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miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL MUÉRDAGO: UNA ESFERA VERDE EN MITAD DEL INVIERNO

 

En los inviernos del norte, cuando los árboles se quedan desnudos y las ramas parecen los huesos de un gigante abandonado por los dioses, hay algo que llama la atención del caminante: unas bolas verdes, redondas, casi perfectas, que cuelgan de los álamos o de los manzanos como si fueran nidos extraterrestres. No tienen derecho a estar ahí, tan vivas cuando todo a su alrededor parece resignado al sueño. Y sin embargo, ahí está el muérdago, el viejo Viscum, haciendo su vida a costa de otra, como un huésped que se instala en la casa ajena para pasar el invierno y termina convirtiéndose en parte del mobiliario.

El muérdago es una criatura ambigua. Ni completamente parásito ni del todo independiente, tiene esa elegancia de los seres que viven entre dos mundos. Posee hojas verdes que fabrican azúcar con la luz, pero se niega a buscar agua por sí mismo. En vez de raíces, perfora la corteza del árbol y le roba la savia con unas estructuras llamadas haustorios, que tienen nombre de monstruo marino y aspecto de garras microscópicas. No suele matar a su anfitrión, pero tampoco le hace favores: es el tipo de invitado que enciende la calefacción, usa las mejores toallas y alaba la comida sin ofrecerse jamás a fregar.

Quizá sea esa doble naturaleza la que ha fascinado a los humanos durante milenios. En pleno invierno, cuando la vida parece suspendida, el muérdago permanece verde, silencioso y firme, como si supiera algo que los demás ignoran. Las bayas que produce son pequeñas perlas blancas, viscosas, tan bonitas como peligrosas: en su interior guardan una química torcida, una especie de mal genio molecular. Contienen lectinas y viscotoxinas, nombres que suenan a personajes de novela gótica y que, en efecto, pueden provocar problemas serios si alguien decide comérselas. El muérdago no se anda con bromas: puede resultar tóxico, y aun así lo hemos convertido en símbolo de buena suerte. Cosas de la condición humana.

Antes de que la Navidad lo adoptara como adorno oficial, ya era objeto de reverencias mucho más antiguas. Los druidas galos, según escribió Plinio, lo consideraban una manifestación terrestre de lo sagrado. Para ellos, que una planta viviera suspendida en el aire, sin tocar la tierra, era un signo inequívoco de que los dioses habían puesto allí la mano. Lo cortaban con hoz de oro —el oro siempre añade solemnidad—, recogían la rama en un paño blanco y celebraban la escena como si hubieran capturado un rayo de luna.

Los mitos nórdicos lo convirtieron en arma. Balder, el dios que no podía morir, cayó abatido por una flecha de muérdago, pues Frigg, su madre, había pedido a todas las criaturas del mundo que prometieran no hacerle daño… excepto al muérdago, que le pareció demasiado pequeño e inofensivo como para incluirlo en la lista. En los mitos, como en la vida diaria, las omisiones suelen salir caras. Desde entonces, el muérdago lleva consigo una reputación extraña: por un lado, planta de amor y renacimiento; por otro, recordatorio de lo frágil que es la protección cuando uno confía en exceso.

Y, sin embargo, durante siglos se le atribuyeron virtudes medicinales. Los viejos herbarios lo recomendaban para casi todo: la tensión alta, la epilepsia, los nervios, la impotencia de espíritu. A veces funcionaba —por casualidad o por química— y a veces no. Pero en la Europa del siglo XX el muérdago volvió a los laboratorios como un actor inesperado: ciertos extractos parecían estimular el sistema inmune de pacientes con cáncer. No era la panacea, ni mucho menos, pero sí el eco moderno de aquella idea antigua de que el muérdago guarda un poder ambiguo, peligroso y a la vez prometedor.

¿Cómo llegó entonces a nuestras chimeneas, coronando las fiestas navideñas con esa rama verde bajo la que se besan los enamorados? La culpa, en parte, es de los victorianos, que tenían talento para rescatar tradiciones paganas y darles un aire respetable. Vieron en el muérdago un símbolo de vida persistente y de paz: si dos enemigos se encontraban bajo él, debían declarar una tregua. Un símbolo así encaja de maravilla entre villancicos y luces. Luego vino el romanticismo: cada beso bajo el muérdago, decían, debía corresponderse con una baya retirada. Cuando el racimo quedaba sin frutos, cesaban los besos. Había que racionar la pasión.

Hoy lo seguimos colgando en las puertas, aunque casi nadie sepa de lectinas, druidas o mitologías nórdicas. Lo hacemos por esa intuición antigua que perdura en lo cotidiano: la de que algunas plantas parecen saber más de la vida de lo que aparentan. El muérdago, con su esfera verde y su resistencia al frío, nos recuerda que incluso en mitad del invierno hay cosas que se empeñan en seguir vivas. Y que, por una vez, no está mal dejarse llevar por la superstición: si uno se encuentra bajo un muérdago y aparece alguien dispuesto a besarlo, lo sensato es no desafiar a los dioses.

LECHE DE VACA… SIN VACAS

 

Nuestros ancestros ​​ordeñaban ovejas, cabras y vacas mucho antes de que pudieran beber leche. No la bebían porque, si lo hacían, tenían asegurados diarrea, cólicos y problemas de distensión abdominal. Esos problemas se deben a que, tras el destete, se inactiva el gen que produce la lactasa, la enzima que descompone el azúcar indigeriblede la leche, la lactosa, en glucosa y galactosa. La lactosa ingerida con la leche pasa al colon, donde las bacterias la digieren y producen los gases que causan los síntomas de la intolerancia a la lactosa.

¿Por qué nuestros antepasados empezaron a domesticar animales para conseguir leche si no podían beberla? Porque, probablemente por casualidad, descubrieron que, en ciertas condiciones, la leche se convertía en queso, yogur o kéfir, tres productos fermentados que podían consumir sin problema. Ignoraban que esto se debía a que las enzimas que digieren la lactosa se habían introducido en la leche a partir de bacterias o del estómago de los terneros.

Pero, si nuestros antepasados no podían, ¿cómo es posible que nosotros sí podemos beber leche sin que nos altere el tracto digestivo? En realidad, no todos podemos. Setenta de cada cien asiáticos orientales no pueden beber leche sin sufrir efectos adversos; en cambio, gracias a una mutación fortuita en los europeos, ocurrida entre el 3000 y el 1500 a. e. c., que impidió la desactivación del gen productor de lactasa, solo cinco de cada cien personas de ascendencia europea son intolerantes a la lactosa.

Esa mutación no solo implicaba que la leche pudiera consumirse con seguridad, también proporcionaba una ventaja para la supervivencia de quienes podían consumirla dado que la leche es rica en nutrientes y, por lo general, era más segura para beber que el agua, que, antes de que se inventara la cloración, solía estar contaminada con bacterias patógenas.

Ahora bien, la leche cruda sin refrigerar se agria fácilmente a medida que las bacterias productoras de ácido láctico se multiplican descomponiendo la lactosa, lo que hace que la leche cruda pueda estar contaminada con bacterias que causan tuberculosis, difteria, brucelosis y fiebre tifoidea.

Sin embargo, a mediados del siglo XIX, estaba más que comprobado la leche era un alimento nutritivo, especialmente para los niños. Esto llevó a algunos productores a recurrir a diversos trucos para aumentar sus beneficios. Aguar la leche era una trampa sencilla, que se conseguía, en el mejor de los casos, añadiendo un poco de gelatina para espesar la mezcla. Otros más atrevidos utilizaban polvo de tiza o yeso para blanquear la leche diluida y se añadía puré de sesos de ternera para simular una nata espesa.

Como las granjas lecheras estaban alejadas de las ciudades, impedir que la leche fresca sin refrigerar se agriara era un gran problema. Una solución era añadir formaldehído, un compuesto químico que utilizaban como conservante los funerarios para embalsamar los cadáveres. Eso hacía que quienes criticaban el consumo de leche se pronunciaran contra la que llamaban "leche embalsamada". También abundaban las historias sobre gusanos en la leche cuando las lecherías diluían la leche con agua estancada, y otras no menos escalofriantes sobre la presencia en la leche de residuos de estiércol de vaca.

