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domingo, 9 de noviembre de 2025

FLATIRON, EL TRIÁNGULO DEL VIENTO

Cuando el Flatiron Building fue terminado en 1903, algunos neoyorquinos hacían apuestas sobre cuán lejos llegarían los escombros cuando el viento lo derribara. La anécdota, que hoy suena cómica, no lo era tanto entonces. El edificio parecía una extravagancia peligrosa, una especie de vela de piedra a punto de salir volando sobre Broadway. Pero no voló: se quedó ahí, desafiando al viento y a la lógica, con su silueta de hierro y vidrio apuntando al cielo como un cuchillo elegante.

Visto desde la esquina de la Quinta Avenida y la calle 23, el Flatiron parece una broma de perspectiva, una ilusión óptica del Nueva York de hace un siglo. Su punta más aguda tiene apenas dos metros de ancho; su altura, casi 87 metros, bastaba en 1903 para asustar a las palomas y a los ingenieros. Lo apodaron “el triángulo del viento” y durante semanas los periódicos publicaron titulares alarmistas sobre su inminente colapso. Los más temerarios acudían a la esquina para contemplar la supuesta tragedia que nunca llegó.

Yo me planté en esa misma esquina un mediodía de invierno. El aire olía a castañas asadas y a historia. Los taxis amarillos pasaban como relámpagos y el edificio, entre los rascacielos modernos, parecía un aristócrata flaco rodeado de culturistas. Su fachada de piedra caliza aún conserva el orgullo de una época en la que Nueva York empezaba a pensarse vertical.

Antes del Flatiron, la ciudad era un tablero de ajedrez horizontal. Las torres estaban reservadas a las iglesias y la palabra “rascacielos” sonaba casi blasfema. Pero la invención de la estructura de acero, sumada a la aparición del ascensor de seguridad de Elisha Otis, cambió las reglas. En pocas décadas, la capital del comercio se transformó en un bosque metálico. Cada edificio competía por arañar un poco más de cielo.

El Flatiron, diseñado por el arquitecto Daniel Burnham, fue el primero en hacerlo con estilo. Su estructura interna, una red de vigas de acero, permitía levantar una forma tan delgada sin que el viento la partiera. El resultado fue una revolución estética: un edificio que no solo desafiaba la gravedad, sino también el sentido común. Los cronistas de la época lo comparaban con la proa de un barco surcando el tráfico de Broadway. Mark Twain lo llamó “una hoja de afeitar de piedra”.

Dicen que cuando el viento soplaba desde el norte, el efecto túnel levantaba las faldas de las mujeres que pasaban por la acera y los fotógrafos se agolpaban para captar la escena. La policía tuvo que dispersarlos. De ahí nació la expresión “23 skidoo”, algo así como “¡circulen!” o “¡fuera de aquí!”, que fue el primer eslogan urbano de Manhattan. Ningún otro edificio de su tiempo generó tanto revuelo por tan poco.

Sin embargo, su importancia no está en el escándalo ni en las anécdotas, sino en lo que representó. El Flatiron fue la señal de que Nueva York había aprendido a construir hacia arriba. Hasta entonces, la ciudad era una suma de almacenes, fábricas y oficinas de tres plantas. En pocos años, el Empire State, el Chrysler, el Woolworth y una constelación de torres se elevaron sobre Manhattan como si alguien hubiera estirado el horizonte.

Una serie de imágenes que muestran la construcción del edificio Flatiron, tomadas y ensambladas a partir del archivo fotográfico del New York Times. Biblioteca del Congreso. Dominio público.

El Flatiron fue la chispa inicial de esa fiebre. Y lo notable es que sigue en pie, con más dignidad que muchos de sus sucesores. Frente a sus líneas neoclásicas, el acero parece haberse vuelto humano. Hay algo casi romántico en su fragilidad aparente, en esa manera de enfrentarse al viento como quien dice: “aquí estoy, y no pienso moverme”.

Caminar alrededor del edificio es un ejercicio de geometría emocional. Cada paso cambia la perspectiva: desde el norte, es una cuña; desde el oeste, una torre; desde el sur, una postal de 1903. Las sombras se estiran a lo largo de Broadway como si el tiempo hubiera olvidado cómo avanzar. En el interior, las oficinas son pequeñas y extrañas, con paredes que se estrechan como un embudo. Nadie sabe muy bien cómo amueblarlas, y quizá por eso tienen un encanto de otro siglo.

Me detengo en el parque Madison Square, frente al edificio, y pienso en el vértigo que debió de sentir la gente al verlo por primera vez. Era el anuncio de una nueva era, una promesa de hierro y progreso. En 1903, mientras en Europa los modernistas jugaban con curvas y decoraciones, Nueva York inventaba su propio lenguaje: el de la verticalidad pragmática. No se trataba de belleza, sino de poder. Cada metro hacia arriba era una declaración económica.

A su modo, el Flatiron fue el primer grito de esa ambición moderna. Y aunque hoy parezca modesto entre los gigantes de cristal, conserva una elegancia que ninguno de ellos puede imitar. Hay edificios más altos, caros y relucientes, pero pocos tan memorables.

El barrio que lo rodea también ha cambiado. Donde antes había tranvías y carromatos, hoy hay ciclistas y turistas con los móviles apuntando en alto. Los restaurantes sirven sushi donde antes se vendía carbón. En las noches de verano, las luces del Flatiron se reflejan en las fachadas de cristal de los edificios vecinos, y el aire parece llenarse de una música sorda, mezcla de tráfico, conversaciones y viento. Hay algo reconfortante en esa constancia: el edificio sigue siendo el mismo, aunque todo lo demás haya mutado.

Fotografía tomada el 1 de marzo de 1902. El edificio se terminó en septiembre del mismo año. Broadway está a la izquierda y la Quinta Avenida a la derecha. Fuente: División de Impresiones y Fotografías de la Biblioteca del Congreso. Dominio público.

En los días de lluvia, su fachada se oscurece y parece que el barco de piedra se dispone a zarpar hacia el norte, entre las olas del tráfico. En los días de sol, brilla con una melancolía de principios del siglo XX. La mayoría de los peatones lo cruzan sin mirarlo; algunos turistas alzan la vista y lo fotografían sin entender del todo qué tiene de especial. Pero el Flatiron no busca llamar la atención: simplemente demuestra que el futuro puede sostenerse sobre la belleza del ingenio.

En 2021, cuando el edificio fue vaciado para una restauración completa, las grúas parecían rodearlo con respeto, como cirujanos frente a un paciente ilustre. Los ingenieros modernos calcularon de nuevo sus tensiones, comprobaron sus remaches y descubrieron que aquel esqueleto de acero, con más de un siglo a sus espaldas, seguía firme. La ciudad había cambiado de piel mil veces, pero el Flatiron seguía donde siempre, atravesando el aire con la serenidad de quien ya ha sobrevivido a todos los vientos posibles.

Cuando cae la tarde y las luces de Broadway se encienden, el triángulo se transforma en un faro. No marca el paso de los barcos, sino el de los siglos. Fue el primero en mirar hacia arriba, y todos los demás —del Chrysler al One World Trade Center— le deben algo.

En una ciudad que cambia de piel cada década, el Flatiron resiste. Ni los vientos de 1903 ni los del siglo XXI han logrado derribarlo. Sigue ahí, agudo y orgulloso, como una lección de arquitectura y de carácter: un recordatorio de que, a veces, el equilibrio no consiste en evitar el viento, sino en aprender a usarlo para no caer.