Si uno pasea por los márgenes de
una ciudad o se detiene junto a las vías del tren, puede encontrar un árbol de
copa ancha y hojas enormes, compuestas por hasta veinte foliolos que crecen
enfrentados como las alas de un insecto prehistórico. El tronco, recto y de
corteza gris, se erige con la arrogancia de quien ha nacido para colonizar
espacios baldíos. En verano, el aire se impregna de un olor dulzón y agrio a la
vez, casi animal, que anuncia su presencia antes de que los ojos lo descubran.
Es el ailanto (Ailanthus altissima), también conocido como “árbol del
cielo”.
El nombre le sienta bien y mal al
mismo tiempo. Procede del malayo ailanto, “árbol del cielo”, y del latín altissima,
“el más alto”. Un nombre de resonancia celestial para un árbol que crece con
desesperación terrenal. Porque el ailanto no se eleva como símbolo de nobleza
ni de eternidad, sino como metáfora del exceso: crece deprisa, demasiado
deprisa, como si quisiera alcanzar el cielo antes de que alguien le recuerde
que no le pertenece.
Originario del norte y el centro
de China, el ailanto fue recibido con entusiasmo en Europa a finales del siglo
XVIII. Llegó como llegan los inventos prometedores: envuelto en la fe del
progreso. Su crecimiento veloz, su capacidad de prosperar en suelos pobres y su
resistencia a la contaminación urbana lo convirtieron en el candidato ideal
para la repoblación de zonas degradadas. Las autoridades forestales lo
celebraron como un símbolo de modernidad botánica.
Durante décadas se plantó en
cunetas, parques, escombreras, taludes de carreteras y márgenes de ciudades.
Era el árbol perfecto para un mundo con prisa. Su sombra parecía el emblema del
futuro: rápido, eficiente, resistente. Europa soñaba con reforestar a la
velocidad de la industria. Pero el cielo, como sabemos, puede ser engañoso.
El ailanto resultó ser un huésped
incómodo. Bajo su aparente generosidad se escondía una voluntad de dominio. Su
sistema de raíces es vigoroso, profundo, invasor. De cada corte de tronco
brotan nuevos tallos; de cada tallo, nuevas colonias. Su semilla, ligera y
alada, viaja con el viento como un rumor que se multiplica. Lo peor, sin
embargo, no está en su fuerza física, sino en su química: el ailanto es una
planta alelopática, capaz de segregar sustancias tóxicas que impiden el
crecimiento de otras especies a su alrededor. Donde él prospera, la
biodiversidad retrocede.
Además, su sombra no cobija:
desplaza, porque las flores femeninas exhalan un olor penetrante, desagradable,
casi nauseabundo, que impregna el aire con una persistencia que parece un
aviso: mantente alejado. No es el perfume de un bosque, sino el aliento de una
invasión. En algunas calles, cuando florece, basta una ráfaga para que el aire
se vuelva agrio y el paseante, sin saberlo, sienta que algo está fuera de
lugar.
Erradicarlo es casi imposible.
Los herbicidas apenas lo afectan. Cortarlo no sirve: vuelve a brotar desde el
tocón, más fuerte, más obstinado. Las raíces viajan bajo tierra y emergen
metros más allá, como si la planta tuviera una inteligencia secreta. Su
capacidad de resistencia ha hecho que figure en el Catálogo Español de Especies
Exóticas Invasoras, cuya eliminación es hoy una obligación legal.
El ailanto no es un error de la
naturaleza. Es un error humano. Un error de planificación. Durante siglos
creímos que bastaba con dominar la botánica para domesticar la tierra. Que
bastaba con importar especies útiles, rápidas, adaptables. Pero los bosques no
se improvisan: se construyen con paciencia, con respeto, con tiempo. En el
siglo de la urgencia, el ailanto fue una metáfora perfecta.
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| Caracteres generales de Ailanthus altissima. |
Su historia condensa nuestra
ansiedad moderna: queríamos reforestar sin esperar, sanar los paisajes heridos
sin comprender sus ritmos. Y el ailanto, dócil al principio, respondió como lo
hace la naturaleza cuando se la subestima: con una lección de humildad.
En las ciudades, crece entre las
grietas del asfalto, trepa por los muros abandonados, brota en los patios
olvidados de las fábricas. No necesita permiso. Es el árbol de los márgenes, el
árbol que prospera donde los demás mueren. Hay una belleza sombría en esa
obstinación. Sus hojas, cuando el viento las agita, producen un rumor áspero,
como un idioma vegetal que habla de resistencia y de ruina.
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| Flores masculinas |
El ailanto no es el enemigo. Es
el espejo. Nos muestra lo que ocurre cuando confundimos utilidad con armonía,
rapidez con regeneración, planificación con precipitación. Algunos botánicos
comparan su expansión con la del pensamiento humano cuando se emancipa de la
prudencia. La naturaleza del ailanto es la misma que la del progreso sin freno:
crece para ocuparlo todo. En esa carrera hacia arriba hay una enseñanza amarga:
lo que crece sin límite acaba por asfixiar su propio entorno.
En su tierra natal, Ailanthus
altissima es solo una pieza más del mosaico vegetal. Allí, sus enemigos
naturales —hongos, insectos, competidores— limitan su ambición. En Europa, sin
rivales, se convirtió en conquistador. La lección es sencilla y universal:
fuera de contexto, toda virtud se transforma en amenaza.
Algunos municipios han intentado
reemplazarlo con especies autóctonas, pero el proceso es lento y costoso. Cada
tocón abandonado puede regenerar un bosque de clones. A veces, tras eliminar
los troncos, los jardineros se encuentran con una alfombra de brotes jóvenes,
renacidos en pocos meses. El ailanto parece tener memoria, o una forma de
tenacidad que roza la venganza.
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| Futos alados. La semilla se observa en el centro como una perla amarillenta. |
Y, sin embargo, hay en él una
melancolía inevitable. Mirado de cerca, su corteza lisa y sus hojas simétricas
son hermosas. Bajo el sol de junio, sus racimos florales se iluminan con un
resplandor dorado. Quizá el árbol no tenga culpa de nada. Quizá el verdadero
invasor seamos nosotros, siempre dispuestos a trasladar el mundo a nuestro
antojo.
El ailanto, “árbol del cielo”,
quiso tocarlo y lo logró. Pero lo hizo desde el barro, abriéndose paso entre
ruinas y carreteras, alimentándose del polvo de los márgenes. Su ascenso no fue
una ascensión espiritual, sino una conquista silenciosa, vegetal, que se
extiende sin permiso.
A veces los árboles no son
símbolos de esperanza, sino advertencias. El ailanto nos recuerda que la
naturaleza no obedece decretos, que la velocidad no siempre es virtud y que los
ecosistemas, como las civilizaciones, se desmoronan cuando se violan sus
equilibrios.
Hay árboles que crecen hacia la luz. Otros, como este, crecen hacia nuestra sombra.