La ciudad de Nueva York fue testigo del famoso "escándalo de la leche desperdiciada" cuando aumentó la demanda de leche, pero el mal estado de las carreteras, las largas distancias y la falta de refrigeración dificultaron el suministro. Fue entonces cuando las destilerías de la ciudad descubrieron que las vacas podían criarse con el "puré" sobrante de la producción de güisqui y comenzaron a estabular vacas lecheras cerca de sus instalaciones. Casi todos estos animales estaban enfermos y, con frecuencia, era necesario levantarlos con cuerdas para que se mantuvieran en pie durante el ordeño. Su "leche desperdiciada", llena de pus y bacterias, provocó una epidemia de mortalidad infantil.

La solución al problema de la leche agriada fue la pasteurización, introducida en la década de 1890. Aunque recibió su nombre en su honor, Louis Pasteur nunca aplicó su proceso detratamiento térmico a la leche. Pasteur lo había descubierto investigando sobre el deterioro de los vinos franceses cuando se exportaban. Descubrió que calentando el vino entre 55 y 60 grados centígrados se eliminaban los microbios causantes de la descomposición sin estropear el sabor.

Fue el químico agrícola alemán Franz von Soxlet quien sugirió por primera vez la pasteurización de la leche en 1886. En 1890, el filántropo neoyorquino Nathan Straus había instalado estaciones de pasteurización de leche y promovía activamente el consumo de leche pasteurizada. Aunque las muertes infantiles por diarrea se redujeron rápidamente, la pasteurización también generó resistencia, porque quienes se oponían al consumo decían que «la leche calentada es leche muerta» y que «hervir la leche destruye las vitaminas».

Esas afirmaciones eran un disparate. Ni leche está “viva” ni la pasteurización implica hervirla. La pasteurización, junto con la desinfección del agua y la vacunación, se considera unas de las intervenciones de salud pública más importantes de la historia de la civilización. A pesar de ello y de las abrumadoras pruebas científicas, todavía hoy abundan los negacionistas que desconfían de la pasteurización y sostienen que es mucho mejor beber la leche cruda.

Quienes se oponen a los lácteos promocionan la idea de que la leche está relacionada con los cánceres de próstata y de mama. Es verdad que existe una asociación muy débil entre un ligero aumento del riesgo de cáncer de próstata con un consumo excesivo de leche y calcio, pero no así cuando el consumo es el normal. Cualquier asociación con el cáncer de mama es todavía más débil. Por otro lado, quienes dicen que si no se consumen todos los días tres porciones de lácteos los huesos se deshacen no están respaldadas por evidencias clínicas: las poblaciones que no consumen leche no presentan más fracturas óseas.

Donde los activistas antilácteos tienen una postura más firme es en el argumento de que la cría de ganado es perjudicial para el medio ambiente en términos de producción de gases de efecto invernadero, consumo de agua y resistencia a los antibióticos. Un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen antrópico procede de la ganadería y, en concreto, del sistema digestivo de los 2.500 millones de cabezas de ganado que, entre vacas, ovejas y cabras, alimentan a media humanidad. Podría haber al menos una solución parcial a estos problemas con la introducción de leche etiquetada como "sin animales" o "hecha en laboratorio".

Existen dos tecnologías distintas disponibles para conseguir esa leche. En la "fermentación de precisión", los genes identificados como responsables de la producción de proteína láctea en mamíferos pueden construirse en el laboratorio e insertarse en el genoma de células de levadura. Cuando estas levaduras genéticamente modificadas se alimentan con una solución de azúcar y crecen en biorreactores producen unas proteínas lácteas específicas que pueden combinarse con grasas vegetales y carbohidratos para crear Remilk, un producto lácteo que ya se utiliza en la fabricación de helados, yogures y quesos para untar. No contiene lactosa, colesterol ni hormonas. Un producto lácteo líquido, llamado New Milk, publicitada como “leche sin vacas” se lanzará en Israel el próximo mes de enero.

Un segundo método consiste en el cultivo a gran escala en biorreactores de células mamarias de vaca para producir leche idéntica a la convencional. De hecho, es exactamente eso, ni más ni menos que leche vacuna, ya que se produce con las mismas células que producen leche en una vaca. Aún quedan detalles técnicos por resolver, pero la UnReal Milk, como se llamará, podría estar disponible en 2026.

Huelga decir que hay debate. Los productores lácteos argumentan que estos productos no deberían llamarse "leche" porque no son producidos por una vaca, y es probable que los activistas, en su estado más puro, generen miedo acerca de la "leche Frankenstein".

Por ética medioambiental no consumo leche ni carnes rojas desde hace años, pero si hay que beber leche no me importaría consumir UnReal Milk.

martes, 2 de diciembre de 2025

NO BUSQUES MILAGROS EN LA “SOLUCIÓN MINERAL MILAGROSA” (MMS)

 

Han pasado ya cinco años desde que el Servicio de Información Toxicológica (SIT) del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses (INTCF), perteneciente al Ministerio de Justicia, detectó que la “Solución Mineral Milagrosa” (MMS) es en realidad un compuesto tóxico (clorito de sodio al 28%) que es nocivo para la salud humana. Durante la pandemia, la sustancia estaba siendo promocionada por los grupos negacionistas del SARS-CoV-2.

Pero hay quien sigue erre que erre, aprovechando que la gente desesperada hace cosas desesperadas. Los padres de niños autistas están desesperados. Las afecciones sin cura, como el Trastorno del Espectro Autista (de ahora en adelante, TEA), son terreno fértil para charlatanes y vendehúmos que buscan vaciar los bolsillos de los padres dispuestos a hacer cualquier cosa para ayudar a sus hijos.

Algunos charlatanes ofrecen un tratamiento simple para el autismo que, según afirman, está siendo ocultado por una malvada industria farmacéutica en connivencia con los gobiernos. Autocalificándose como "luchadores de la libertad sanitaria", están listos para revelar el secreto de la cura del autismo. Todo lo que los padres angustiados tienen que hacer es comprar la Solución Mineral Milagrosa (MMS). Este "milagro" viene en dos frascos pequeños, uno con una solución de clorito de sodio al 28% y el otro con un "activador" ácido que puede ser vinagre, ácido cítrico o ácido clorhídrico.

Al combinar el contenido de los dos frascos se produce una solución de dióxido de cloro (ClO₂), un potente agente oxidante. Los oxidantes roban electrones de las moléculas y dado que los electrones son el pegamento que une los átomos en las moléculas, tienen un potente efecto destructivo, ya sea en el ADN de las células bacterianas o en las moléculas responsables del color. Por eso, el dióxido de cloro puede utilizarse para desinfectar el agua o blanquear la pulpa de papel. Sin embargo, la destrucción molecular en el cuerpo no es una buena idea.

Los números son la moneda de la ciencia. Así que, veamos los números. Cuando se usa para desinfectar agua, el residuo máximo permitido de dióxido de cloro es de 0,8 partes por millón (ppm). Siguiendo las instrucciones de mezcla que vienen con la MMS, ¡la concentración de dióxido de cloro en las gotas que se ingieren sería al menos 25 veces mayor! A esa concentración, el dióxido de cloro desnaturaliza las enzimas y oxida las proteínas y las grasas. Eso puede causar lesiones en el tracto gastrointestinal y llevar a la expulsión de fragmentos dañados del revestimiento intestinal.

Pero los promotores de MMS afirman que esos fragmentos tisulares son en realidad los "parásitos" que causan el autismo que están siendo eliminados del cuerpo. Incluso si los parásitos fueran una causa, sería imposible que el dióxido de cloro los alcanzara sin destruir primero las células humanas. Los estafadores también afirman que MMS destruye bacterias y virus a los que también consideran factores causantes del autismo. No hay ninguna evidencia de que el TEA sea causado por parásitos, bacterias o virus.

El dióxido de cloro en la sangre también puede oxidar la hemoglobina, lo que provoca metahemoglobinemia, un trastorno por el que la sangre no puede transportar oxígeno eficazmente a los tejidos. También se conocen casos de diarrea, problemas respiratorios y daño hepático con el uso de MMS. En resumen, a 25 ppm, el dióxido de cloro no cura nada; es un veneno.

