Vistas de página en total

sábado, 8 de noviembre de 2025

DEL REALITY SHOW AL REINADO TRUMP

 

Donald Trump no nació en la política: fue un producto televisivo antes que un candidato. Cuando ganó la presidencia en 2016, lo hizo con la ventaja de ser una cara conocida en todo el país gracias a The Apprentice, su reality show sobre empresarios agresivos y aprendices humillados. Como todo reality, tenía poco de realidad y mucho de espectáculo. Pero el personaje Trump encajaba en ese formato como si hubiera sido diseñado para él.

La telerrealidad es, por definición, una trampa. Juega a simular espontaneidad donde hay guion, a premiar lo vulgar bajo la etiqueta de lo “auténtico”. En ese universo de imposturas, Trump aprendió a convertir el mal gusto en transgresión y la grosería en marca personal. Esa versión manufacturada de sí mismo —el empresario genial, hecho a sí mismo, salvado de sus deudas por el instinto y la audacia— se vendió como entretenimiento. “Solo es un show”, pensaba la audiencia. ¿Qué daño podía hacer?

El daño se reveló cuando ese personaje televisivo se mudó al Despacho Oval. Los comentaristas acuñaron el término “política reality” para describir su estilo de gobierno: exportó al terreno institucional las reglas del espectáculo, incluida la creación de realidades alternativas. Durante años, los medios documentaron sus falsedades con precisión quirúrgica, pero sus seguidores parecían inmunes a los hechos. Si habían creído su mito de empresario triunfador, ¿por qué no iban a creer que las elecciones de 2020 fueron robadas?

El asalto al Capitolio fue el clímax natural de esa narrativa, el momento en que el guion televisivo se convirtió en insurrección real. La frontera entre ficción y poder se disolvió. El espectáculo había devorado a la república.

Pero todo formato de éxito merece una secuela. El Trump 2.0 llega con subidón tecnológico: ahora la realidad paralela se fabrica con inteligencia artificial. La Casa Blanca actual no se limita a manipular discursos o tergiversar cifras; produce directamente vídeos y fotos falsos con generadores digitales. El meme se ha convertido en comunicación institucional.

Si el presidente quiere rediseñar Oriente Próximo, difunde sin pudor un vídeo de dudoso origen sobre la futura “Riviera Gaza”. Si desea atacar a los demócratas por el cierre de gobierno, publica un montaje donde el líder Jeffries aparece con un sombrero mexicano. Cuando lo acusan de creerse un rey, responde con un vídeo —también generado por IA— en el que él mismo, ataviado como un monarca-piloto de combate, bombardea con excrementos a los manifestantes. En el universo Trump, la escatología se confunde con la estrategia.

La lógica es la misma de siempre: epatar, marcar el discurso, ahogar a los periodistas en el barro informativo —como decía Steve Bannon, con un término más escatológico aún—. Cuanto mayor es la indignación, más combustible obtiene la maquinaria. Lo que en otro tiempo habría sido un escándalo ahora se celebra como “autenticidad”. Lo grotesco se ha convertido en un signo de identidad política.

Y lo peor es que funciona. Hay quien lo celebra, quien lo ríe y quien, pese a todo, lo vota. Lo inquietante no es solo el espectáculo, sino la normalización del espectáculo como forma de poder. Una parte del electorado ha aprendido a tolerar —o incluso admirar— la renuncia a la dignidad institucional. Si el presidente humilla, miente o difama, es porque “dice lo que otros no se atreven”. En la era del reality perpetuo, el mal gusto se confunde con la franqueza.

El 18 de octubre, unos siete millones de estadounidenses salieron a las calles bajo el lema “No Kings” para protestar contra lo que consideran el desmantelamiento de la democracia. Fue la mayor manifestación en la historia del país. En ciudades como Nueva York o Chicago, no se registró un solo detenido. Las marchas fueron pacíficas, plurales, incluso festivas: una afirmación colectiva de los valores fundacionales de la república —libertad, igualdad, Estado de derecho—. En los carteles se leían frases como “We the People still matter” o “No somos tu programa de televisión”.

