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sábado, 26 de mayo de 2012

Soy rico o bienvenido al club de los pringaos



Es llamativo lo poco conocidos que son los datos del IRPF, el impuesto directo por excelencia, que en teoría recoge todas las rentas percibidas y que supuestamente es el paradigma de la progresividad y la gran herramienta fiscal para la redistribución de la renta. Interesarse por el régimen tributario es un saludable ejercicio que permite comprobar que los resultados propios no se apartan casi nada de lo que dicen las estadísticas oficiales, según las cuales cada español trabaja al año 146 días laborables para abonar sus impuestos, de donde se deduce que, si uno se jubila con cuarenta años cotizados, veinte de ellos habrán servido para pagar impuestos. Ese es el precio que se paga por ser ciudadano, por vivir en sociedad, por tener servicios como la educación, la sanidad o la justicia, y por usar infraestructuras comunes como calles, puertos o carreteras.
Según los Presupuestos Generales del Estado, España gasta cada año unos 400.000 millones de euros (M€), que sirven para mantener los servicios de 41 millones de habitantes, incluyendo las pensiones mensuales que cobran 5,5 millones de jubilados. Casi la mitad de ese gasto (190.000 M€) se financia con los impuestos recaudados de los veinte millones de asalariados y de 1,3 millones de empresas. Excluyendo las tasas (7.000 M€), la mayor parte del resto proviene de los impuestos indirectos, esos que incrementan el precio de cualquier producto de consumo.
El artículo 31 de la Constitución establece que todos los ciudadanos están obligados al «sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad [...]». No es exactamente así, como trataré de demostrar en este artículo que redacto inmediatamente después de haber realizado mi declaración de la renta, que no tengo empacho en desvelar en números redondos: Gané 61.000 euros y pagué 18.000 de IRPF, o lo que es lo mismo, el 29% de mis ingresos se fueron directamente y pagando por anticipado, a la Agencia Tributaria. Sumando al IRPF los impuestos indirectos -los españoles con mis ingresos tributan en realidad un 47%-, resulta que el año pasado mi contribución a la caja común fue de 29.000 euros, casi la mitad de mis ingresos. No protesto, todo lo contrario, pero constato.
Preparando esta entrada me entero de que pertenezco al club de los ricos y certifico que sobre las espaldas de los asalariados recae el pago de la mayor parte de la factura del Estado. Me entero también de que soy socio de El club de los pringaos como se intitula el último e imprescindible libro de Daniel Montero (Esfera, 2012), al que pertenecemos casi veinte millones de españoles. Me desahogo con este artículo porque uno puede que pertenezca al club, pero no es idiota.
Nuestro sistema fiscal no es progresivo porque no es cierto que paguen en mayor proporción los que más ganan. De hecho, es proporcional o ligeramente regresivo. La proporcionalidad significa que se paga la misma proporción de la renta, independientemente de lo que gana cada uno. Además de la elevada proporción de los impuestos regresivos, el asunto se agrava porque los impuestos teóricamente progresivos, además de no serlo, presentan fuertes distorsiones que hacen que resulten finalmente menos progresivos de lo previsto.
Tomemos como ejemplo el caso del IRPF, el impuesto directo por excelencia, que en teoría recoge todas las rentas percibidas (no sólo las salariales) y que se supone es el paradigma de la progresividad y al que se le asigna el papel de gran herramienta fiscal para la redistribución de la renta. Según las estadísticas del ministerio de Hacienda, son los veinte millones de asalariados, con sus nóminas medias de 23.0000 euros brutos al año, los que recaudan casi 80.000 M€, que es el 72% de los 110.000 M€ que se recaudan vía impuestos directos. Por el contrario, todas las empresas españolas juntas –incluyendo las gigantescas como Iberdrola, Telefónica, ACS o Ferrovial- recaudan menos de la mitad: 30.000 M€.
El 10% de españoles que declaran recibir las rentas más elevadas, es decir, los "ricos" de nuestra sociedad, se sitúan a partir de una renta de 39.000 euros anuales brutos. Es decir, que según las declaraciones de IRPF, el que gane más de 3.250 euros brutos al mes puede considerarse "un rico de pleno derecho", porque sólo el 10% de nuestro país declara recibir una renta igual o superior a esa.
El escalón más alto está definido a partir de unos ingresos de 99.000 euros anuales brutos, es decir, 8.250 euros brutos al mes. Si alguno de los lectores de este artículo gana esa cantidad o una superior, debe saber que pertenece al exclusivo club de los "riquísimos". En España hay cien mil personas que declaran situarse en ese tramo de la renta. Conozco a algunos de ellos y les puedo asegurar que ninguno vive en la opulencia. En cambio, sabemos también que hay miles de españoles que hacen ostentación de opulencia y que, lamentablemente, no declaran estar en ese tramo del IRPF. El problema, por tanto, es que la cúspide de la distribución de nuestro IRPF está casi vacía. Sólo los asalariados muy cualificados pertenecientes a la clase media-alta y que están sujetos al control de Hacienda, figuran en el escalón donde estaría el mismísimo Epulón.
Los impuestos indirectos suponen unos 77.000 M€, lo que representa el 41,5% de la recaudación total, lo que hace muy difícil mantener la ilusión de que “hacienda somos todos”, porque resulta que casi la mitad del dinero necesario para mantener el Estado se recauda de forma indiscriminada entre todos los españoles, con independencia de sus ingresos. Esto supone que cuando ponen gasolina o compran un litro de leche, los diez millones de españoles que perciben rentas medias de 1.400 euros brutos al mes contribuyen en la misma proporción que los 466 consejeros de las 35 empresas del IBEX que declaran percibir casi 200.000 euros mensuales.
Al injusto desequilibrio fiscal contribuye no poco la existencia de multitud de lagunas en el sistema tributario que da lugar a lo que el economista Vito Tanzi, durante años director del departamento de Estudios Fiscales del FMI, ha denominado “termitas fiscales”: las personas físicas y jurídicas que a través de exacciones, exenciones e intersticios, no pagan legalmente los impuestos que les corresponderían.
La farragosa trama legal explica que en los últimos tres años las compañías españolas han pasado de aportar el 22% del dinero que necesita el Estado a sólo un 10%. En la actualidad, solo uno cada diez euros que se gasta en educación, sanidad o justicia o cualquier otro servicio que dependa del Estado procede de las empresas.  En 2007 el Estado ingresaba 45.000 M€ por el Impuesto de Sociedades, un tributo que tienen que satisfacer todas las empresas españolas. Cuatro años después, sólo ingresa la mitad. Y como veo venir a algunos que me dirán que con la crisis las empresas entraron en pérdidas, les dejaré un botón de muestra: en 2010, los beneficios de las empresas del IBEX 35 crecieron un 20%; juntas ganaron 60.000 M€.
Los impuestos no son un fin en sí mismos, pero todos los derechos legalmente exigibles cuestan dinero. Debemos celebrar el hecho de que los impuestos existan aunque también sirvan para que cobren su sueldo público los catedráticos de Economía y los políticos que exigen su reducción o desaparición. Lejos de ser una obstrucción a la libertad, los impuestos son una condición necesaria de su existencia.