Aunque no existe cura para el autismo, hay ayuda farmacológica disponible. La risperidona y el aripiprazol son medicamentos antipsicóticos aprobados para el tratamiento de la agresividad, las rabietas y la irritabilidad asociadas con el autismo. Estos medicamentos pueden ayudar a restablecer el equilibrio de la dopamina y la serotonina, las sustancias químicas cerebrales que se encuentran desequilibradas en el autismo.

Los médicos también pueden recetar otros medicamentos como el Ritalin, para controlar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), o inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, como el Prozac, para tratar la ansiedad, la depresión y las conductas repetitivas. Las convulsiones que a veces se presentan en el autismo se pueden controlar con anticonvulsivos como el valproato de sodio.

También existe la leucovorina, un medicamento que puede ayudar con una afección conocida como "deficiencia cerebral de folato (DFC)", que presenta características del autismo, como retrasos en el desarrollo, convulsiones y dificultades para la comunicación social. La leucovorina no trata el autismo en sí, sino la deficiencia cerebral de folato subyacente que puede coexistir con el TEA.

Quienes promueven la MMS para el autismo, o para cualquier otra cosa, no defienden la "libertad sanitaria" como afirman. Son charlatanes, mangantes  y arrebatacapas que se lucran reenvasando un agente blanqueador industrial barato y potencialmente peligroso que promocionan descaradamente como cura para una enfermedad incurable.

Son unos criminales.


EL HUMILDE ARTE DE DEFECAR EN NAVIDAD

 

En navidades, cuando los adultos discuten sobre si el cava debe abrirse antes o después del turrón, los niños catalanes tienen una misión más importante: encontrar al caganer. En el belén de los catalanes —una geografía de papel de aluminio, montañas de papel estraza arrugado y un río que brilla como si tuviera minerales radiactivos— siempre aparece un campesino agachado, pantalones por los tobillos. “Está haciendo sus cosas”, dicen las abuelas con un pudor que no engaña a nadie. En Cataluña, ese gesto forma parte del paisaje navideño con la misma naturalidad que los villancicos o el frío.

El origen del caganer es difuso, como todas las buenas tradiciones. Los historiadores lo sitúan a finales del siglo XVII o principios del XVIII, cuando el barroco empezaba a cansarse de sus propios excesos. En los campos catalanes, sin embargo, la vida seguía regida por reglas menos estéticas y más agrícolas: la tierra había que abonarla, y el abono no crece en los árboles. Para un campesino del siglo XVIII, la caca era un fertilizante sagrado. No se hablaba del tema, pero se entendía sin demasiadas explicaciones.

De esa mentalidad práctica —y de algún artesano del pesebre con sentido del humor— nació el caganer. No como burla religiosa, sino como símbolo de fertilidad y buena suerte. Si el payés del pesebre hacía su aportación a la tierra, el año siguiente las cosechas serían generosas. La Navidad, con su celebración del nacimiento, ofrecía el marco perfecto para recordar que la vida se renueva desde lo más humilde. Incluso desde lo más escatológico.

A las élites urbanas, tan dadas al gesto elegante, el muñeco siempre les ha provocado cierta incomodidad. No es difícil imaginarlas frunciendo el ceño ante esa figura que devolvía al pesebre su olor a establo. Mientras el arte europeo envolvía lo sagrado en mármoles y querubines, Cataluña insistía en incluir en la escena a un señor con los pantalones bajados. Pero ese contraste es precisamente lo que mantiene viva la tradición: el caganer recuerda que, de haber existido, el nacimiento de Jesús habría sido terrenal y probablemente incómodo.

Durante siglos, la figura se escondió discretamente en algún rincón del pesebre. Encontrarla era un juego infantil, casi un rito iniciático. Los adultos lo colocaban cada año en un sitio distinto: detrás de una palmera sospechosamente frondosa, al borde del río de celofán, o junto a una casita árabe. Pocas tradiciones expresan mejor la mezcla de solemnidad y humor doméstico que caracteriza a la cultura catalana.

Aunque la figura aparece en otros lugares —el sur de Francia, en Aragón y en Levante—, solo en Cataluña ha mantenido una continuidad tan obstinada. Quizá porque encarna un tipo de ironía local: silenciosa, ligera, cómplice. El caganer no es un gag vulgar; es un recordatorio de que incluso en las escenas más sagradas conviene dejar espacio para la realidad.


El gran salto llegó en el siglo XX, cuando alguien decidió que el campesino de siempre podía ceder su puesto a personajes famosos. Fue una idea tan sencilla como brillante. Empezaron los políticos, siguieron los futbolistas, los actores y, en algún momento, hasta los superhéroes. De pronto, el pesebre catalán se convirtió en la única institución conocida capaz de igualar a todos sus protagonistas: del presidente de turno al delantero del Barça, todos aparecían en idéntica postura fisiológica. Si la muerte es la gran igualadora universal, defecar ocupa claramente el segundo puesto.

La moda convirtió los mercados de Navidad en una especie de museo de la sátira. Los turistas se quedaban mirando incrédulos esas estanterías donde Barack Obama, Messi o Darth Vader compartían destino intestinal. Algunos lo veían como algo irreverente; otros, como una prueba más de que los catalanes son capaces de reírse hasta de sus mitos. La realidad es más simple: el caganer sobrevivió porque nunca pretendió ofender a nadie. Solo quería seguir cumpliendo su misión tradicional: traer suerte, fertilidad y un poco de risa.

De vez en cuando alguien intenta retirarlo de un belén oficial, pero las protestas duran poco. Incluso quienes encuentran la figura inapropiada acaban reconociendo que sin caganer el pesebre parece incompleto, demasiado limpio, casi irreal.

Porque lo esencial del caganer es su mezcla de humildad y humor. Representa a un mundo rural que ya no existe y, al mismo tiempo, a una sociedad moderna que necesita ironía para sobrevivir a sus propias contradicciones. Recuerda que la vida es sagrada, sí, pero también profundamente cómica; que las grandes narraciones se sostienen sobre pequeños gestos; que incluso en la escena más solemne hay espacio para lo cotidiano.

Los que han crecido buscándolo entre las montañas de papel y las luces parpadeantes saben que la Navidad catalana no empieza cuando se encienden las calles, sino cuando alguien grita: “¡Aquí está!”. En ese instante, el pesebre deja de ser una postal y vuelve a ser lo que siempre fue: la historia de un nacimiento contado con verdad, con humanidad y con una sonrisa traviesa.

Y allí, en un rincón, el caganer sigue cumpliendo su tarea ancestral: fertilizar la Navidad con un poco de suerte y un recordatorio eterno de que la vida, incluso en sus momentos más solemnes, tiene los pies —y otras partes— muy pegados a la tierra.

FIEBRE PORCINA: UN ENEMIGO ANTIGUO QUE VUELVE POR LOS MÁRGENES DEL BOSQUE

 

Cuando los agentes rurales catalanes encontraron varios jabalíes muertos en el monte, la preocupación saltó de inmediato. No porque la fiebre porcina —frecuente sospechosa en estos casos— afecte a los humanos, que no lo hace en absoluto, sino porque el virus que la provoca es capaz de arrasar una cabaña porcina entera con la misma eficacia con la que un incendio devora un pajar seco. Los jabalíes son, en este escenario, el equivalente a mensajeros involuntarios que anuncian que algo serio se mueve en el ecosistema.

Un virus centenario con dos caras

La llamada “fiebre porcina” puede referirse a dos enfermedades distintas: la peste porcina clásica (PPC) y la peste porcina africana (PPA). Aunque comparten nombre, síntomas y consecuencias devastadoras, son virus completamente diferentes. A efectos prácticos, cuando en Europa se habla de brotes en jabalíes en el siglo XXI, se habla casi siempre de peste porcina africana, la más agresiva, resistente y difícil de erradicar.

Una micrografía electrónica de una partícula del virus de la peste porcina africana. Foto de Kati Franzke, Instituto Friedrich Loeffler

El virus de la peste porcina africana (PPA) fue descrito por primera vez en 1921 por el veterinario británico Robert Montgomery, que trabajaba en Kenia bajo la administración colonial. Allí observó una enfermedad fulminante que afectaba tanto a cerdos domésticos como a jabalíes africanos, aunque estos últimos, sorprendentemente, apenas mostraban síntomas. Era un virus nativo de la fauna salvaje africana y había evolucionado durante milenios sin causar estragos entre los suidos autóctonos. Los problemas empezaron cuando el cerdo europeo entró en escena: para él, sin defensas naturales, el virus era pura dinamita.

