Donald Trump no nació en la
política: fue un producto televisivo antes que un candidato. Cuando ganó la
presidencia en 2016, lo hizo con la ventaja de ser una cara conocida en todo el
país gracias a The Apprentice, su reality show sobre empresarios
agresivos y aprendices humillados. Como todo reality, tenía poco de
realidad y mucho de espectáculo. Pero el personaje Trump encajaba en ese
formato como si hubiera sido diseñado para él.
La telerrealidad es, por
definición, una trampa. Juega a simular espontaneidad donde hay guion, a
premiar lo vulgar bajo la etiqueta de lo “auténtico”. En ese universo de
imposturas, Trump aprendió a convertir el mal gusto en transgresión y la
grosería en marca personal. Esa versión manufacturada de sí mismo —el
empresario genial, hecho a sí mismo, salvado de sus deudas por el instinto y la
audacia— se vendió como entretenimiento. “Solo es un show”, pensaba la
audiencia. ¿Qué daño podía hacer?
El daño se reveló cuando ese
personaje televisivo se mudó al Despacho Oval. Los comentaristas acuñaron el
término “política reality” para describir su estilo de gobierno: exportó al
terreno institucional las reglas del espectáculo, incluida la creación de
realidades alternativas. Durante años, los medios documentaron sus falsedades
con precisión quirúrgica, pero sus seguidores parecían inmunes a los hechos. Si
habían creído su mito de empresario triunfador, ¿por qué no iban a creer que
las elecciones de 2020 fueron robadas?
El asalto al Capitolio fue el
clímax natural de esa narrativa, el momento en que el guion televisivo se
convirtió en insurrección real. La frontera entre ficción y poder se disolvió.
El espectáculo había devorado a la república.
Pero todo formato de éxito merece
una secuela. El Trump 2.0 llega con subidón tecnológico: ahora la realidad
paralela se fabrica con inteligencia artificial. La Casa Blanca actual no se
limita a manipular discursos o tergiversar cifras; produce directamente vídeos
y fotos falsos con generadores digitales. El meme se ha convertido en
comunicación institucional.
Si el presidente quiere rediseñar
Oriente Próximo, difunde sin pudor un vídeo de dudoso origen sobre la futura
“Riviera Gaza”. Si desea atacar a los demócratas por el cierre de gobierno,
publica un montaje donde el líder Jeffries aparece con un sombrero mexicano.
Cuando lo acusan de creerse un rey, responde con un vídeo —también generado por
IA— en el que él mismo, ataviado como un monarca-piloto de combate, bombardea
con excrementos a los manifestantes. En el universo Trump, la escatología se
confunde con la estrategia.
La lógica es la misma de siempre:
epatar, marcar el discurso, ahogar a los periodistas en el barro informativo
—como decía Steve Bannon, con un término más escatológico aún—. Cuanto mayor es
la indignación, más combustible obtiene la maquinaria. Lo que en otro tiempo
habría sido un escándalo ahora se celebra como “autenticidad”. Lo grotesco se
ha convertido en un signo de identidad política.
Y lo peor es que funciona. Hay
quien lo celebra, quien lo ríe y quien, pese a todo, lo vota. Lo inquietante no
es solo el espectáculo, sino la normalización del espectáculo como forma de
poder. Una parte del electorado ha aprendido a tolerar —o incluso admirar— la
renuncia a la dignidad institucional. Si el presidente humilla, miente o
difama, es porque “dice lo que otros no se atreven”. En la era del reality
perpetuo, el mal gusto se confunde con la franqueza.
El 18 de octubre, unos siete
millones de estadounidenses salieron a las calles bajo el lema “No Kings”
para protestar contra lo que consideran el desmantelamiento de la democracia.
Fue la mayor manifestación en la historia del país. En ciudades como Nueva York
o Chicago, no se registró un solo detenido. Las marchas fueron pacíficas,
plurales, incluso festivas: una afirmación colectiva de los valores
fundacionales de la república —libertad, igualdad, Estado de derecho—. En los
carteles se leían frases como “We the People still matter” o “No somos
tu programa de televisión”.
