Todo empezó con un titular imposible:
“El hongo hawaiano que provoca orgasmos
femeninos con solo olerlo”.
Era el año 2001, cuando internet aún creía que todo lo
que se publicaba con apariencia científica debía de ser verdad. El artículo
apareció en una publicación de nombre rimbombante, International Journal of
Medicinal Mushrooms, una revista tan desconocida como complaciente.
Firmaban el texto John Holliday y Noah Soule, que aseguraban haber descubierto
un hongo «que crece en coladas de lava de entre 600 y 1 000 años y que posee
una extraordinaria reputación como afrodisiaco femenino».
Según sus autores, «casi la mitad de las mujeres del
estudio –19 en total, una muestra digna de un almuerzo familiar– experimentaron
orgasmos espontáneos al oler el hongo». La frase, reproducida sin pudor por
cientos de medios, convirtió a la seta en una leyenda erótica moderna.
El estudio carecía de lo básico en cualquier
investigación científica: protocolo, fotografías, análisis químicos o revisión
por pares. Y, para colmo, Holliday era también editor de la revista donde
publicó su propio trabajo. Más tarde se sabría que trabajaba para una
farmacéutica interesada en comercializar un “elixir orgásmico natural”.
Aquel no fue un caso aislado. A comienzos del milenio
proliferaban las llamadas revistas de frontera, publicaciones científicas de
cartón piedra, donde se colaban hallazgos sobre el agua con memoria, las
plantas telepáticas o los cristales energéticos. Era una época de entusiasmo
crédulo, en la que bastaba un gráfico con colores y un microscopio de fondo
para convertir cualquier disparate en ciencia.
El texto de Holliday y Soule venía aderezado con una
supuesta leyenda ancestral: la de Makealani, hija del rey Kupakani de Hawái,
que un día olió un misterioso hongo anaranjado, cayó en trance amoroso y corrió
al encuentro de su amante. Una historia que mezclaba nombres maoríes y
hawaianos con la misma soltura con que Hollywood mezcla géneros.
El presunto hongo afrodisiaco pertenecía al género Dictyophora,
rebautizado por los botánicos como Phallus, nombre que ya sugiere su
forma: un tallo rosado cubierto de una mucosidad pestilente que recuerda
vagamente a la anatomía masculina. Su olor —una mezcla de pescado podrido y
carne en descomposición— no tiene nada de erótico. Sirve para atraer moscas, que
transportan sus esporas. Erotismo, lo que se dice erotismo, poco.
Phallus cinnabarina, el supuesto hongo sexual. Foto de Don Hemmes
La historia podría haber terminado ahí, de no ser porque
en 2015 la periodista de National Geographic, Christie Wilcox, decidió
comprobarlo. Contactó con Holliday, que le dio vagas indicaciones sobre dónde
buscar el hongo y ninguna evidencia de su experimento.
Wilcox descubrió pronto que la leyenda era falsa: ni
existía la princesa, ni el idioma hawaiano reconocía los nombres citados. El
profesor Glenn Kalena Silva, de la Universidad de Hawái, le confirmó que todo
era un pastiche cultural. Nadie en las islas había oído hablar del hongo
milagroso.
Con ayuda del botánico Don Hemmes, de la Universidad de
Hilo, Wilcox localizó ejemplares de Phallus cinnabarinus, una especie
común en los bosques volcánicos. Viajó con su novio Jake y, armados con libreta
y cronómetro, se dispusieron a oler la seta.
El resultado fue inequívoco. «Llegué casi al borde del
vómito», escribió Wilcox. Jake confirmó que el olor era tan insoportable que le
subió el pulso, pero por motivos distintos a la excitación. «No fue un orgasmo,
fue un instinto de supervivencia», confesó. El único éxtasis presente fue el de
escapar corriendo del hongo pestilente.
Aun así, el mito ya tenía vida propia. En los años
siguientes, páginas de remedios naturales y tiendas “wellness” vendieron
extractos de Phallus con promesas de placer garantizado. En el mejor de
los casos olían a queso rancio; en el peor, a descomposición. Algunas empresas
incluso patentaron perfumes “inspirados” en su aroma. Los críticos
coincidieron: encendían pasiones, sí, pero solo las alarmas de incendios.
Lo paradójico es que el deseo humano por hallar
afrodisiacos tiene una base biológica real. En el cerebro, los circuitos del
placer están gobernados por dopamina, oxitocina y serotonina: sustancias que se
activan ante el deseo, la comida o una melodía. Pero no existe, hasta hoy,
ningún compuesto natural capaz de desencadenar un orgasmo con solo olerlo. Y
sin embargo, seguimos creyendo. En los siglos pasados fueron las cantáridas,
las ostras o los cuernos de rinoceronte; ahora, las setas de lava y los suplementos
de herbolario. Cambia el envase, no la esperanza.
La fascinación por este “falo de lava” dice más de
nosotros que del propio hongo. Nuestra especie tiene una fe inquebrantable en
los atajos biológicos: el afrodisiaco que despierta pasiones, la pastilla que
promete felicidad, la seta que convierte el deseo en un reflejo olfativo. Como
si el amor —o el orgasmo— pudiera sintetizarse en un frasco.
En realidad, el Phallus cinnabarinus resume toda
una época: la de la ciencia convertida en espectáculo. Una prensa ávida de
clics, un público dispuesto a creer cualquier promesa que huela —literal o
figuradamente— a sexo, y unos “investigadores” que confunden el laboratorio con
un gabinete de marketing. Lo que antes se vendía como alquimia, ahora se
disfraza de biología molecular.
Hoy, más de veinte años después, el hongo orgásmico
hawaiano sigue apareciendo en foros y documentales de dudosa factura. No hay
rastro de su supuesto principio activo ni de la farmacéutica que lo iba a
comercializar. Lo único real es el hedor. Wilcox lo resumió mejor que nadie: «Si
ese hongo provoca algo parecido a un orgasmo, es porque el alivio de dejar de
olerlo puede confundirse con placer».
Y así, entre coladas de lava, titulares sensacionalistas
y laboratorios imaginarios, el Phallus cinnabarinus se ganó un lugar en
la mitología contemporánea: el afrodisiaco más repugnante del mundo. Un
recordatorio de que la ciencia sin rigor puede ser tan peligrosa como el amor
sin sentido del humor, y de que la credulidad humana, como las esporas de un
hongo, se propaga con sorprendente facilidad.