Mientras que la PPC se extendió por el mundo en el siglo XIX pudo controlarse gracias a vacunas eficaces, la PPA no tiene vacuna ni tratamiento específico. Es un virus ADN grande, extraordinariamente complejo, capaz de sobrevivir semanas en cadáveres, meses en jamones crudos o embutidos e incluso años en carne congelada. Su tenacidad es legendaria.

La expansión silenciosa

Durante décadas, el virus quedó confinado a África subsahariana, salvo un episodio inquietante en la Península Ibérica. En 1957, llegó a Portugal probablemente en restos de comida de aviones procedentes de Angola. En menos de un año saltó a España. Costó 36 años, innumerables sacrificios y un esfuerzo sanitario sin precedentes erradicarlo: España fue declarada libre de PPA en 1995.

Ese éxito, sin embargo, fue efímero en la escala global. En 2007, el virus reapareció a las puertas de la Unión Europea: un brote en Georgia, originado por restos de comida infectada desechada en el puerto de Poti, se extendió rápidamente por el Cáucaso, Rusia, Bielorrusia y Ucrania. En 2014 llegó a Polonia y los países bálticos, infectando poblaciones de jabalíes cada vez mayores. En 2018 dio un salto gigantesco hasta China, donde provocó la mayor crisis porcina documentada, con la pérdida de más del 40% del censo.

Descomposición típica de un cadáver de jabalí colocado en un bosque con suelo húmedo y dosel cerrado en el verano de 2020. Estado de descomposición tras el despliegue: (a) hinchado (7 días); (b) post-hinchado (14 días); (c) restos secos (42 días). Foto

Hoy, la PPA está presente en diversos puntos de Europa. España había logrado mantenerse libre, pero la aparición de jabalíes muertos en Cataluña obliga a reforzar la vigilancia. Basta un solo contagio en una explotación para que la normativa obligue a sacrificar a todos los animales y bloquear el comercio.

Cómo actúa el virus en los animales

La PPA es, ante todo, rápida y letal. Tras un periodo de incubación de 3 a 15 días, los cerdos infectados desarrollan: fiebre alta, apatía y pérdida de apetito, hemorragias en piel y órganos, problemas respiratorios, vómitos y diarrea sanguinolenta.

La mortalidad puede alcanzar el 100 % en las cepas más virulentas. En jabalíes, el proceso suele ser igual de fulminante. Su comportamiento natural —movimiento nocturno, amplios territorios, contacto con zonas agrícolas y basureros— facilita además que actúen como vehículo ecológico del virus. Allí donde muere un jabalí infectado, queda un foco persistente que puede contagiar a otros animales durante semanas.

Rutas de transmisión del virus de la PPA, incluyendo el contacto directo e indirecto con animales infecciosos, sus productos, excreciones/secreciones y/o sangre, canales, diversos fómites contaminados y vectores biológicos, Imagen.

En su forma más agresiva, la enfermedad avanza tan deprisa que a veces los animales aparecen muertos sin haber mostrado apenas síntomas externos.

¿Podemos contagiarnos los humanos?

No. Ninguno de los virus de la fiebre porcina —ni la clásica ni la africana— afecta a las personas. No se transmite por carne manipulada ni por contacto con animales enfermos. El problema es exclusivamente económico, ecológico y sanitario dentro del mundo porcino.

Un tratamiento imposible, una contención difícil. A falta de vacuna efectiva, la única “cura” es evitar que el virus llegue a los cerdos domésticos. Esto se articula en tres ejes:

1. Bioseguridad en las granjas

Las explotaciones deben funcionar casi como laboratorios con controles estrictos de entrada y salida, desinfección de vehículos, botas y utensilios, prohibición de restos de comida exterior, aislamiento de animales recién introducidos, ausencia total de contacto con fauna salvaje. Una sola grieta en estos controles puede ser fatal.

2. Control de poblaciones de jabalí

Los jabalíes europeos han aumentado notablemente en número y en presencia cerca de zonas urbanas y agrícolas. Controlar su población y reducir el contacto entre granjas y fauna silvestre es crucial. También lo es gestionar correctamente los cadáveres encontrados: deben recogerse, analizarse y eliminarse con rapidez para evitar contagios.

3. Vigilancia epidemiológica y sacrificio sanitario

Cuando se confirma un caso, se activa un protocolo duro pero necesario: declaración de zona infectada, inmovilización de animales, rastreo de movimientos y contactos, sacrificio de la explotación afectada y limpieza y desinfección intensiva. Estas medidas, dolorosas para los ganaderos, son la única manera probada de frenar la extensión.

La importancia de detectar jabalíes muertos

Encontrar jabalíes muertos no es solo un detalle macabro del bosque: es el sistema de alarma de una enfermedad que, si entra en una granja, paraliza exportaciones, destruye el sustento de cientos de familias y puede tardar años en erradicarse.

En Cataluña —como ocurrió antes en Bélgica o Alemania— los servicios veterinarios actúan bajo el principio de “detección precoz = brote controlado”. Cuanto antes se localice un foco, menor es la zona afectada y más eficaz el cordón sanitario.

Una batalla de larga duración

La fiebre porcina africana viene a recordarnos que las enfermedades animales no entienden de fronteras, y de que la interacción entre fauna salvaje, ganadería intensiva y comercio global puede desencadenar crisis de alcance continental. Su historia comienza hace un siglo en los valles africanos, continúa hoy en los bosques europeos y se cuela en titulares cada vez que aparece un jabalí muerto en circunstancias sospechosas.

La ciencia trabaja en vacunas prometedoras, algunas ya en fase avanzada, pero el virus es complejo y escurridizo. Hasta que exista una solución definitiva, solo queda la prevención, la vigilancia y la rápida reacción.

Mientras tanto, el hallazgo de jabalíes muertos en Cataluña no debe desatar alarmismo entre la población general —no hay riesgo para las personas—, pero sí exige prudencia y seriedad en el manejo de animales y productos porcinos. Para la cabaña porcina española, una de las más importantes del mundo, el enemigo no es visible a simple vista, pero sus consecuencias sí pueden notarse durante años.

lunes, 1 de diciembre de 2025

LA DOBLE VIDA DE LA AUTORA DE MUJERCITAS

 

Supongo que conocen una de esas pequeñas maravillas de Roma, la llamada perspectiva de Borromini, en el palacio Spada. No les desvelo nada, pues hay que verla o no te lo crees, si les digo que es una galería de arcos que parece muy larga y que mide 35 metros, cuando en realidad no llega a los nueve. Es un trampantojo, una ilusión, cuyo mensaje es que no todo es lo que parece, que la vida es un juego, la realidad es un engaño, los bienes materiales no son tan grandes y cosas así. Bueno, pues apliquen esto a la doble perspectiva que, como escritora, guardó Louise May Alcott.

La casa de los Alcott en Concord es uno de esos lugares donde los escolares hacen cola para fotografiarse sonriendo, como si en el porche pudiera oírse todavía el eco de las risas de Meg, Jo, Beth y Amy. El guía turístico, que lo ha contado mil veces, explica que Mujercitas fue escrita en ese cuarto de arriba, en un escritorio diminuto, durante un verano caluroso y con más prisas que inspiración.

Los visitantes asienten, compran un imán de nevera, hojean una edición con ilustraciones victorianas y se van convencidos de que Louisa May Alcott fue una escritora amable, hogareña, casi maternal. Ninguna de esas cosas es del todo cierta. La Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue alguien que tuvo que pelearse con su época para que la dejaran ser escritora. Y cuando por fin la dejaron, hizo algo todavía más impropio: escribió lo que le dio la gana, incluso lo que nadie debía escribir.

Nació en 1832, hija de un filósofo trascendentalista que fracasó en casi todo excepto en producir frases altisonantes. Bronson Alcott era vegano, pacifista, visionario educativo, utopista profesional… y tan poco práctico que la familia vivió la mayor parte del tiempo en la precariedad más absoluta. La madre, Abigail, era el verdadero sostén de la casa: una mujer inteligente y combativa, activista abolicionista, que sacó adelante a cuatro hijas mientras su marido perseguía perfecciones abstractas.

