En nuestras regiones con marcada
estacionalidad, muchos árboles presentan siluetas desnudas y oscuras que
resaltan claramente del paisaje durante el invierno. Unas semanas antes, cuando
el otoño toca a su fin, las hojas se han desprendido. Esta pérdida total de
follaje que ocurre más o menos temprano dependiendo de las condiciones
climáticas, no afecta, sin embargo, a todas las especies.
Por su diferente comportamiento
fenológico (la fenología es el estudio de las fases de desarrollo estacional,
follaje, floración, fructificación, etc. de las plantas), los árboles se
dividen en dos grupos principales: las especies de hoja perenne o siempreverdes
mantienen vivas sus hojas (o al menos algunas de ellas) en invierno; las de
hoja caduca (especies de follaje caducifolio) las pierden todas en otoño y las renuevan
por completo en primavera.
Hojas anchas y delgadas o reducidas y aciculares
El árbol de hoja perenne es la
regla entre las coníferas, el gran grupo de árboles productores de resinas con
hojas aciculares o escamosas que incluye abetos, pinos, piceas, etc.; hay
algunas excepciones notables, como el ciprés calvo de los pantanos
subtropicales americanos (Taxodium distichum) ampliamente introducido en
Europa, o los alerces (género Larix), una de cuyas especies, L.
decidua (“deciduo” es sinónimo de caducifolio), vive en los climas fríos
del norte de Europa y en los Alpes.
En los árboles caducifolios, que
se diferencian de las coníferas por sus hojas bien desarrolladas –entre ellos
robles, hayas, carpes, castaños, olmos, tilos, etcétera– pueden darse ambos
comportamientos, incluso dentro de la misma familia o género, como por ejemplo ocurre
con las diferentes especies del género Quercus (las encinas son
perennifolias, mientras que los robles son caducifolios) se observan hojas más
bien suaves, anchas y delgadas en las especies caducifolias y más bien
reducidas y coriáceas en las especies perennifolias.
En cuanto a la distribución
geográfica de estos dos tipos fenológicos, los bosques de montaña y de altas
latitudes (como la taiga, por ejemplo) favorecen las especies siempreverdes. En
la cuenca mediterránea, como sucede en las tierras bajas de la inmensa mayoría
de la península ibérica, los bosques también están estructurados por especies
de hoja perenne, aunque los bosques caducifolios no son raros, por ejemplo, los
de robles melojos (Quercus pyrenaica) o los quejigos (Quercus
faginea) distribuidos en toda la península en zonas de transición
mediterráneo-templadas. Ambas especies son consideradas “submediterráneas” porque
solo prosperan en un clima mediterráneo cuando los suelos son profundos y han
retenido suficiente agua en primavera para superar la sequía estival.
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Quercus pyrenaica, cerca de Majaelrayo (Guadalajara) |
El follaje siempre se renueva
Cabe señalar que las especies de
hoja perenne también pierden sus hojas de vez en cuando; de lo contrario, todas
las hojas tendrían la misma edad que el árbol. Pero en lugar de perder todas
sus hojas cada año, sólo pierden la mitad, o un tercio, o incluso menos según
la especie; por lo tanto, siempre hay hojas verdes en el árbol que aparece, siempre
verde (sempervirens en latín), mientras que su follaje va renovándose a
lo largo de varios años.
Ambas estrategias tienen sus
ventajas. En la región mediterránea, conservar las hojas durante el invierno
prolongará el período de actividad fotosintética hasta bien entrado el invierno
relativamente suave. En los bosques de climas fríos, como la taiga o los
bosques de montaña, conservar las hojas durante varios años permite ahorrar
recursos, como el nitrógeno o el fósforo, que están relativamente limitados en
los suelos de estos entornos.
El proceso de mantener siempre
las hojas se ve facilitado por el hecho de que las acículas de las especies que
colonizan estos ambientes, como los pinos silvestres o las píceas, presentan
una resistencia excepcional a las heladas, porque concentran en las células una
cierta cantidad de sustancias orgánicas que actúan como anticongelantes.
Es importante destacar que
renovar el follaje cada año tiene un coste. Lo que llamamos "asignación de
energía" en las plantas quiere decir que la energía empleada en renovar
las hojas no se utilizará para otras funciones vitales, como la reproducción
(producir más flores y frutos) o la producción de metabolitos secundarios para
combatir a los herbívoros.
Por otro lado, las hojas de tres
o cuatro años, o incluso mucho más viejas –como en el pino aristado de
California (Pinus aristata o longaeva), cuyas agujas pueden
persistir durante 20 o 30 años– serán menos eficientes en términos de
fotosíntesis que las hojas nuevas de primavera producidas por especies de hoja
caduca al final de un período de descanso invernal, al que de todos modos sus
hojas anchas y delgadas no habrían sobrevivido.
Los
marcescentes (Quercus pyrenaica) y los perennifolios (Quercus
ballota), alternan en las solanas (los segundos) y las umbrías del macizo
de Rocigalgo, Toledo. Foto Luis Monje.
Pero los dos tipos de hojas también
pueden sucederse en el espacio y en el tiempo. Tomemos el ejemplo de la región
mediterránea calcárea ibérica donde dos especies de robles compiten por el
espacio. El roble quejigo (Q. faginea), de hoja caduca, aunque tiene la
particularidad (llamada "marcescencia") de conservar en invierno
algunas hojas muertas en el árbol, ocupa las laderas menos soleadas, las
pendientes más suaves y los suelos más profundos, mientras que la encina (Q.
ilex o Q. ballota), de hoja perenne, prospera en las laderas
más expuestas sobre los suelos poco profundos, cálidos y pedregosos.
El alcornoque, Quercus suber, es un perennifolio típico de los bosques mediterráneos.
Aunque la fenología de los
árboles domine el paisaje forestal, las herbáceas del sotobosque tienen su
propio ritmo. La pérdida de hojas es una adaptación clave de todas las plantas
caducifolias en climas con estaciones marcadas, lo que les permite sobrevivir a
condiciones extremas de frío o sequía. Las plantas herbáceas de climas
templados con fríos invernales pierden sus hojas como una estrategia de
autoprotección y ahorro de energía, principalmente en otoño e invierno, debido
a la reducción de la luz solar y el frío, que hacen menos eficiente la
fotosíntesis y aumentan la pérdida de agua. Mantener las hojas implica un gasto
energético y una pérdida de agua innecesaria. La caída de las hojas permite a
la planta minimizar estas pérdidas y conservar energía.
En un proceso conocido como
abscisión, la planta reduce el suministro de nutrientes y agua a las hojas,
provocando su desprendimiento y permitiendo que entre en un estado de menor
actividad para conservar recursos hasta la primavera. Este es un proceso fisiológico
genéticamente determinado en el que la planta corta el suministro de nutrientes
y agua a las hojas, lo que lleva a su envejecimiento, cambio de color (debido a
la menor producción de clorofila y la aparición de otros pigmentos) y
finalmente a su caída.
Antes de caer, la planta reabsorbe los nutrientes valiosos de las hojas y los almacena en el tronco, en las yemas basales a ras de suelo y en las raíces para utilizarlos en la primavera. Al perder sus hojas, la planta se prepara para un período de menor actividad (latencia), acumulando reservas de energía para el crecimiento de nuevas hojas y flores en primavera.