La historia de un científico que, según decía, quería comerse todo el reino animal e incluso cató el corazón de un rey.
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Retrato de W. Buckland sosteniendo la calavera de una hiena |
Los avances de la ciencia suelen
relacionarse con el aburrimiento rutinario propio de oscuros gabinetes y tediosos
laboratorios. Pero no siempre es así. En el libro Cazadores de dragones
(Ariel Historia, 2007) José Luis Sanz cuenta relatos acerca de los
paleontólogos que descubrieron y estudiaron los dinosaurios, unas historias
apasionantes de la búsqueda del pasado remoto a través de los fósiles de
dinosaurios y acerca de los hombres que los descubrieron y divulgaron.
Desde los pioneros que dieron los
primeros pasos hasta los más recientes hallazgos de la paleontología, por las
páginas de ese libro riguroso y divertido desfilan entre otros los británicos Gideon
Algernon Mantell y Richard Owen, que dieron la buena nueva de la existencia de
fósiles de dinosaurios; los norteamericanos Othniel Charles Marsh y Edward
Drinker Cope, que se embarcaron en una guerra por dilucidar quién descubría más
dinosaurios, con Bufalo Bill, los sioux y la fiebre del oro como teloneros estrella; el aventurero Roy Chapman Andrews y sus expediciones motorizadas por
el Gobi; las andanzas de los paleontólogos soviéticos por Mongolia y el hallazgo de miles
de huevos de dinosaurio en la Patagonia argentina.
De la mano de estos personajes asistimos a una sugestiva iniciación a la paleontología, un repaso a nuestra fascinación por los dinosaurios y un homenaje a los científicos y exploradores que, estudiando restos fósiles, descubrieron que en el pasado remoto la Tierra estuvo poblada por una fauna difícil de imaginar. Un viaje fascinante y repleto de anécdotas por el mundo de los dinosaurios y las extraordinarias vidas de sus descubridores.
En ese retablo de las maravillas no falta, ni podía faltar, el reverendo William Buckland (1784-1856), que fue el primer profesor de Geología y Mineralogía en la Universidad de Oxford y, más tarde, decano de Westminster. Buckland es uno de los científicos más pintorescos de los que tengo noticia. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces se habla de alguien que se dice que se comió el corazón de un rey?
Mi relación fortuita con William Buckland comenzó debido a mi directo interés por una mujer extraordinaria, Mary Anning (1799-1847), gracias al cual tropecé por casualidad con una antigua mesa que se exhibe en el museo de Lyme Regis, un pueblo aparentemente tranquilo de la costa sur de Inglaterra que guarda en sus acantilados una historia geológica fascinante entrelazada con la vida de Anning, la primera paleontóloga reconocida como tal por sus importantes hallazgos de los lechos marinos del período Jurásico en Lyme Regis, la localidad inglesa donde nació y murió.
Como su contemporánea Anning, William Buckland se enamoró desde muy joven de los fósiles. Tenía treinta y tantos años cuando investigó huesos fósiles encontrados en una cueva de Yorkshire y concluyó que eran restos de hienas prehistóricas. Creía que, a partir de sus heces fosilizadas, para las que acuñó el término "coprolitos", se podía determinar qué tipo de animales habían comido.
Buckland intentó
demostrarlo alimentando a una hiena con cobayas y examinando sus heces; como
no podía ser menos, encontró que contenían fragmentos de huesos, al igual que
los coprolitos que había descubierto y de los cuales estaba tan fascinado que
encargó la construcción de una mesa con una serie de ellos incrustados en
su superficie después de haber sido cuidadosamente cortados y pulidos por un marmolista. La "mesa de caca" de Buckland, como se la conoció
posteriormente, se puede admirar en el museo de Lyme Regis.
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La mesa incrustada de coprolitos de William Buckland. Lyme Regis Museum. |
El descubrimiento de los coprolitos de hiena, que demostraban que Inglaterra había tenido un clima muy diferente al de la época previctoriana, fue considerado lo suficientemente importante como para que Buckland
recibiera la Medalla Copley, el galardón más prestigioso de la Royal Society of
Britain, otorgado «por logros sostenidos y sobresalientes en cualquier campo
científico». Aún habría más logros.
Buckland escribió la primera
descripción completa de un dinosaurio, incluso antes de que existiera la
palabra "dinosaurio". En 1824, publicó Notice on the Megalosaurus
or Great Fossil Lizard of Stonesfield, basado en una mandíbula dentada parcialmente
fosilizada. El término "dinosaurio", del griego "lagarto
terrible", no sería introducido hasta 1842 por el paleontólogo británico
Richard Owen. Con mucha propiedad, el "gran lagarto" de Buckland se llamó
Megalosaurus bucklandi, que incluso apareció representado en 2024
en un sello postal del Reino Unido.