Louisa tuvo que enfrentarse a una vida nómada (se mudaron treinta veces en treinta años) y, desde muy pequeña, tuvo que trabajar para poder mantener a su familia, quienes acababan en bancarrota tras cada idea revolucionaria del padre (como la Temple School o Fruitlands, una comunidad utópica). La muchacha creció entre charlas sobre moral universal y facturas sin pagar, un entorno ideal para aprender dos lecciones: que la bondad no alimenta a nadie y que escribir podía ser, con suerte, un trabajo.

Concord era por entonces un pequeño hervidero intelectual: Thoreau, Emerson, Hawthorne… un vecindario de celebridades literarias. La pequeña Louisa los observaba con mezcla de curiosidad y fastidio, consciente de que los grandes hombres hablaban mucho, pero solían dejar las tareas urgentes a las mujeres. Ella prefería salir a correr, trepar por los árboles, inventar historias de aventuras y hacer lo que más tarde definiría como “trabajos de chico”, una expresión que usaba sin ironía, como quien constata que la diversión siempre parece estar al otro lado de la frontera social.

La vida no fue amable con los Alcott y Louisa empezó temprano a ganarse el pan. Hizo de institutriz, costurera, criada, maestra… cualquier oficio que permitiera llevar algo de dinero a casa. En los ratos libres escribía cuentos, poemas, piezas teatrales, relatos sensacionalistas para revistas baratas. Firmaba lo que podía vender y escondía lo que sabía que no gustaba. A los treinta años tenía ya una doble vida literaria perfectamente establecida.

Bajo su nombre real escribía obras respetables y relatos morales. Bajo el seudónimo de A. M. Barnard, en cambio, se permitía una libertad casi escandalosa: pasiones ilícitas, venganzas femeninas, violencia doméstica, adulterios, incestos insinuados, heroínas manipuladoras y una visión del matrimonio como tranvía averiado que uno toma por necesidad, no por romanticismo. Para la época, aquello era dinamita. El hecho de que hoy casi nadie lo recuerde dice mucho de cómo se construyen las reputaciones literarias: a base de seleccionar la parte de una vida que encaja con la postal.

Durante la Guerra de Secesión, Louisa se ofreció como enfermera voluntaria en un hospital de Washington. En sus memorias de guerra —que pocos leen— describe jornadas agotadoras, infecciones, amputaciones y una epidemia de tifus que estuvo a punto de matarla. No murió, pero quedó con secuelas crónicas y con la convicción de que el heroísmo es un concepto sobrevalorado. A su regreso publicó Escenas de hospital, un libro breve y seco, sin sentimentalismos, que tuvo una recepción discreta. Nadie imaginaba que la misma mujer que describía con naturalidad la muerte y la miseria acabaría escribiendo una novela que sería lectura obligatoria en colegios, clubs de lectura y sociedades literarias de señoras.

El encargo llegó casi por accidente. Su editor, convencido de que lo que vendía eran libros “para chicas”, le pidió algo así como una historia edificante para señoritas. Alcott puso mala cara; prefería escribir aventuras, sátiras, incluso melodramas sangrientos. Pero necesitaba dinero —su familia siempre necesitaba dinero— y aceptó. En unas semanas redactó Mujercitas. Lo hizo con prisa, sin esperar demasiado, modelando a las cuatro hermanas March a partir de ella misma y de sus tres hermanas. El libro fue un éxito inmediato. Las ventas se multiplicaron, las niñas americanas copiaban las frases de Jo, y Louisa se encontró atrapada en una ironía peligrosa: lo que había escrito por obligación se convirtió en su obra definitiva, mientras lo que escribía por placer quedaba relegado a cajones.

El éxito tuvo consecuencias. Llegaron las traducciones, las secuelas, las visitas de admiradoras, las opiniones morales sobre si Amy debía casarse con Laurie o no, las interpretaciones alegóricas, las versiones ilustradas. La Alcott sobrevivió como pudo. Daba entrevistas, posaba para fotógrafos, sonreía ante las cartas de niñas que la llamaban “tía Louisa”, mientras en privado seguía cultivando su vena más sombría. Tras la máscara o A Long Fatal Love Chase (Una larga y fatal persecución amorosa; no ha sido traducida oficialmente al español. Esa ausencia resulta llamativa, porque esta obra es considerada por muchos estudiosos una de las obras más atrevidas y subversivas de Alcott/Barnard, por lo que su invisibilidad en el mercado hispanohablante dice mucho sobre la historia de lo que se traduce y lo que no de las mujeres escritoras del siglo XIX) son hoy obras recuperadas y estudiadas, pero durante décadas flotaron en una especie de limbo editorial, como si la sociedad necesitara mantener a la autora dentro de un molde que ella nunca aceptó del todo.

Su compromiso político era otro aspecto que el canon prefería pasar por alto. Louisa se declaró abiertamente abolicionista, colaboró con círculos sufragistas, dio discursos sobre igualdad de derechos y fue la primera mujer que se registró para votar en Concord, en las elecciones escolares de 1880. Sabía que era un acto simbólico, casi un gesto, pero lo hizo con la misma determinación que ponía en sus historias de mujeres que toman decisiones audaces. Dejó constancia escrita de algo que todavía hoy suena moderno: que la independencia económica era el primer paso para cualquier libertad femenina.

La salud no la acompañó. Arrastró durante décadas los efectos del tifus contraído en la guerra —aunque algunos médicos modernos sospechan que pudo padecer intoxicación por mercurio, usado entonces en los tratamientos— y pasó sus últimos años cuidando de sus padres, escribiendo cuando podía y rechazando propuestas de matrimonio con una constancia que habría escandalizado a las damas más tradicionales. Murió en 1888, a los 55 años, dos días después de la muerte de su padre. La cronología parece escrita con una ironía trágica: Bronson se dedicó toda la vida a educar de forma ejemplar a sus hijas, pero fue Louisa quien sostuvo a la familia con su trabajo, su ingenio y sus libros.

Hoy, cuando se habla de ella, Mujercitas sigue ocupándolo todo, como un globo aerostático demasiado grande. Las versiones cinematográficas se suceden, cada década con su propia lectura moral; las jóvenes actrices declaran que Jo March cambió su vida; y miles de lectoras siguen encontrando en los afectos familiares un refugio atemporal. Pero basta rascar un poco para descubrir a otra Alcott: la que escribía bajo seudónimo historias feroces, la que aborrecía la domesticación literaria, la que no veía contradicción entre la ternura y la rabia.

En Concord, en esa casa convertida hoy en museo, la habitación donde escribió Mujercitas tiene un aire recogido, casi devoto. Pero si uno se fija bien, el pequeño escritorio inclinado parece más bien una mesa de campaña: una trinchera donde una mujer inteligente, impaciente y mal pagada tecleó lo que necesitaba para sobrevivir.

Y en las estanterías, entre ediciones florales del libro, a veces se cuela un volumen oscuro firmado por A. M. Barnard, como un guiño involuntario de quien nunca quiso ser solo la tía amable de la literatura juvenil. Louisa May Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue una narradora que entendió antes que nadie algo esencial: que las mujeres también tenían derecho a contar sus secretos, por íntimos que fueran.

domingo, 30 de noviembre de 2025

CUANDO HOLLYWOOD SE PUSO LA SOTANA (Y LA LITERATURA DECIDIÓ DIVERTIRSE)

 

Durante casi cuarenta años, Hollywood vivió bajo un extraño régimen teocrático que no necesitó sotanas ni incensarios, pero que olía a sacristía. Era el Código Hays, una colección de mandamientos morales redactados en 1930 que prohibían el adulterio demasiado alegre, los besos demasiado largos y, si era posible, las piernas demasiado visibles. También prohibía las insinuaciones entre personas del mismo sexo, las críticas al clero, los criminales simpáticos y las mujeres que parecían disfrutar del sexo, una categoría sorprendentemente amplia para los censores.

El cine, claro, obedeció. Nunca ha sido una industria famosa por su espíritu insumiso. Pero mientras en Hollywood se recortaban faldas y se medían besos con cronómetro, la literatura norteamericana asistía al espectáculo con una mezcla de incredulidad y una pizca de satisfacción maliciosa. Era como ver a un primo famoso meterse en un lío moralista ante millones de espectadores. La literatura, en cambio, seguía a lo suyo: fumando, bebiendo y hablando de cosas impropias.