En cualquier democracia sana,
semejante movilización sería motivo de reflexión o incluso de orgullo. En
cambio, el presidente respondió con un vídeo generado por IA donde él aparece
en un avión de combate, con las palabras “KING TRUMP” grabadas en el
fuselaje, sobrevolando a las multitudes y arrojando excrementos desde el cielo.
No hacía falta interpretación: era la imagen literal de un presidente defecando
sobre su pueblo.
El gesto resultaba obsceno no solo por su indecencia, sino por lo que simbolizaba: la inversión absoluta del principio democrático. En la política liberal, el poder fluye desde abajo —de los ciudadanos a sus representantes—. En la autocracia, fluye desde arriba, como los excrementos del vídeo. La geometría moral del meme no podría ser más clara.
Durante su primer mandato, Trump
y sus colaboradores aún simulaban respetar los principios democráticos, aunque
los socavaran por debajo. Al promover la mentira del “robo electoral”, fingían
preocuparse por la limpieza de las elecciones. Esa máscara ya ha caído. Varios
vídeos oficiales difundidos tras las protestas llevaban un mensaje explícito: “Yes,
We Want Kings”,
Era una admisión sin disfraz: el
movimiento MAGA ya ni siquiera pretende mantener las apariencias de la
democracia. Convierte el desacuerdo en traición y a los disidentes en enemigos
del Estado. Pero la democracia liberal se basa en lo contrario: en la
convicción de que quienes discrepan de nosotros no son enemigos, sino
conciudadanos con igual dignidad. Cuando un presidente llama “terroristas” a
quienes marchan pacíficamente o los retrata como desechos humanos, degrada no
solo a ellos, sino el cargo que ocupa. Y destruye el suelo común sobre el que
se asienta toda convivencia.
Mientras tanto, el mundo observa
en silencio. Los gobiernos extranjeros, temerosos de las represalias o los
aranceles, actúan como si nada ocurriera. Trump ha dejado claro el precio del
desacuerdo: después de que el presidente colombiano Gustavo Petro denunciara el
bombardeo estadounidense que mató a un pescador en aguas territoriales,
Washington respondió imponiendo sanciones y calificando a Petro de
“narcotraficante ilegal”. El mensaje global es nítido: quien critique al nuevo
orden americano será castigado.
Nada de esto es nuevo, pero sí
más descarado. Las viejas autocracias disfrazaban su control con solemnidad; el
“reinado Trump” lo hace con emojis y efectos especiales. La tiranía de otros
siglos se imponía con himnos y retratos oficiales; la actual se propaga a
través de memes. En lugar de censura, hay saturación. En lugar de miedo, hay
distracción. La dictadura del espectáculo no necesita tanques: le basta con
pantallas.
Sin embargo, no todo está
perdido. Los millones de estadounidenses que salieron a las calles recuerdan
que todavía existe una reserva moral, una fibra cívica que sobrevive bajo el
ruido. Lo que esas marchas expresaron —entre pancartas, música y civismo— fue
una verdad elemental: que en una república no hay reyes, y que la democracia
solo vive mientras haya ciudadanos dispuestos a defenderla.
Nadie sabe qué logrará el
movimiento “No Kings”. Tal vez poco. Pero su mera existencia recuerda
algo esencial: que el silencio —nacido del miedo o del cansancio— es siempre la
antesala del autoritarismo. Y que, pese al espectáculo, pese a los vídeos
falsos y los aplausos enlatados, aún hay millones de personas dispuestas a
decir que la política no puede reducirse a un reality show, ni la nación
a una audiencia.
Como en Siete días de mayo
o en La conjura contra América, la amenaza no está solo en un hombre,
sino en el hechizo que ejerce. Trump es tanto causa como síntoma de una época
fascinada por el espectáculo, dispuesta a confundir la emoción con la verdad.
Pero incluso en la era de la inteligencia artificial y del cinismo
institucional, todavía hay quien se levanta para recordarle al mundo —y a sí
mismo— que la democracia, aunque frágil, sigue siendo la única historia real
que vale la pena contar.