| Galeón español. Pintura de Rafael Monleón. Museo Naval. Madrid. |
En el Museo Naval de Madrid hay
un cuadro que pocos miran con atención. Representa un galeón cruzando el
Atlántico, las velas hinchadas, el mar sereno, el cielo en calma. A primera
vista, es un símbolo del esplendor imperial. Pero bajo esa calma pintada,
invisibles, viajan centenares de cuerpos encadenados. España, que había traído
la cruz, el idioma y el hierro al Nuevo Mundo, también llevó las cadenas.
Durante siglos, el Imperio
español fue un imperio de manos ajenas. En los ingenios de La Española, en los
cañaverales de Cuba, en las minas de Potosí y Zacatecas, trabajaban los brazos
de otros. Los indígenas murieron pronto, diezmados por la viruela y las
encomiendas; entonces llegaron los africanos, comprados en factorías
portuguesas y embarcados en condiciones que harían palidecer a Dante. Los
llamaban piezas de India, como si fueran engranajes de una máquina de azúcar y
oro.
El tráfico de esclavos fue, desde
el siglo XVI, una empresa internacional en la que España jugó con astucia y
tardanza. Por un lado, la monarquía católica prohibía el comercio directo de
seres humanos —un escrúpulo teológico más que moral—; por otro, lo subcontrataba.
Portugueses, genoveses, ingleses y franceses obtuvieron durante siglos el
derecho de abastecer a las colonias españolas con “mano de obra negra”. A
cambio, pagaban al rey un canon: el asiento de negros. Así, España podía
declararse piadosa mientras su tesoro se llenaba con los dividendos del
infierno.
Pero el verdadero rostro del amo
apareció en el siglo XIX, cuando las demás potencias comenzaron a renunciar, al
menos en los papeles, a la esclavitud. Gran Bretaña la abolió en 1833, Francia
en 1848, Portugal en 1869. España, sin embargo, siguió mirando hacia otro lado.
En la metrópoli se hablaba de libertades y progreso, pero en el Caribe los
látigos seguían silbando.
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| Soldado afroamericano leyendo en el número 8 de Whitehall Street, el negocio de comerciantes de esclavos en Atlanta, Georgia, otoño de 1864. |
Cuba, todavía española, era
entonces una máquina colosal de azúcar y tabaco. Sus plantaciones producían
fortunas que lubricaban la política peninsular. Las grandes familias criollas
—Aldama, Zulueta, O’Farrill, Peñalver— amasaron riquezas fabulosas sobre los
cuerpos de esclavos africanos. Muchos de esos capitales cruzaron el Atlántico y
fundaron palacios en Madrid, Bilbao, Santander o Barcelona. Los indianos,
recibidos como benefactores, levantaron escuelas y teatros con dinero que olía
a caña quemada y sudor africano.
Ingenio El Progreso. Propiedad del Sr. Marqués de Arcos. Departamento Occidental, Jurisdicción de Cárdenas, Partido de Guamutas. Pintura de 1857 de Justo German Cantero
A mediados del siglo XIX, España
era una nación empobrecida y nostálgica, pero todavía dueña de un puñado de
colonias donde el tiempo parecía detenido. La esclavitud era el eje de su
economía colonial, sobre todo en Cuba y Puerto Rico. En 1860 había en la isla
más de 370.000 esclavos, una cifra mayor que la de los blancos peninsulares.
Las leyes metropolitanas apenas se aplicaban, y los gobernadores toleraban un
comercio que seguía activo pese a los tratados internacionales. Los barcos
negreros, muchos de ellos construidos en astilleros españoles, continuaban
surcando el Atlántico con su cargamento clandestino.
La hipocresía se convirtió en rutina. En Madrid, los liberales hablaban de derechos universales; en La Habana, los capataces contaban cabezas. Los periódicos peninsulares denunciaban las cadenas en Alabama, pero guardaban silencio sobre las de Matanzas o Cienfuegos. España fue, literalmente, el último amo de Occidente: el último Estado europeo en abolir la esclavitud, primero en Puerto Rico (1873) y luego en Cuba (1886).
Antonio Cánovas del Castillo —líder conservador, figura central de la Restauración
y varias veces presidente del Consejo de Ministros, que da nombre a una
fundación del PP— defendió públicamente la esclavitud en el Congreso de los
Diputados, sobre todo en el contexto de los debates sobre su abolición en las
colonias españolas de ultramar, especialmente Cuba y Puerto Rico, en la década
de 1860.
Para entonces, la abolición fue
más un trámite que una revolución. Muchos esclavos siguieron trabajando como
jornaleros endeudados o “patrocinados” por sus antiguos amos. La libertad llegó
con condiciones: debían pagar su emancipación con trabajo, en una versión
burocrática del mismo látigo. Las élites criollas conservaron el poder, y los
negros liberados siguieron viviendo en los márgenes.
Detrás de las cifras, sin
embargo, hay una verdad más profunda. España fue tardía no solo por inercia
económica, sino por ceguera moral. El país que había inventado las misiones y
la evangelización no quiso mirarse en el espejo de sus propias colonias. Durante
siglos, el esclavismo se consideró una extensión natural del orden divino: Dios
arriba, el rey debajo, y más abajo, quienes servían sin nombre.
La historia oficial apenas
menciona a los mercaderes españoles de esclavos. Sin embargo, sus nombres
aparecen en los registros de Cádiz y La Habana: Pedro Blanco, el más célebre,
controló desde la costa de Sierra Leona una red de factorías que movía miles de
cautivos al año. En los puertos andaluces, las fortunas del comercio negrero se
disfrazaban de respetabilidad burguesa. Las iglesias bendecían las partidas de
los barcos y recibían diezmos de sus ganancias.
Cuando en 1886 se declaró la
abolición definitiva, España no celebró la noticia. Apenas fue una nota
administrativa. El país miraba hacia otro desastre: el final de su imperio. En
menos de veinte años perdería Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y con ellas la
ilusión de ser algo más que una vieja potencia europea. La desaparición de la
esclavitud coincidió con la desaparición del imperio: dos agonías que, en el
fondo, eran la misma.
Hoy apenas quedan rastros
visibles de esa historia. En los archivos polvorientos, en los testamentos y en
las crónicas coloniales, aparecen cifras que nadie quiere leer. En algunas
casas de indianos cuelgan retratos de antepasados que sonríen desde la eternidad
sin saber que, bajo sus cimientos, descansan miles de vidas compradas. Y, sin
embargo, todo está ahí: en las iglesias dedicadas a los santos del mar, en las
plazas con nombres de conquistadores, en los dulces que llevan siglos
endulzando la amnesia.
España no fue distinta de las
otras potencias europeas, pero sí fue la última. Y ese retraso le dio un sabor
amargo a su modernidad. Mientras el mundo hablaba de progreso y de derechos,
España seguía aferrada a una estructura feudal disfrazada de imperio. La
esclavitud no fue un accidente, sino una prolongación natural de su historia
colonial.
En el silencio de los viejos
ingenios cubanos, entre los cañaverales que vuelven a crecer sobre los muros
derruidos, uno puede oír todavía el eco de esa vieja servidumbre. Es el ruido
del látigo que se convierte en olvido, de la historia que se repite como un
rumor de cadenas. España fue el último amo no porque quisiera serlo, sino
porque no supo dejar de serlo.