De repente, y casi sin proponérselo, los escritores se encontraron con un territorio liberado. El Código Hays, que pretendía sanear el entretenimiento, acabó convirtiendo a la novela en el lugar donde se podía contar lo que todo el mundo sabía que ocurría. El sexo, la violencia, el racismo, la corrupción, incluso el aburrimiento conyugal: todas esas cosas que el cine escondía bajo alfombras de terciopelo encontraban en las páginas impresas un hogar confortable.

En los años treinta y cuarenta, mientras Humphrey Bogart resolvía crímenes sin despeinarse y las mujeres fatales se conformaban con ser sugerentes sin llegar a la tentación, novelistas como Faulkner, Steinbeck o Dos Passos escribían sobre pueblos hundidos, mujeres desesperadas, hombres sin épica y pecados sin redención. Era como si el cine se vistiera de domingo y la novela saliera en camiseta y con ojeras. Y, naturalmente, todos querían saber qué pasaba en la casa de los ojerosos.

El fenómeno tuvo un efecto secundario delicioso: las novelas que Hollywood no podía filmar se convirtieron en armas de prestigio. Ahí está Tobacco Road, de Erskine Caldwell, un libro tan descarnado que la adaptación cinematográfica acabó pareciendo un folleto turístico del Sur profundo. O las novelas de James M. Cain, donde la gente se mataba o se acostaba sin perder tiempo en alegorías. Hollywood las filmaba como podía, y lo que podía casi siempre era poco.

Ese contraste —el libro crudo y la película puritana— convirtió a la novela en un territorio donde reinaba algo parecido a la honestidad moral. Y ya se sabe: cuando una sociedad quiere saber la verdad, a veces termina leyendo. La ironía es que muchos escritores, conscientes de que Hollywood era la gran chequera nacional, empezaron a escribir con el ojo puesto en los estudios. Surgió entonces una especie de literatura esquizofrénica:

– por un lado, tramas adultas, llenas de esa mugre humana que hace interesante a la ficción;

– por otro, suficientemente ambiguas como para que los guionistas pudieran podarlas sin que el argumento se desmoronase por completo.

Raymond Chandler, siempre tan elegante, dominó esa técnica como un cirujano. Sus novelas eran laberintos llenos de sexo y violencia que Hollywood convertía en laberintos llenos de humo y diálogos ingeniosos. A veces las películas eran tan limpias que ya no se entendía quién mató a quién, pero eso tampoco parecía preocupar a nadie.

Y mientras en los cines se purificaban almas, en los quioscos proliferaban los pulp magazines: literatura barata, repleta de crímenes sudorosos, mujeres demasiado listas y hombres demasiado torpes. Muchos de esos relatos habrían sido ilegales en la pantalla, pero en la letra impresa encontraban una especie de exilio feliz. Fue un florecimiento literario por expulsión: todo lo que no cabía en el cine buscó refugio en páginas mal impresas y portadas estridentes.

Incluso las novelas queer —esas historias en las que nadie se atrevía a decir la palabra “amor” pero todos sabían que estaba ahí— se convirtieron en un mundo propio, gozoso y clandestino. Hollywood no podía tocarlas; la literatura, sí.

El resultado fue paradójico: el Código Hays, concebido para moralizar la cultura, terminó elevando la literatura a un papel inesperado. La convirtió, sin querer, en la voz adulta de un país que fingía ser más casto de lo que era. Hizo de la novela el lugar donde se hablaba de la vida tal cual es, con sus sombras y sus pecados, mientras el cine se refugiaba en sus atardeceres románticos y sus finales ejemplares.

Cuando el código cayó en los años sesenta —aplastado por la realidad, por el hartazgo y por el hecho de que ya nadie creía esas ficciones de moral victoriana—, Hollywood corrió a recuperar el tiempo perdido. Empezó a adaptar, casi con ansia, todas aquellas novelas que antes eran impensables: La naranja mecánica, A sangre fría, Alguien voló sobre el nido del cuco. De repente, la pantalla descubrió que el mundo era más grande, turbio e interesante de lo que sus antiguos guardianes habían permitido.

Hoy, cuando uno mira atrás, da la sensación de que el Código Hays no encogió la literatura, sino que la engrandeció. Obligó al cine a comportarse como un adulto que vive aún con sus padres y tiene que esconder sus revistas, mientras los escritores paseaban por la acera de enfrente con una libertad insolente.

No es la primera vez —ni será la última— que la censura genera efectos contrarios a los previstos. En aquel caso, la moral vino a salvar al cine de sus pecados, pero al final fue la literatura quien se llevó el botín: más lectores, más temas, más ambición y una saludable alergia al puritanismo. 

Y uno imagina a Faulkner o a Steinbeck, sentados en algún porche de madera, brindando por aquel reglamento absurdo que pretendió cerrarles la boca… y acabó regalándoles el micrófono.

martes, 25 de noviembre de 2025

SMEDLEY D. BUTLER, A REPENTANT GENERAL

 The flag follows the dollar, and the soldiers follow the flag—Major General Smedley D. Butler

Sometimes we are so confused that we no longer know where the truth of our dreams ends and the lies of our life begin. Smedley D. Butler’s case is not unique: he was one of those who dedicate their life to the military without disowning their past, but who later change course when they realize that ideas, like time itself, evolve.

On page 18 of a priceless book (Por el bien del Imperio, 2011), the historian Josep Fontana recalled one of the most lucid works ever written about the Cold War —Washington Rules: America’s Path to Permanent War (Metropolitan Books, 2010)— by Andrew Bacevich, a U.S. Army colonel who, after being stationed in Eastern Europe following the fall of the Berlin Wall and seeing for himself the miserable state of the “enemy” world against which he had fought, “began to wonder whether the truths he had accumulated over the previous twenty-three years as a professional soldier —especially truths about the Cold War and U.S. foreign policy— might not be entirely true.”

That reflection by Bacevich, which I rediscovered in a summer rereading of Fontana’s book, immediately brought to mind the most famous case of a soldier turned antimilitarist and pacifist leader: Smedley Darlington Butler, Major General of the U.S. Marine Corps. He was the youngest captain and the most decorated military officer in the nation’s history, one of only two Marines ever awarded two Medals of Honor for combat heroism. Until his death in 1940, he remained the most popular officer among the troops —a general with a farmer’s face and a preacher’s voice.

Butler took part in nearly every war that defined the American imperial century: in Cuba during the Spanish-American War; in the Philippines during the Philippine-American War; in China during the Boxer Rebellion; in the Banana Wars of Honduras and Nicaragua; in the seizure of Veracruz, Mexico, where he received his first Medal of Honor; in the occupation of Haiti, where he earned the second; in the First World War, and later again in China. Were there a list of the most distinguished American soldiers on the battlefield, Butler’s name would be near the top.

But he was also the first to pull the curtain aside. In Connecticut, on August 21, 1931, General Butler gave a startling speech denouncing the imperialist character of America’s foreign interventions. This was part of what he said:

“I spent thirty-three years and four months in active military service as a member of the most efficient fighting force in our nation —the Marine Corps. I served in all commissioned ranks from second lieutenant to major general... During that period I spent most of my time being a high-class muscle man for Big Business, for Wall Street, and for the bankers... In short, I was a racketeer, a gangster for capitalism [...] In 1924 I helped make Mexico, and especially Tampico, safe for American oil interests. I helped make Haiti and Cuba a decent place for the National City Bank boys to collect revenues. I helped in the raping of half a dozen Central American republics for Wall Street. [...] I was rewarded with honors, medals, and promotions. But when I look back on it, I feel I could have given Al Capone a few hints. He operated his racket in three districts of one city. I operated on three continents. The flag follows the dollar, and the soldiers follow the flag.”

After examining his own military career, Butler denounced the enrichment of the arms suppliers —a theme that President Eisenhower would later echo when warning of the military-industrial complex. Butler became a champion of the pacifist movement and spent years touring the country, giving speeches to veterans and civic groups.

In 1935, Round Table Press published War Is a Racket, the book in which Butler condensed his self-criticism with disarming lucidity. He exposed the plunder that the government inflicted on its own soldiers, the profits of the munitions makers who sold to both sides during World War I, and proposed that U.S. armed forces should be used solely for the defense of national territory. He suggested restricting naval operations to 200 miles and air operations to 500 miles off the American coast and requiring any offensive war to be approved through a plebiscite limited to those eligible for the draft.

