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domingo, 11 de junio de 2017

Las tres tumbas de Billy the Kid

Hágame caso: si no se le ha perdido nada por allí, no se tome la molestia de llegar hasta Fort Sumner, Nuevo México, salvo que, como me ocurría a mí cuando viajaba desde California hacia Oklahoma, disponga de tiempo para ir a visitar la tumba de uno de esos mitos de infancia y adolescencia que fue Billy the Kid. De pequeños, armados con aquellos enormes revólveres de baquelita, todos quisimos el hombre que disparaba más rápido que su sombra. La ley del más rápido se convirtió en una forma de la verdad, en una manera de medir a los hombres.
Pernocté en un falso tipi de concreto de esa apoteosis vintage que es el Wigwam Motel de Holbrook, la capital en Arizona de la renacida Ruta 66, una especie de Camino de Santiago para colgados, nostálgicos, friquis y turistas que, como en Crónicas de Motel, el libro de Sam Shepard, te permite vagar sin ningún destino. Desayuné en el Dennys, otro de los iconos de las carreteras estadounidenses cuyo logo tiene el inequívoco aire de un disco de los Beach Boys. Los bancos corridos de los restaurantes de carretera de Estados Unidos, inmortalizados por Tim Roth en las primeras escenas de Pulp Fiction, son un reflejo de la América profunda que ha votado a Donald Trump. Derrotado en Nueva York, en Chicago y en California, en la América de la modernidad, Trump ha ganado entre esta gente, en estos cruces de caminos de la América profunda, en medio de océanos de hierba sin mar, en este espacio inmenso de praderas, vacas y campos de soja y maíz.
Con los pies puestos sobre moquetas que vivieron tiempos mejores, la mirada perdida en no se sabe dónde, los clientes, negros y anglosajones desbordados de lorzas como flotadores que apenas logran sujetar las camisetas del Wallmart, comen huevos revueltos con salchichas y gachas de avena. Zambullen trozos de salchichas en las gachas, las rocían con sirope y forman un engrudo indescriptible que engullen empujándolos con cuñas de pan tostado. Infatigables y almibaradamente amables, camareras que un día fueron muchachas hermosas se afanan por rellenar las tazas de esa aguachirle hirviente que los americanos llaman café.
Monto en mi Ford, pongo la banda sonora que Bob Dylan compuso para Pat Garrett y Billy the Kid, la película de Sam Peckinpah, y enfilo hacia el este, hacia Santa Rosa. Cruzo el Pecos y, siguiendo su orilla derecha por la carretera 84, recorro los noventa kilómetros que me separan de Fort Sumner. Ni un pueblo, ni un restaurante, ni una patrulla de carreteras. Salvo la Nada, nada hasta Fort Sumner. En la entrada, una placa histórica (¿habrá algún lugar de Estados Unidos que no tenga una?) me pone al día de lo único que este pueblo desolado de apenas mil habitantes puede ofrecer: las tumbas de Billy the Kid, que murió allí (dicen) el 14 de julio de 1881. La historia de la corta vida y la violenta muerte de Billy a manos del sheriff Pat Garrett es bien conocida, así que me abstengo de aburrirles.
Aparco y me dispongo a caminar por las polvorientas calles de este Comala gringo. Lo primero que se me pone a tiro es un contrachapado de madera en el que, con letras amarillas, pone: SEE BILLY THE KID'S REAL GRAVE (VEA LA AUTÉNTICA TUMBA DE BILLY EL NIÑO). Justo enfrente, otro letrero reza: BILLY THE KID MUSEUM (encima, con letras más pequeñas, los propietarios aseguran: «Salimos en ABC Prime Time Live»). El turista, alertado por Internet, sabe que los dos letreros son como Garrett y Billy: luchan por sobrevivir. Un tercer cartel, puesto por la cámara de comercio local (¿habrá algún pueblo de Estados Unidos que no tenga una?), intenta poner paz: «Tenemos al Niño ... y mucho más». Lo pongo en duda.
Con sus maniquíes deteriorados de Billy y el sheriff Garrett metidos en cajas de vidrio de invernadero, el Billy The Kid Museum, que presume de tener unos aseos limpios, ha estado en el centro desde la década de 1950 así que ha dispuesto de más de medio siglo para acumular estratos de mugre y polvo. Una ternera con 8 patas, otra con dos cabezas que parecen cosidas por un taxidermista ebrio, piezas de artillería de la Primera Guerra Mundial, arados, sillas de barbero, máquinas de escribir, planchas de imprenta, billetes extranjeros, una Barbie de 1962, un Ken de 1965, un termo de 1908 y otra colección de artefactos vetustos y polvorientos constituyen la panoplia expositora del abigarrado museo. Del techo, como ahorcados, cuelgan varios retratos de Billy The Kid.
