A veces ocurre que estamos tan
confundidos que no sabemos muy bien dónde termina la verdad de nuestros sueños
y comienzan las mentiras de nuestra vida. El de Smedley D. Butler no es el
único caso en el que alguien que ha dedicado su vida a la milicia no abomina de
su pasado, pero rectifica cuando se da cuenta de que las ideas, como el tiempo,
mutan.
En la página 18 de un libro
impagable (Por el bien del Imperio, Pasado & Presente, 2011), el
historiador Josep Fontana recordaba uno de los libros más lúcidos acerca de la
Guerra Fría —Washington Rules. America’s Path to Permanent War
(Metropolitan Books, 2010)—, escrito por Andrew Bacevich, un coronel de los
Estados Unidos que, cuando pasó a la zona oriental tras la caída del muro de
Berlín y vio con sus propios ojos cuál era el lamentable estado del mundo
enemigo contra el que había luchado: «comenzó a pensar en la posibilidad de que
las verdades que había ido acumulando durante los veintitrés años anteriores
como soldado profesional —especialmente verdades sobre la Guerra Fría y la
política exterior de Estados Unidos— podían no ser del todo verdaderas».
La cita de Bacevich, obtenida en
la relectura veraniega del libro de Fontana, la he asociado inmediatamente con
el caso más sonado de militar devenido en antimilitarista y líder pacifista: el
de Smedley Darlington Butler, Mayor General del Cuerpo de Infantería de Marina
de los Estados Unidos. Fue el capitán más joven y el militar más condecorado en
la historia del país, uno de los dos únicos marines en recibir por heroísmo en
combate dos Medallas de Honor del Congreso. Hasta su muerte, en 1940, fue también
el oficial más querido por las tropas, un general con rostro de granjero y
verbo de predicador.
Butler participó en casi todas
las guerras que definieron la expansión imperial de Estados Unidos: en Cuba
durante la guerra contra España; en las Filipinas, durante la guerra Filipino-estadounidense;
en China, sofocando la rebelión de los bóxers; en las guerras bananeras en
Honduras y Nicaragua; en la toma de Veracruz, México, donde obtuvo su primera
Medalla de Honor; en la ocupación de Haití, donde obtuvo la segunda; en la
Primera Guerra Mundial y, más tarde, otra vez en China. Si se elaborara una
lista de los militares estadounidenses más distinguidos en los campos de
batalla, Butler ocuparía uno de los primeros lugares.
Pero también sería el primero en
tirar de la manta. En Connecticut, el 21 de agosto de 1931, el general Butler
pronunció un sorprendente discurso en el que denunció el carácter imperialista
de las intervenciones en el extranjero de las fuerzas armadas de Estados
Unidos. Esta fue parte de su alocución:
«Pasé treinta y tres años y cuatro
meses en el servicio activo como miembro de la fuerza militar más eficaz de
nuestra nación, la Infantería de Marina. Presté mis servicios en todos los
rangos de la oficialidad, desde subteniente hasta mayor general… Durante ese
periodo dediqué la mayor parte de mi tiempo a ser un gánster de primera
categoría al servicio de las grandes empresas, de Wall Street y de los
banqueros… En pocas palabras, fui un chantajista, un matón, un pistolero a las
órdenes del capitalismo…
En 1924 ayudé a hacer que México, y
especialmente Tampico, quedaran asegurados para los intereses petroleros
estadounidenses. Colaboré a hacer de Haití y Cuba lugares apropiados para que
los muchachos del National City Bank pudieran obtener sus ingresos. Ayudé a
violar a media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall
Street. [...]
Fui premiado con honores, medallas y
ascensos. Pero cuando miro hacia atrás considero que podría haber dado algunas
sugerencias a Al Capone. Él, como gánster, operó en tres distritos de una
ciudad. Yo, como Marine, operé en tres continentes. La bandera sigue al dólar y
los soldados siguen a la bandera».
Tras analizar su propia
experiencia militar, Butler denunció el enriquecimiento de los proveedores de
las fuerzas armadas, tema que un cuarto de siglo después retomaría el
presidente Eisenhower cuando, al final de su segundo mandato, alertó sobre el
poder corrosivo del que llamó “complejo militar-industrial”. Butler se
convirtió en un campeón del movimiento pacifista y recorrió el país dando
conferencias.
En 1935, la editorial Round Table
Press publicó War is a Racket (La guerra es una estafa), el libro
en el que Butler resumió su autocrítica con una lucidez extraordinaria.
Denunció el latrocinio que el Gobierno ejercía sobre sus propios soldados, el
negocio de los fabricantes de municiones y equipos que vendían a ambos bandos
durante la Primera Guerra Mundial, y propuso que las fuerzas armadas
estadounidenses sólo pudieran intervenir en defensa del territorio nacional.
Para ello sugería limitar la acción de la Marina a 200 millas y la de la
Aviación a 500 millas desde la costa, y someter toda guerra ofensiva a un
plebiscito en el que solo pudieran votar los llamados a empuñar las armas.
Fue una propuesta ingenua, sí,
pero también heroica: un intento de devolver la guerra a quienes la sufren, y
no a quienes la financian. Sin embargo, el episodio que consolidó su leyenda no
se libró en los campos de batalla ni en los auditorios, sino en los pasillos
del Congreso. En 1933, un grupo de poderosos empresarios —entre ellos figuras
vinculadas a J.P. Morgan, DuPont y General Motors— contactó con Butler para
ofrecerle el mando de una milicia privada de medio millón de veteranos. El
plan, que pasaría a la historia como el Business Plot o Wall Street
Putsch, pretendía derrocar al presidente Franklin D. Roosevelt e instaurar
un régimen corporativo al estilo de Mussolini.
Querían un dictador patriota, un
militar con carisma popular que contuviera el New Deal y devolviera el
país a las manos de los grandes intereses. Butler, al que creían un hombre
manipulable, los escuchó con aparente interés y luego los denunció. Compareció
ante el Comité McCormack-Dickstein de la Cámara de Representantes y relató los
detalles del complot con nombres y cifras.
El comité corroboró que los
contactos existieron, aunque el asunto fue discretamente silenciado. El golpe
nunca se materializó, pero la semilla de la sospecha germinó: que el
patriotismo, en los Estados Unidos, podía servir tanto para liberar pueblos como
para esclavizarlos; tanto para defender la democracia como para sofocarla.
A Butler lo llamaron paranoico,
comunista, traidor. Él respondió con la serenidad de quien ya no tiene nada que
perder: «Prefiero que me llamen traidor a mi clase antes que traidor a mi
país».
Siguió escribiendo y dando
conferencias hasta su muerte, en 1940, en su casa de Pensilvania, con el
uniforme colgado en el armario y el alma en paz. Había sido el soldado más
condecorado de su nación y terminó siendo su conciencia más incómoda.
Hay quienes creen que Butler se arrepintió tarde. Pero quizá, como sugiere Bacevich, la verdad no está tanto en el arrepentimiento como en el descubrimiento. Butler descubrió que el enemigo no estaba siempre al otro lado del mar. A veces estaba en casa, sonriendo desde un consejo de administración.