It was a naïve proposal, yes —but also a brave one: an attempt to return the decision of war to those who would fight it, not to those who would profit from it.

Yet the episode that sealed his legend did not unfold on the battlefield or in a lecture hall, but in the corridors of Congress. In 1933, a group of powerful businessmen —including figures connected to J.P. Morgan, DuPont, and General Motors— approached Butler to offer him command of a private army of half a million veterans. The plan, later known as the Business Plot or Wall Street Putsch, aimed to overthrow President Franklin D. Roosevelt and install a corporate regime modeled on Mussolini’s Italy.

They wanted a patriotic dictator, a military hero with popular appeal who could halt the New Deal and return the country to the hands of big business. Believing Butler to be a man they could control, they misjudged him completely. He listened, feigned interest, and then turned them in.

Butler testified before the McCormack–Dickstein Committee of the House of Representatives, describing the details of the conspiracy with names and numbers. The committee confirmed that contacts and plans had indeed existed, though the matter was quietly buried. The coup never materialized, but the seed of suspicion took root: that patriotism in America could serve both to free nations and to enslave them; both to defend democracy and to strangle it.

Butler was called paranoid, a communist, a traitor. He answered with the calm of a man who no longer had anything to lose:

“I would rather be called a traitor to my class than a traitor to my country.”

He continued writing and lecturing until his death in 1940, at his home in Pennsylvania, with his uniform hanging in the closet and his conscience finally at rest. He had been the most decorated soldier in the nation and ended up as its most inconvenient conscience.

Some say Butler repented too late. But perhaps, as Bacevich suggests, the truth lies not in repentance but in revelation. Butler discovered that the enemy was not always across the ocean. Sometimes, he was right at home —smiling from the boardroom.

SMEDLEY D. BUTLER, UN GENERAL ARREPENTIDO

 

"La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera". El Mayor General Smedley D. Butler, autor de la frase entrecomillada, animando en un partido de fútbol entre excombatientes y marines, en 1930.

A veces ocurre que estamos tan confundidos que no sabemos muy bien dónde termina la verdad de nuestros sueños y comienzan las mentiras de nuestra vida. El de Smedley D. Butler no es el único caso en el que alguien que ha dedicado su vida a la milicia no abomina de su pasado, pero rectifica cuando se da cuenta de que las ideas, como el tiempo, mutan.

En la página 18 de un libro impagable (Por el bien del Imperio, Pasado & Presente, 2011), el historiador Josep Fontana recordaba uno de los libros más lúcidos acerca de la Guerra Fría —Washington Rules. America’s Path to Permanent War (Metropolitan Books, 2010)—, escrito por Andrew Bacevich, un coronel de los Estados Unidos que, cuando pasó a la zona oriental tras la caída del muro de Berlín y vio con sus propios ojos cuál era el lamentable estado del mundo enemigo contra el que había luchado: «comenzó a pensar en la posibilidad de que las verdades que había ido acumulando durante los veintitrés años anteriores como soldado profesional —especialmente verdades sobre la Guerra Fría y la política exterior de Estados Unidos— podían no ser del todo verdaderas».

La cita de Bacevich, obtenida en la relectura veraniega del libro de Fontana, la he asociado inmediatamente con el caso más sonado de militar devenido en antimilitarista y líder pacifista: el de Smedley Darlington Butler, Mayor General del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos. Fue el capitán más joven y el militar más condecorado en la historia del país, uno de los dos únicos marines en recibir por heroísmo en combate dos Medallas de Honor del Congreso. Hasta su muerte, en 1940, fue también el oficial más querido por las tropas, un general con rostro de granjero y verbo de predicador.


Butler participó en casi todas las guerras que definieron la expansión imperial de Estados Unidos: en Cuba durante la guerra contra España; en las Filipinas, durante la guerra Filipino-estadounidense; en China, sofocando la rebelión de los bóxers; en las guerras bananeras en Honduras y Nicaragua; en la toma de Veracruz, México, donde obtuvo su primera Medalla de Honor; en la ocupación de Haití, donde obtuvo la segunda; en la Primera Guerra Mundial y, más tarde, otra vez en China. Si se elaborara una lista de los militares estadounidenses más distinguidos en los campos de batalla, Butler ocuparía uno de los primeros lugares.

Pero también sería el primero en tirar de la manta. En Connecticut, el 21 de agosto de 1931, el general Butler pronunció un sorprendente discurso en el que denunció el carácter imperialista de las intervenciones en el extranjero de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Esta fue parte de su alocución:

«Pasé treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo como miembro de la fuerza militar más eficaz de nuestra nación, la Infantería de Marina. Presté mis servicios en todos los rangos de la oficialidad, desde subteniente hasta mayor general… Durante ese periodo dediqué la mayor parte de mi tiempo a ser un gánster de primera categoría al servicio de las grandes empresas, de Wall Street y de los banqueros… En pocas palabras, fui un chantajista, un matón, un pistolero a las órdenes del capitalismo…

En 1924 ayudé a hacer que México, y especialmente Tampico, quedaran asegurados para los intereses petroleros estadounidenses. Colaboré a hacer de Haití y Cuba lugares apropiados para que los muchachos del National City Bank pudieran obtener sus ingresos. Ayudé a violar a media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall Street. [...]

Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como Marine, operé en tres continentes. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera».

Tras analizar su propia experiencia militar, Butler denunció el enriquecimiento de los proveedores de las fuerzas armadas, tema que un cuarto de siglo después retomaría el presidente Eisenhower cuando, al final de su segundo mandato, alertó sobre el poder corrosivo del que llamó “complejo militar-industrial”. Butler se convirtió en un campeón del movimiento pacifista y recorrió el país dando conferencias.

En 1935, la editorial Round Table Press publicó War is a Racket (La guerra es una estafa), el libro en el que Butler resumió su autocrítica con una lucidez extraordinaria. Denunció el latrocinio que el Gobierno ejercía sobre sus propios soldados, el negocio de los fabricantes de municiones y equipos que vendían a ambos bandos durante la Primera Guerra Mundial, y propuso que las fuerzas armadas estadounidenses sólo pudieran intervenir en defensa del territorio nacional. Para ello sugería limitar la acción de la Marina a 200 millas y la de la Aviación a 500 millas desde la costa, y someter toda guerra ofensiva a un plebiscito en el que solo pudieran votar los llamados a empuñar las armas.

Fue una propuesta ingenua, sí, pero también heroica: un intento de devolver la guerra a quienes la sufren, y no a quienes la financian. Sin embargo, el episodio que consolidó su leyenda no se libró en los campos de batalla ni en los auditorios, sino en los pasillos del Congreso. En 1933, un grupo de poderosos empresarios —entre ellos figuras vinculadas a J.P. Morgan, DuPont y General Motors— contactó con Butler para ofrecerle el mando de una milicia privada de medio millón de veteranos. El plan, que pasaría a la historia como el Business Plot o Wall Street Putsch, pretendía derrocar al presidente Franklin D. Roosevelt e instaurar un régimen corporativo al estilo de Mussolini.

Querían un dictador patriota, un militar con carisma popular que contuviera el New Deal y devolviera el país a las manos de los grandes intereses. Butler, al que creían un hombre manipulable, los escuchó con aparente interés y luego los denunció. Compareció ante el Comité McCormack-Dickstein de la Cámara de Representantes y relató los detalles del complot con nombres y cifras.

El comité corroboró que los contactos existieron, aunque el asunto fue discretamente silenciado. El golpe nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó: que el patriotismo, en los Estados Unidos, podía servir tanto para liberar pueblos como para esclavizarlos; tanto para defender la democracia como para sofocarla.

A Butler lo llamaron paranoico, comunista, traidor. Él respondió con la serenidad de quien ya no tiene nada que perder: «Prefiero que me llamen traidor a mi clase antes que traidor a mi país».

Siguió escribiendo y dando conferencias hasta su muerte, en 1940, en su casa de Pensilvania, con el uniforme colgado en el armario y el alma en paz. Había sido el soldado más condecorado de su nación y terminó siendo su conciencia más incómoda.