Preparado para lo peor, el visitante, a esas alturas cubierto ya de ácaros y zigzagueando entre decenas de pececillos de plata mientras es observado por cucarachas ocultas entre los desportillados anaqueles, está listo para entrar en la catedral de la fama del museo: la Billy The Kid Room. Suponiendo, que ya es suponer, que no sean un camelo, allí exponen el rifle del Kid con su funda y todo, un mechón de su cabello (sí, como en la canción de Adamo) y un pedrusco de su guarida de Stinking Springs. El nombre de Billy está tallado en la roca junto con las iniciales de otros, como si fuera una vieja mesa de un picnic público. Una cortina yace comprimida detrás de un vidrio grande. En el vidrio reza: «¡Esta cortina colgó en la puerta donde mataron al Niño!».
Afuera, a la intemperie, están las tumbas (putativas, con perdón) de Billy y dos de sus amigos rodeados por una cerca de mallazo gallinero. En la parte trasera, una gran lápida proclama PALS (colegas). Encima de ella, dice "Réplica". La señora de la tienda de regalos del museo, pelo blanco, algo de chepa y amabilidad a raudales, me dice que el dueño original del museo, Mr. Sweet, tuvo que construir la réplica porque la auténtica, la del cementerio local, estaba muy deteriorada. Para no hurgar en la herida, simulo que me trago el anzuelo. Luego, la sosias de la Jessica Tandy de Tomates verdes fritos, se asegura de que sepa que, aunque me insistan en ello, el museo que dice tener la verdadera tumba no es un monumento oficial.
La tumba “auténtica” está en un viejo y minúsculo cementerio detrás del Museo Old Fort Sumner. En el museo, custodiado por un tipo calvo y gordo con todo el aspecto de ser un “Ángel del Infierno” jubilado, estaban las cartas que dirigió el Niño al gobernador Lew Wallace solicitándole la amnistía, fotos de prensa de varios pistoleros, carteles de recompensa, el informe de la autopsia de Billy en inglés y en español (el español, macarrónico; el inglés algo mejor), y la historia del Niño contada en 14 estampas pintadas por el “artista” Howard Suttle. Indescriptible.
Como el primer museo había agotado mi deseo de ver artefactos mugrientos, rápidamente salí de aquel templo de la cochambre para ver la auténtica tumba. Antes de entrar al patio, una nube de moscas mordedoras intentó cebarse en mi persona. Superado el obstáculo a gorrazos y con no pocos aspavientos, apareció uno nuevo: una jaula de forja maciza.
¿A qué se debe que la tumba esté enjaulada como lo estaban los animales de la vieja Casa de Fieras del Retiro? Resulta que la verdadera lápida había sido robada un par de veces, la primera en 1950. Permaneció desaparecida durante 26 años, antes de ser encontrada en Granbury, Tejas (una ciudad que se hizo famosa por las tumbas de forajidos, todas ellas robadas o falsificadas). De allí se esfumó no se sabe cómo en 1981, para, después de recorrer dos mil kilómetros, reaparecer como por ensalmo en Huntington Beach, California, desde donde fue traída por las autoridades estatales.
Un tropel de monedas, (casi todos de 25 centavos) salpican las tumbas. A pesar de tratarse de un camposanto liliputiense, de un Sleepy Hollow de bolsillo, no se sabe cuál era el lugar exacto del sepulcro de Billy. Poco después de su muerte, una tromba de agua se llevó por delante el cementerio y sus cruces de madera. La tumba actual es sólo una suposición. La lápida otra que tal baila: fue esculpida en 1940 y donada a la ciudad.
Repuesto de tantas y tan prodigiosas maravillas, me siento en un restaurante (el único, debería decir) a reponer fuerzas. El encargado, un tejano de libro que parece haberse untado el pelo con un galón de betún, es un iconoclasta resentido. Me informa de que la auténtica tumba de Billy no está allí, sino en el cementerio de su pueblo, Hamilton, Texas, donde reposan los restos de un tal William "Brushy Bill" Roberts, que tuvo la humorada de esperar hasta el momento de su muerte en 1950 para decir que él era el verdadero Billy the Kid y que, no hace falta decirlo, Pat Garrett se había llevado la recompensa por la cara.
Hamilton está a 800 kilómetros de aquí y, como ya he tenido demasiadas emociones por hoy, retomo la I-40 y entre camiones gigantes como los del Infierno sobre ruedas, enfilo para dormir en Oklahoma. En el Best Western de Oklahoma City, en animado soliloquio con Jack Daniels, el viajero se da cuenta de que, como la tumba de Billy, la América esencial, esa entelequia que parecía dormir una siesta tranquila y satisfecha, en realidad no existe. © Manuel Peinado Lorca, 2017. @mpeinadolorca.