El interés de Buckland por todo lo relacionado con el estómago, un tema que llegó a obsesionarle, probablemente surgió de sus estudios sobre coprolitos, de los cuales concluyó que estos fósiles, despreciados por muchos de sus aristocráticos colegas, podían aportar información tanto sobre el devorador y el devorado. Buckland se convirtió en un entusiasta de la zoofagia, la práctica de comer animales, generalmente exóticos, un movimiento que tuvo su auge en el siglo XIX.
Su afición le llevó a elaborar algunos
experimentos culinarios extravagantes que hicieron que fuera recordado no solo
como un paleontólogo de renombre, sino también como un personaje excéntrico:
declaró que se comería todo el reino animal. Erizos, ranas, caimanes, ratones, trompas
de elefante, moscas azules y tijeretas, entre otros muchos bichos que sería prolijo citar, pasaron por su mesa.
Se ha especulado que las extrañas
decisiones alimentarias de Buckland no eran resultado de su excentricidad, sino
que estaban motivadas por la difícil situación de los pobres, quienes a menudo
carecían de lo suficiente para comer. Pensaba que, si se demostraba que sus raras
elecciones culinarias llegaran a formar una parte aceptable de la dieta, los
pobres tendrían una opción económica para saciar el apetito. Sin embargo, cabe pensar que la trompa de
elefante difícilmente entraría en la categoría de alimentos económicos.
Aunque el relato sobre la cardiofagia del Rey Sol bien podría ser
apócrifo, es demasiado bueno para dejarlo de lado. Empecemos con la parte de la
historia que es históricamente cierta. En Francia, desde el siglo XIII, el
corazón de un rey fallecido se extraía y se guardaba como reliquia para ser
venerado, una veneración que, obviamente, fue anadonada tras la Revolución
Francesa. El cofre de plata que albergaba el corazón del rey Luis XIV fue
fundido y el órgano momificado supuestamente fue vendido a Alexander Pau, un
pintor que le dio un extraño uso.
En aquella época, el "marrónmomia", también conocido como “marrón egipcio” o "caput mortuum", era un pigmento elaborado a partir de carne molida de momias mezclada con brea blanca y mirra, especialmente codiciado por su precisión en los tonos de piel. Según cuenta la historia, Pau usó solo un pequeño trozo del corazón momificado, y el resto, del tamaño aproximado de una nuez, fue adquirido por Lord Harcourt, arzobispo de York, a quien le gustaba mostrarlo a sus visitas.
Eso fue precisamente lo que hizo en una suntuosa cena a la que Buckland acudió como invitado. Cuando le mostraron el corazón, se dice que Buckland, quien ya se había ganado la reputación de ingerir cosas atípicas, dijo: «He comido muchas cosas raras, pero nunca he comido el corazón de un rey». Pensando que este peculiar manjar sería una gran aportación a su repertorio y que zamparlo entretendría a los invitados, se cuenta que procedió a catarlo. Como he dicho, una historia demasiado buena para no contarla.
Aunque el relato es sospechoso,
Buckland era conocido por ser un conferenciante entretenido. En Oxford, cuando
enseñaba a los estudiantes sobre su megalosaurio, se pavoneaba imitando cómo
creía que caminaba el lagarto gigante. Henry Acland —quien a los años se
convertiría en un prestigioso médico— asistió a una de sus clases y contó que
Buckland «caminaba
de un lado al otro detrás de una larga vitrina, sosteniendo en su mano la
calavera de una hiena mientras peroraba».
«De repente, bajó de prisa las
escaleras, le apuntó con la calavera al primer estudiante sentado en la banca
de enfrente y gritó: "¿Qué es lo que gobierna el mundo?" El joven, aterrado, no
musitó ni una palabra. [Buckland] corrió hacia donde yo [Acland] estaba y,
apuntando la hiena frente a mi cara, preguntó: ”¿Qué es lo que gobierna el
mundo?”. ¡No tengo ni idea”, le respondí. “El estómago, señor, el estómago gobierna el
mundo. Los grandes se comen a los pequeños y estos a otros aún más pequeños”,
aclaró él».
Aunque Buckland podría
describirse como, digamos, poco convencional, no cabe duda de que realizó
importantes contribuciones a la ciencia. La dedicatoria de su busto, expuesto
en la Abadía de Westminster, dice: «Dotado de un intelecto superior, aplicó los
poderes de su mente al avance de la ciencia y al bienestar de la humanidad».
Nada se dice de sus aficiones gastronómicas que hubieran asombrado al mismísimo Apicius.