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sábado, 8 de noviembre de 2025

AILANTO, EL ÁRBOL QUE QUISO TOCAR EL CIELO

 

Si uno pasea por los márgenes de una ciudad o se detiene junto a las vías del tren, puede encontrar un árbol de copa ancha y hojas enormes, compuestas por hasta veinte foliolos que crecen enfrentados como las alas de un insecto prehistórico. El tronco, recto y de corteza gris, se erige con la arrogancia de quien ha nacido para colonizar espacios baldíos. En verano, el aire se impregna de un olor dulzón y agrio a la vez, casi animal, que anuncia su presencia antes de que los ojos lo descubran. Es el ailanto (Ailanthus altissima), también conocido como “árbol del cielo”.

El nombre le sienta bien y mal al mismo tiempo. Procede del malayo ailanto, “árbol del cielo”, y del latín altissima, “el más alto”. Un nombre de resonancia celestial para un árbol que crece con desesperación terrenal. Porque el ailanto no se eleva como símbolo de nobleza ni de eternidad, sino como metáfora del exceso: crece deprisa, demasiado deprisa, como si quisiera alcanzar el cielo antes de que alguien le recuerde que no le pertenece.

Originario del norte y el centro de China, el ailanto fue recibido con entusiasmo en Europa a finales del siglo XVIII. Llegó como llegan los inventos prometedores: envuelto en la fe del progreso. Su crecimiento veloz, su capacidad de prosperar en suelos pobres y su resistencia a la contaminación urbana lo convirtieron en el candidato ideal para la repoblación de zonas degradadas. Las autoridades forestales lo celebraron como un símbolo de modernidad botánica.

Durante décadas se plantó en cunetas, parques, escombreras, taludes de carreteras y márgenes de ciudades. Era el árbol perfecto para un mundo con prisa. Su sombra parecía el emblema del futuro: rápido, eficiente, resistente. Europa soñaba con reforestar a la velocidad de la industria. Pero el cielo, como sabemos, puede ser engañoso.

El ailanto resultó ser un huésped incómodo. Bajo su aparente generosidad se escondía una voluntad de dominio. Su sistema de raíces es vigoroso, profundo, invasor. De cada corte de tronco brotan nuevos tallos; de cada tallo, nuevas colonias. Su semilla, ligera y alada, viaja con el viento como un rumor que se multiplica. Lo peor, sin embargo, no está en su fuerza física, sino en su química: el ailanto es una planta alelopática, capaz de segregar sustancias tóxicas que impiden el crecimiento de otras especies a su alrededor. Donde él prospera, la biodiversidad retrocede.

Además, su sombra no cobija: desplaza, porque las flores femeninas exhalan un olor penetrante, desagradable, casi nauseabundo, que impregna el aire con una persistencia que parece un aviso: mantente alejado. No es el perfume de un bosque, sino el aliento de una invasión. En algunas calles, cuando florece, basta una ráfaga para que el aire se vuelva agrio y el paseante, sin saberlo, sienta que algo está fuera de lugar.

Erradicarlo es casi imposible. Los herbicidas apenas lo afectan. Cortarlo no sirve: vuelve a brotar desde el tocón, más fuerte, más obstinado. Las raíces viajan bajo tierra y emergen metros más allá, como si la planta tuviera una inteligencia secreta. Su capacidad de resistencia ha hecho que figure en el Catálogo Español de Especies Exóticas Invasoras, cuya eliminación es hoy una obligación legal.

El ailanto no es un error de la naturaleza. Es un error humano. Un error de planificación. Durante siglos creímos que bastaba con dominar la botánica para domesticar la tierra. Que bastaba con importar especies útiles, rápidas, adaptables. Pero los bosques no se improvisan: se construyen con paciencia, con respeto, con tiempo. En el siglo de la urgencia, el ailanto fue una metáfora perfecta.

Caracteres generales de Ailanthus altissima. 

Su historia condensa nuestra ansiedad moderna: queríamos reforestar sin esperar, sanar los paisajes heridos sin comprender sus ritmos. Y el ailanto, dócil al principio, respondió como lo hace la naturaleza cuando se la subestima: con una lección de humildad.

En las ciudades, crece entre las grietas del asfalto, trepa por los muros abandonados, brota en los patios olvidados de las fábricas. No necesita permiso. Es el árbol de los márgenes, el árbol que prospera donde los demás mueren. Hay una belleza sombría en esa obstinación. Sus hojas, cuando el viento las agita, producen un rumor áspero, como un idioma vegetal que habla de resistencia y de ruina.

Flores masculinas

El ailanto no es el enemigo. Es el espejo. Nos muestra lo que ocurre cuando confundimos utilidad con armonía, rapidez con regeneración, planificación con precipitación. Algunos botánicos comparan su expansión con la del pensamiento humano cuando se emancipa de la prudencia. La naturaleza del ailanto es la misma que la del progreso sin freno: crece para ocuparlo todo. En esa carrera hacia arriba hay una enseñanza amarga: lo que crece sin límite acaba por asfixiar su propio entorno.

En su tierra natal, Ailanthus altissima es solo una pieza más del mosaico vegetal. Allí, sus enemigos naturales —hongos, insectos, competidores— limitan su ambición. En Europa, sin rivales, se convirtió en conquistador. La lección es sencilla y universal: fuera de contexto, toda virtud se transforma en amenaza.

Algunos municipios han intentado reemplazarlo con especies autóctonas, pero el proceso es lento y costoso. Cada tocón abandonado puede regenerar un bosque de clones. A veces, tras eliminar los troncos, los jardineros se encuentran con una alfombra de brotes jóvenes, renacidos en pocos meses. El ailanto parece tener memoria, o una forma de tenacidad que roza la venganza.

Futos alados. La semilla se observa en el centro como una perla amarillenta.

Y, sin embargo, hay en él una melancolía inevitable. Mirado de cerca, su corteza lisa y sus hojas simétricas son hermosas. Bajo el sol de junio, sus racimos florales se iluminan con un resplandor dorado. Quizá el árbol no tenga culpa de nada. Quizá el verdadero invasor seamos nosotros, siempre dispuestos a trasladar el mundo a nuestro antojo.

El ailanto, “árbol del cielo”, quiso tocarlo y lo logró. Pero lo hizo desde el barro, abriéndose paso entre ruinas y carreteras, alimentándose del polvo de los márgenes. Su ascenso no fue una ascensión espiritual, sino una conquista silenciosa, vegetal, que se extiende sin permiso.

A veces los árboles no son símbolos de esperanza, sino advertencias. El ailanto nos recuerda que la naturaleza no obedece decretos, que la velocidad no siempre es virtud y que los ecosistemas, como las civilizaciones, se desmoronan cuando se violan sus equilibrios.

Hay árboles que crecen hacia la luz. Otros, como este, crecen hacia nuestra sombra.