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miércoles, 5 de noviembre de 2025

TRAS LAS HUELLAS DE CHARLES MARION RUSSELL

 

El 25 de mayo de 2022 llegué al Museo de la Sociedad Histórica de Montana, en Helena. Lo recuerdo bien porque era el día de mi cumpleaños y porque, pese a que la primavera debía estar en su apogeo, una ventisca me había acompañado buena parte del camino. Había pasado unos días recorriendo el Parque Nacional de los Glaciares, un territorio tan deslumbrante que parecía inventado, y me dirigía hacia Bozeman, camino de Yellowstone. Pero antes de continuar quería cumplir un propósito que llevaba años aplazando: ver con mis propios ojos las pinturas de Charles Marion Russell.

Solo conocía su obra por reproducciones en libros de historia del Oeste y por alguna postal desvaída. Me intrigaba cómo aquel vaquero autodidacta había llegado a convertirse en el pintor más querido de Montana y en el cronista visual de un mundo que desaparecía bajo sus propios cascos. En el trayecto desde Great Falls —donde había visitado su casa museo, levantada junto a los pinos y los matorrales que sobreviven al viento del Misuri— tuve tiempo de pensar en esa paradoja: un hombre sin formación artística formal que acabó retratando, con una precisión y ternura insólitas, el fin del Viejo Oeste.

Después de cruzar el Misuri, el viaje desde Great Falls a Helena atraviesa un paisaje que parece extraído de uno de sus cuadros. Las montañas se abren en valles luminosos y los ríos serpentean entre praderas que aún conservan el aroma a salvia. En la distancia, los ranchos dispersos y los postes telefónicos recuerdan la soledad de los pioneros. Allí entendí que Russell no había inventado nada: simplemente había pintado lo que veía, pero con la mirada de quien sabe que todo se está yendo.

Russell nació en San Luis en 1864, cuando aún resonaban los cañones de la Guerra de Secesión. A los quince años escapó de la comodidad familiar y se fue al Oeste con la determinación romántica de convertirse en cowboy. En realidad, lo fue solo durante un tiempo, y no precisamente el mejor. No destacaba en las faenas del rancho ni en las broncas de taberna, pero sí en algo que pocos de sus compañeros valoraban: observaba. Mientras otros domaban potros o se jugaban el sueldo en el póker, él garabateaba escenas en trozos de cartón, huesos o calaveras de búfalo. Su talento consistía en ver lo que otros apenas intuían: la melancolía de un campamento indio al amanecer, el brillo del polvo sobre una manada a la carrera, la fugacidad de un mundo que se desvanecía.

Charles Marion Russell en su estudio en Great Falls, Montana. Russell está sentado en la barandilla del porche frente a su estudio de troncos en 1907. Además de las astas que adornaban el techo, el estudio, construido con postes telefónicos junto a su casa en la Cuarta Avenida Norte en 1903, estaba lleno de su colección de artefactos nativos americanos y otros arreos del Oeste. Fuente: Estudio Ecklund. Archivos fotográficos de la Sociedad Histórica de Montana, Helena, Montana. 

Hacia 1880 Montana era todavía un territorio indómito, poblado de pieles rojas, tramperos y buscadores de fortuna. Russell lo contemplaba todo con la mirada de un testigo privilegiado, como si sospechara que aquel paisaje épico pronto se convertiría en postal. Cuando llegó la gran nevada de 1886, que arrasó el ganado y arruinó a medio territorio, Russell dejó en el porche de su patrón un dibujo, Waiting for a Chinook, que lo decía todo: unos lobos rodeando a una vaca famélica que desfallecía sobre un ventisquero bajo una luna helada” Aquel esbozo, enviado después a un periódico, lo hizo famoso de la noche a la mañana. Había nacido un artista.

A partir de entonces su vida fue una sucesión de encargos, exposiciones y viajes. Pero Russell nunca se dejó domesticar por el éxito. Se instaló en Great Falls, donde levantó su propio taller en una cabaña construida con postes de telégrafo —que hoy se visita como casa museo— y siguió pintando con la obstinación de quien intenta salvar algo del olvido. Pintaba a los cowboys, sí, pero también a los pueblos nativos, con una empatía poco común para su tiempo. En sus lienzos no hay buenos ni malos: hay seres humanos enfrentados a la intemperie y al destino.

Russell convivió en las galerías y en los catálogos con otro gigante del arte del Oeste: Frederic Remington. A menudo los comparan, pero lo cierto es que pertenecen a mundos distintos. Remington era el artista del poder y la conquista; Russell, el del ocaso. Remington pintaba la gloria del ejército y los grandes gestos, mientras Russell se fijaba en los gestos pequeños: una mano que se posa en el cuello del caballo, una mirada perdida hacia el horizonte. Donde Remington veía epopeya, Russell veía melancolía.

Sus cuadros no idealizan la violencia ni la conquista. Al contrario, destilan un sentimiento elegíaco, como si el pintor lamentara la desaparición de la frontera que lo había moldeado. Russell no fue un historiador ni un documentalista, sino un narrador con pinceles. Cada una de sus obras cuenta una historia, y todas juntas componen una memoria visual del Oeste más auténtico que muchas crónicas escritas.

Cuando uno contempla In Without Knocking o The Wagon Boss, entiende por qué lo llamaron “el cronista del Oeste”. En sus lienzos, los caballos parecen moverse y el polvo huele a cuero y a café de puchero. La luz, tamizada por el humo de las fogatas, tiene la textura exacta de las tardes de pradera. Pero lo que más emociona no es la técnica, sino la humanidad. Russell no pintaba héroes, sino supervivientes.

En el museo de Helena, las salas dedicadas a su obra están llenas de ese silencio respetuoso que solo logran los artistas verdaderos. Frente a un cuadro titulado The Scout, me quedé un buen rato inmóvil. El rostro del indio, recortado contra el horizonte, tenía una dignidad serena. Pensé que Russell había comprendido antes que nadie que el Oeste no era un lugar, sino un tiempo, y que ese tiempo se había acabado.

Su vida también se extinguió con un aire de leyenda. Murió en 1926, justo cuando Hollywood empezaba a fabricar su propio Oeste con actores repeinados y caballos relucientes. Mientras los estudios convertían la frontera en espectáculo, Russell dejaba un testamento de autenticidad: centenares de óleos, acuarelas y esculturas que todavía conservan el aroma a polvo, a sudor y a bisonte. En Montana, su nombre se pronuncia con el mismo respeto que el de un viejo amigo.

De vuelta a la carretera, mientras la nieve golpeaba el parabrisas y el cielo se cerraba sobre las montañas, pensé que quizás Russell había pintado exactamente eso: la obstinación humana de avanzar en medio de la tormenta. Seguía mi ruta hacia Bozeman con la idea de alcanzar Yellowstone al día siguiente, pero su obra me acompañó durante todo el trayecto.

En cada curva creía ver una de sus escenas: un jinete solitario cruzando un río helado, un campamento indígena junto al humo de una hoguera, un atardecer que parecía durar siglos. Y entendí, por fin, que el arte de Russell no consistía en reproducir el pasado, sino en recordarnos que el Oeste —ese territorio de libertad y pérdida— está también dentro de nosotros desde la niñez.