizado), y las economías de escala. En un mercado cada vez más globalizado, el “divide y vencerás” adquiere pleno significado y está conduciendo, como en otros sectores (en el taxi o en la distribución de mercancías al por menor) a la precarización de los trabajadores. En este contexto, el cooperativismo adquiere pleno significado.

Como denuncia la organización agraria COAG en su informe La uberización del campo español, el avance de los modelos industriales de producción, la entrada de inversores con capital ajeno al sector agrario que buscan sólo rendimientos económicos y la liberalización comercial ganan terreno en detrimento de los agricultores tradicionales y se están llevando por delante los modelos productivos en cuyo horizonte comienzan a tomar cuerpo nubarrones con forma de falso autónomo.

La evolución del empleo en el campo según la media de trimestres de la Encuesta de Población Activa (Gráfico) muestra la desaparición de casi la cuarta parte de los autónomos del campo en solo una década, en la que han dejado la actividad 67.000 agricultores que se ganaban la vida por su cuenta y más de 2.000 que contrataban trabajadores, mientras el volumen de asalariados crecía más de un 20% con más de 87.000 incorporaciones que superan con creces la caída de los primeros.

Entre 2007 y 2018 y según los anuarios estadísticos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, el número de explotaciones agrarias se redujo en España algo más de un 10% al caer de 1.043.899 a 933.059, mientras la superficie cultivada pasaba de 24,89 a 23,22 millones de hectáreas (-6,8%). Es decir, que cada vez hay menos explotaciones, pero estas son de mayor tamaño, lo que vendría a confirmar la intensificación de los procesos de acaparamiento de tierras de manera simultánea al desembarco de fondos de inversión en el sector.

En la manifestación de Granada, un agricultor declaró algo así: “Nos cuestan más los abonos y los tratamientos fitosanitarios que lo que sacamos por de las aceitunas”. Esa es una de las dos fauces del cepo en el que participan las grandes empresas agrícolas que tiene atrapado a los pequeños y medianos agricultores. La guerra no se libra entre agricultores y distribuidores, sino entre pequeños agricultores y las empresas, cada vez más concentradas, que suministran los materiales a estos.

Por un lado, están los proveedores de fitosanitarios y maquinaria, también fuertemente concentrados en un puñado de empresas muy poderosas que, en un entorno de escasa competencia, han pasado por fusiones recientes (Monsanto y Bayer, Dow y Dupont, Syngenta y ChemChina). Los precios en origen de los productos no paran de bajar, pero el de los insumos (abonos, fitosanitarios, combustibles, semillas) que controlan esas compañías en régimen casi monopolístico ha subido conforme al ritmo natural de la economía. La otra pieza del cepo es la distribución comercial fuertemente concentrada: los seis primeros grupos de distribución concentran el 55,4% de la cuota de mercado en España.

Esta presión que se hace desde las dos fauces del cepo atrapa a los agricultores, que son los que tienen el menor poder de negociación. La gran distribuidora marca las pautas, pone normas privadas, y los agricultores tienen que ceder para poder vender sus productos dentro de la gran cadena. Para entender la presión que sufren las explotaciones agrarias es paradigmático lo acontecido en el sector murciano de la uva de mesa, que COAG pone como ejemplo de esta “uberización” del campo.

En la Región de Murcia, donde se produce un 46% del total nacional, la comercialización se concentra en tres grandes empresas que acaparan alrededor del 85 % de la uva de esta zona. El funcionamiento de estos grupos respecto a los productores es leonino: los agricultores asumen el riesgo productivo, mientras mantienen la propiedad de la tierra. Tienen contratos de compraventa a largo plazo bajo los que se supervisa toda la producción. Estos incluyen, además, permisos para plantar y producir las variedades que son propiedad de las suministradoras de insumos previo pago de royalties. Los precios que se pagan al agricultor cubren los altos costes de producción, pero se trata de una rentabilidad supervisada y muy limitada, dependiente por completo de la comercializadora.

Todo esto ha hecho que en Murcia haya caído de forma importante el número de agricultores de uva: solo aquellos que han logrado tener una dimensión considerable permanecen en el sector, pero, según COAG, reconvertidos prácticamente en obreros agrarios.

A este problema estructural del sector hay que sumar además un sinfín de problemas coyunturales que están haciendo que la presión sobre los agricultores se torne insostenible y que centraré en uno, el proteccionismo. El mercado estadounidense es el sexto importador de productos agroalimentarios españoles en términos de volumen. Desgraciadamente, la Administración norteamericana ha dado un importante giro en su comercio exterior, adoptando una política proteccionista.

De acuerdo con el gobierno de Donald Trump, la PAC implica la percepción de ayudas por parte de los agricultores. Esto es interpretado como una medida de competencia desleal, de acuerdo con Washington. De hecho, recientemente, ya se ha impuesto un importante arancel a la aceituna española, lo que tan solo supone un pequeño anticipo de lo que está por venir en el futuro próximo.

Al final, tras todas las piezas que conforman la problemática del sector agropecuario español hay un claro debate político sobre el modelo de sistema alimentario que queremos como sociedad. Se necesita que la sociedad apueste por un modelo en el que tenga cabida la explotación social y familiar, porque es un modelo que produce alimentos de calidad, mantiene la diversidad y una estructura más rica del medio rural.

El campo español ya nunca será rentable, pero sí necesario. Como la sanidad o la educación. Y en este debate de fondo, tiene mucho que ver el gran fracaso sociopolítico de la PAC, que merece tratamiento aparte. Lo dejo para una próxima entrega. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.