En cualquier democracia sana, semejante movilización sería motivo de reflexión o incluso de orgullo. En cambio, el presidente respondió con un vídeo generado por IA donde él aparece en un avión de combate, con las palabras “KING TRUMP” grabadas en el fuselaje, sobrevolando a las multitudes y arrojando excrementos desde el cielo. No hacía falta interpretación: era la imagen literal de un presidente defecando sobre su pueblo.

El gesto resultaba obsceno no solo por su indecencia, sino por lo que simbolizaba: la inversión absoluta del principio democrático. En la política liberal, el poder fluye desde abajo —de los ciudadanos a sus representantes—. En la autocracia, fluye desde arriba, como los excrementos del vídeo. La geometría moral del meme no podría ser más clara.

Durante su primer mandato, Trump y sus colaboradores aún simulaban respetar los principios democráticos, aunque los socavaran por debajo. Al promover la mentira del “robo electoral”, fingían preocuparse por la limpieza de las elecciones. Esa máscara ya ha caído. Varios vídeos oficiales difundidos tras las protestas llevaban un mensaje explícito: “Yes, We Want Kings”,

Era una admisión sin disfraz: el movimiento MAGA ya ni siquiera pretende mantener las apariencias de la democracia. Convierte el desacuerdo en traición y a los disidentes en enemigos del Estado. Pero la democracia liberal se basa en lo contrario: en la convicción de que quienes discrepan de nosotros no son enemigos, sino conciudadanos con igual dignidad. Cuando un presidente llama “terroristas” a quienes marchan pacíficamente o los retrata como desechos humanos, degrada no solo a ellos, sino el cargo que ocupa. Y destruye el suelo común sobre el que se asienta toda convivencia.

Mientras tanto, el mundo observa en silencio. Los gobiernos extranjeros, temerosos de las represalias o los aranceles, actúan como si nada ocurriera. Trump ha dejado claro el precio del desacuerdo: después de que el presidente colombiano Gustavo Petro denunciara el bombardeo estadounidense que mató a un pescador en aguas territoriales, Washington respondió imponiendo sanciones y calificando a Petro de “narcotraficante ilegal”. El mensaje global es nítido: quien critique al nuevo orden americano será castigado.

Nada de esto es nuevo, pero sí más descarado. Las viejas autocracias disfrazaban su control con solemnidad; el “reinado Trump” lo hace con emojis y efectos especiales. La tiranía de otros siglos se imponía con himnos y retratos oficiales; la actual se propaga a través de memes. En lugar de censura, hay saturación. En lugar de miedo, hay distracción. La dictadura del espectáculo no necesita tanques: le basta con pantallas.

Sin embargo, no todo está perdido. Los millones de estadounidenses que salieron a las calles recuerdan que todavía existe una reserva moral, una fibra cívica que sobrevive bajo el ruido. Lo que esas marchas expresaron —entre pancartas, música y civismo— fue una verdad elemental: que en una república no hay reyes, y que la democracia solo vive mientras haya ciudadanos dispuestos a defenderla.

Nadie sabe qué logrará el movimiento “No Kings”. Tal vez poco. Pero su mera existencia recuerda algo esencial: que el silencio —nacido del miedo o del cansancio— es siempre la antesala del autoritarismo. Y que, pese al espectáculo, pese a los vídeos falsos y los aplausos enlatados, aún hay millones de personas dispuestas a decir que la política no puede reducirse a un reality show, ni la nación a una audiencia.

Como en Siete días de mayo o en La conjura contra América, la amenaza no está solo en un hombre, sino en el hechizo que ejerce. Trump es tanto causa como síntoma de una época fascinada por el espectáculo, dispuesta a confundir la emoción con la verdad. Pero incluso en la era de la inteligencia artificial y del cinismo institucional, todavía hay quien se levanta para recordarle al mundo —y a sí mismo— que la democracia, aunque frágil, sigue siendo la única historia real que vale la pena contar.