Hay quienes creen que Butler se arrepintió tarde. Pero quizá, como sugiere Bacevich, la verdad no está tanto en el arrepentimiento como en el descubrimiento. Butler descubrió que el enemigo no estaba siempre al otro lado del mar. A veces estaba en casa, sonriendo desde un consejo de administración.

domingo, 23 de noviembre de 2025

EL NAVEGADOR INVISIBLE DE LAS PALOMAS


Si uno quisiera escribir la biografía de un animal injustamente infravalorado, bastaría con empezar por la paloma. Cualquier paloma. Da igual que sea una mensajera entrenada o la que se pasea por la terraza de una cafetería con el aire indiferente de quien no paga impuestos. Durante siglos, la humanidad ha recurrido a ellas para llevar mensajes, para estudiar la navegación animal e incluso —hay documentos que lo confirman— para investigar técnicas primitivas de fotografía aérea. Y, sin embargo, seguimos sin entender del todo cómo demonios encuentran su camino.

En 1882, el zoólogo Camille Viguier especuló que las aves y otros vertebrados se orientaban gracias al campo magnético terrestre, algo que ningún animal sabía hacer en aquel entonces. Propuso que el campo induciría pequeñas corrientes eléctricas en el líquido de sus oídos internos, revelando la dirección como la aguja de una brújula. El trabajo de Viguier cayó en el olvido, pero resulta que estaba en lo cierto.

En los años transcurridos desde la muerte de Viguier, los investigadores han descubierto que algunos animales pueden detectar el campo magnético terrestre —un proceso llamado magnetorrecepción— y utilizarlo para orientarse. Sin embargo, otros mecanismos han dominado las explicaciones de este misterioso sentido.

Ahora, un equipo ha encontrado respaldo a la propuesta original de Viguier: el pasado 20 de noviembre, un artículo publicado en Science ha añadido una nueva capa a este misterio, una capa tan interesante como cuidadosamente descrita: un conjunto de células sensoriales en el oído interno que podrían, solo podrían, ayudar a las palomas a detectar el campo magnético de la Tierra. No es una confirmación definitiva, pero sí un paso significativo en una cuestión que lleva inquietando a biólogos, físicos y hasta a algún poeta desde finales del siglo XIX.

El problema es antiguo y, a la vez, desconcertante en su sencillez: ¿Cómo logra un animal con cerebro del tamaño de una nuez —y no de las grandes— volver a su refugio desde cientos de kilómetros de distancia sin ningún mapa, sin GPS y sin leer señales de tráfico?

La teoría clásica afirmaba que las palomas utilizaban el sol como guía y es verdad que lo hacen. Otras investigaciones de finales del siglo XXdemostraron que también recurren al olfato: detectan gradientes de olores regionales como si fuesen sabuesos con alas. Pero ninguna de esas explicaciones, ni juntas ni por separado, era capaz de explicar casos documentados de palomas que regresaban a casa desde lugares completamente desconocidos o tras haber sido transportadas dentro de cajas selladas.

De ahí la sospecha —muy persistente— de que las aves poseen algún tipo de receptor magnético, una brújula biológica que les permite orientarse con respecto al campo magnético terrestre. El problema es que llevamos buscándolo medio siglo sin encontrarlo.

Hubo épocas de entusiasmo desbordado. En los años 2000, una corriente de investigación defendía que la clave estaba en el pico: pequeñas acumulaciones de magnetita, diminutas partículas ferrosas que actuarían como agujas de brújula microscópicas. La idea parecía brillante. Hasta que un grupo de investigadores demostró que las famosas “células magnéticas” no eran neuronas, ni sensores, ni nada parecido: eran macrófagos, células del sistema inmunitario dedicadas básicamente a comerse cosas que no deben estar ahí. El misterio volvía a cero.

Otra hipótesis apuntaba a la retina: un conjunto de moléculas sensibles a campos magnéticos que, en teoría, permitirían a las aves “ver” el magnetismo como un patrón visual. El problema era que nadie conseguía demostrar más allá de toda duda que aquello funcionara fuera del laboratorio o que fuera lo bastante preciso como para guiar a una paloma de Madrid a Barcelona. En ese contexto de teorías interrumpidas, aparece el nuevo estudio publicado por Science.

No es una respuesta definitiva —la ciencia rara vez ofrece respuestas definitivas—, pero sí una pieza adicional del rompecabezas: en el oído interno de las palomas existen células ciliadas que reaccionan de manera medible a variaciones del campo magnético. De todos los órganos posibles, el oído parecía el menos sospechoso. Uno piensa en equilibrio, en vibraciones, en ruidos rituales, pero no en brújulas invisibles. Y, sin embargo, ahí estan los resultados: células que, al exponerse a campos magnéticos modificados, muestran cambios eléctricos y mecánicos, como si el magnetismo activara una especie de resorte secreto.

Los científicos que firman el estudio se apresuran a aclarar que este hallazgo no prueba que las palomas “escuchen” el magnetismo. Solo demuestra que hay células con potencial sensorial. En otras palabras: que el oído podría ser parte del sistema. Podría. Es la clase de matiz que alguien celebraría con una carcajada pensando sobre la manía humana de creer que cualquier descubrimiento recién publicado resuelve el misterio entero.

Aun así, el descubrimiento es importante. No porque resuelva la cuestión, sino porque descarta otra teoría previa y añade un candidato plausible. La ciencia avanza así: descartando ideas erróneas, refinando hipótesis mejores y celebrando cuando una pieza del rompecabezas, aunque no encaje del todo, al menos pertenece al puzzle correcto.

Lo verdaderamente fascinante es pensar en la historia evolutiva de este fenómeno. Millones de años antes de que un científico alemán inventara el imán moderno, antes incluso de que la humanidad comprendiera qué era un polo magnético, algunas criaturas ya aprovechaban ese campo invisible para navegar.

Las tortugas lo hacen. Los salmónidos también. Las ballenas, probablemente. Y ahí tenemos a la paloma, modesta, cotidiana, caminando por las calles de cualquier ciudad como si no guardara ningún secreto. Pero lo guarda. Vaya si lo guarda.

El hallazgo del oído interno como posible receptor plantea preguntas nuevas: ¿De dónde proviene esta sensibilidad? ¿Es un rasgo común a las aves o exclusivo de algunas especies? ¿Por qué evolucionó en palomas, que no son migratorias de larga distancia como las golondrinas o las águilas? ¿Forma parte de un sistema híbrido junto al olfato, la visión solar y la memoria espacial?

Cada respuesta abre dos incógnitas nuevas, lo cual es un buen indicio de que los científicos están en el camino correcto. Del artículo emerge también una sensación de humildad científica. Los autores reconocen que, aunque las células ciliadas muestran sensibilidad magnética, todavía no saben cómo esa información llega al cerebro ni cómo la interpreta el sistema nervioso. En otras palabras: sabemos que hay un cable, pero no sabemos a dónde va. Sabemos que hay un mensaje, pero no conocemos el idioma.

Es un hallazgo maravilloso, porque abre una ventana más grande que la que cierra. En cierto modo, nos recuerda que seguimos viviendo en un planeta lleno de mecanismos naturales que no entendemos ni remotamente. Que los animales —incluso los que miramos por encima del hombro— llevan millones de años haciendo cosas que nosotros somos incapaces de replicar con toda nuestra tecnología reunida.

Hay una escena imaginaria que resume muy bien esta historia. Un científico, de pie frente a una paloma, le pregunta con todos los instrumentos modernos posibles:

“¿Cómo encuentras el camino?”

La paloma, sin moverse, lo mira con el mismo gesto con que mira una miga de pan. Y no contesta, porque no lo necesita. Ella simplemente vuelve a casa.

En última instancia, lo que el artículo de Science nos recuerda es que la ciencia está llena de descubrimientos modestos que brillan más por lo que insinúan que por lo que afirman. La idea de que la orientación de las palomas esté vinculada a unas células del oído no es una revelación definitiva, pero sí una invitación a seguir buscando.

El misterio sigue vivo. La paloma sigue orientándose. El ser humano sigue maravillado. Y en un mundo que a menudo presume de haberlo cartografiado todo, resulta reconfortante descubrir que a veces basta con mirar a la paloma del alféizar para recordar que todavía vivimos rodeados de preguntas sin respuesta.