El 25 de mayo de 2022 llegué al
Museo de la Sociedad Histórica de Montana, en Helena. Lo recuerdo bien porque
era el día de mi cumpleaños y porque, pese a que la primavera debía estar en su
apogeo, una ventisca me había acompañado buena parte del camino. Había pasado
unos días recorriendo el Parque Nacional de los Glaciares, un territorio tan
deslumbrante que parecía inventado, y me dirigía hacia Bozeman, camino de
Yellowstone. Pero antes de continuar quería cumplir un propósito que llevaba
años aplazando: ver con mis propios ojos las pinturas de Charles Marion
Russell.
Solo conocía su obra por
reproducciones en libros de historia del Oeste y por alguna postal desvaída. Me
intrigaba cómo aquel vaquero autodidacta había llegado a convertirse en el
pintor más querido de Montana y en el cronista visual de un mundo que desaparecía
bajo sus propios cascos. En el trayecto desde Great Falls —donde había visitado
su casa museo, levantada junto a los pinos y los matorrales que sobreviven al
viento del Misuri— tuve tiempo de pensar en esa paradoja: un hombre sin
formación artística formal que acabó retratando, con una precisión y ternura
insólitas, el fin del Viejo Oeste.
Después de cruzar el Misuri, el
viaje desde Great Falls a Helena atraviesa un paisaje que parece extraído de
uno de sus cuadros. Las montañas se abren en valles luminosos y los ríos
serpentean entre praderas que aún conservan el aroma a salvia. En la distancia,
los ranchos dispersos y los postes telefónicos recuerdan la soledad de los
pioneros. Allí entendí que Russell no había inventado nada: simplemente había
pintado lo que veía, pero con la mirada de quien sabe que todo se está yendo.
Russell nació en San Luis en
1864, cuando aún resonaban los cañones de la Guerra de Secesión. A los quince
años escapó de la comodidad familiar y se fue al Oeste con la determinación
romántica de convertirse en cowboy. En realidad, lo fue solo durante un tiempo,
y no precisamente el mejor. No destacaba en las faenas del rancho ni en las
broncas de taberna, pero sí en algo que pocos de sus compañeros valoraban:
observaba. Mientras otros domaban potros o se jugaban el sueldo en el póker, él
garabateaba escenas en trozos de cartón, huesos o calaveras de búfalo. Su
talento consistía en ver lo que otros apenas intuían: la melancolía de un
campamento indio al amanecer, el brillo del polvo sobre una manada a la carrera,
la fugacidad de un mundo que se desvanecía.
Hacia 1880 Montana era todavía un
territorio indómito, poblado de pieles rojas, tramperos y buscadores de
fortuna. Russell lo contemplaba todo con la mirada de un testigo privilegiado,
como si sospechara que aquel paisaje épico pronto se convertiría en postal.
Cuando llegó la gran nevada de 1886, que arrasó el ganado y arruinó a medio
territorio, Russell dejó en el porche de su patrón un dibujo, Waiting for a
Chinook, que lo decía todo: unos lobos rodeando a una vaca famélica que
desfallecía sobre un ventisquero bajo una luna helada” Aquel esbozo, enviado
después a un periódico, lo hizo famoso de la noche a la mañana. Había nacido un
artista.
A partir de entonces su vida fue
una sucesión de encargos, exposiciones y viajes. Pero Russell nunca se dejó
domesticar por el éxito. Se instaló en Great Falls, donde levantó su propio
taller en una cabaña construida con postes de telégrafo —que hoy se visita como
casa museo— y siguió pintando con la obstinación de quien intenta salvar algo
del olvido. Pintaba a los cowboys, sí, pero también a los pueblos nativos, con
una empatía poco común para su tiempo. En sus lienzos no hay buenos ni malos:
hay seres humanos enfrentados a la intemperie y al destino.
Russell convivió en las galerías
y en los catálogos con otro gigante del arte del Oeste: Frederic Remington. A
menudo los comparan, pero lo cierto es que pertenecen a mundos distintos.
Remington era el artista del poder y la conquista; Russell, el del ocaso.
Remington pintaba la gloria del ejército y los grandes gestos, mientras Russell
se fijaba en los gestos pequeños: una mano que se posa en el cuello del
caballo, una mirada perdida hacia el horizonte. Donde Remington veía epopeya,
Russell veía melancolía.
Sus cuadros no idealizan la
violencia ni la conquista. Al contrario, destilan un sentimiento elegíaco, como
si el pintor lamentara la desaparición de la frontera que lo había moldeado.
Russell no fue un historiador ni un documentalista, sino un narrador con
pinceles. Cada una de sus obras cuenta una historia, y todas juntas componen
una memoria visual del Oeste más auténtico que muchas crónicas escritas.
Cuando uno contempla In
Without Knocking o The Wagon Boss, entiende por qué lo llamaron “el
cronista del Oeste”. En sus lienzos, los caballos parecen moverse y el polvo
huele a cuero y a café de puchero. La luz, tamizada por el humo de las fogatas,
tiene la textura exacta de las tardes de pradera. Pero lo que más emociona no
es la técnica, sino la humanidad. Russell no pintaba héroes, sino
supervivientes.
En el museo de Helena, las salas
dedicadas a su obra están llenas de ese silencio respetuoso que solo logran los
artistas verdaderos. Frente a un cuadro titulado The Scout, me quedé un
buen rato inmóvil. El rostro del indio, recortado contra el horizonte, tenía
una dignidad serena. Pensé que Russell había comprendido antes que nadie que el
Oeste no era un lugar, sino un tiempo, y que ese tiempo se había acabado.
Su vida también se extinguió con
un aire de leyenda. Murió en 1926, justo cuando Hollywood empezaba a fabricar
su propio Oeste con actores repeinados y caballos relucientes. Mientras los
estudios convertían la frontera en espectáculo, Russell dejaba un testamento de
autenticidad: centenares de óleos, acuarelas y esculturas que todavía conservan
el aroma a polvo, a sudor y a bisonte. En Montana, su nombre se pronuncia con
el mismo respeto que el de un viejo amigo.
De vuelta a la carretera,
mientras la nieve golpeaba el parabrisas y el cielo se cerraba sobre las
montañas, pensé que quizás Russell había pintado exactamente eso: la
obstinación humana de avanzar en medio de la tormenta. Seguía mi ruta hacia
Bozeman con la idea de alcanzar Yellowstone al día siguiente, pero su obra me
acompañó durante todo el trayecto.
En cada curva creía ver una de sus escenas: un jinete solitario cruzando un río helado, un campamento indígena junto al humo de una hoguera, un atardecer que parecía durar siglos. Y entendí, por fin, que el arte de Russell no consistía en reproducir el pasado, sino en recordarnos que el Oeste —ese territorio de libertad y pérdida— está también dentro de nosotros desde la niñez.


