Cuando el Flatiron Building fue
terminado en 1903, algunos neoyorquinos hacían apuestas sobre cuán lejos
llegarían los escombros cuando el viento lo derribara. La anécdota, que hoy
suena cómica, no lo era tanto entonces. El edificio parecía una extravagancia
peligrosa, una especie de vela de piedra a punto de salir volando sobre
Broadway. Pero no voló: se quedó ahí, desafiando al viento y a la lógica, con
su silueta de hierro y vidrio apuntando al cielo como un cuchillo elegante.
Visto desde la esquina de la
Quinta Avenida y la calle 23, el Flatiron parece una broma de perspectiva, una
ilusión óptica del Nueva York de hace un siglo. Su punta más aguda tiene apenas
dos metros de ancho; su altura, casi 87 metros, bastaba en 1903 para asustar a
las palomas y a los ingenieros. Lo apodaron “el triángulo del viento” y durante
semanas los periódicos publicaron titulares alarmistas sobre su inminente
colapso. Los más temerarios acudían a la esquina para contemplar la supuesta
tragedia que nunca llegó.
Yo me planté en esa misma esquina
un mediodía de invierno. El aire olía a castañas asadas y a historia. Los taxis
amarillos pasaban como relámpagos y el edificio, entre los rascacielos
modernos, parecía un aristócrata flaco rodeado de culturistas. Su fachada de
piedra caliza aún conserva el orgullo de una época en la que Nueva York
empezaba a pensarse vertical.
Antes del Flatiron, la ciudad era
un tablero de ajedrez horizontal. Las torres estaban reservadas a las iglesias
y la palabra “rascacielos” sonaba casi blasfema. Pero la invención de la
estructura de acero, sumada a la aparición del ascensor de seguridad de Elisha
Otis, cambió las reglas. En pocas décadas, la capital del comercio se
transformó en un bosque metálico. Cada edificio competía por arañar un poco más
de cielo.
El Flatiron, diseñado por el
arquitecto Daniel Burnham, fue el primero en hacerlo con estilo. Su estructura
interna, una red de vigas de acero, permitía levantar una forma tan delgada sin
que el viento la partiera. El resultado fue una revolución estética: un
edificio que no solo desafiaba la gravedad, sino también el sentido común. Los
cronistas de la época lo comparaban con la proa de un barco surcando el tráfico
de Broadway. Mark Twain lo llamó “una hoja de afeitar de piedra”.
Dicen que cuando el viento
soplaba desde el norte, el efecto túnel levantaba las faldas de las mujeres que
pasaban por la acera y los fotógrafos se agolpaban para captar la escena. La
policía tuvo que dispersarlos. De ahí nació la expresión “23 skidoo”,
algo así como “¡circulen!” o “¡fuera de aquí!”, que fue el primer eslogan
urbano de Manhattan. Ningún otro edificio de su tiempo generó tanto revuelo por
tan poco.
Sin embargo, su importancia no
está en el escándalo ni en las anécdotas, sino en lo que representó. El
Flatiron fue la señal de que Nueva York había aprendido a construir hacia
arriba. Hasta entonces, la ciudad era una suma de almacenes, fábricas y oficinas
de tres plantas. En pocos años, el Empire State, el Chrysler, el Woolworth y
una constelación de torres se elevaron sobre Manhattan como si alguien hubiera
estirado el horizonte.
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| Una serie de imágenes que muestran la construcción del edificio Flatiron, tomadas y ensambladas a partir del archivo fotográfico del New York Times. Biblioteca del Congreso. Dominio público. |
El Flatiron fue la chispa inicial
de esa fiebre. Y lo notable es que sigue en pie, con más dignidad que muchos de
sus sucesores. Frente a sus líneas neoclásicas, el acero parece haberse vuelto
humano. Hay algo casi romántico en su fragilidad aparente, en esa manera de
enfrentarse al viento como quien dice: “aquí estoy, y no pienso moverme”.
Caminar alrededor del edificio es
un ejercicio de geometría emocional. Cada paso cambia la perspectiva: desde el
norte, es una cuña; desde el oeste, una torre; desde el sur, una postal de
1903. Las sombras se estiran a lo largo de Broadway como si el tiempo hubiera
olvidado cómo avanzar. En el interior, las oficinas son pequeñas y extrañas,
con paredes que se estrechan como un embudo. Nadie sabe muy bien cómo
amueblarlas, y quizá por eso tienen un encanto de otro siglo.
Me detengo en el parque Madison
Square, frente al edificio, y pienso en el vértigo que debió de sentir la gente
al verlo por primera vez. Era el anuncio de una nueva era, una promesa de
hierro y progreso. En 1903, mientras en Europa los modernistas jugaban con
curvas y decoraciones, Nueva York inventaba su propio lenguaje: el de la
verticalidad pragmática. No se trataba de belleza, sino de poder. Cada metro
hacia arriba era una declaración económica.
A su modo, el Flatiron fue el
primer grito de esa ambición moderna. Y aunque hoy parezca modesto entre los
gigantes de cristal, conserva una elegancia que ninguno de ellos puede imitar.
Hay edificios más altos, caros y relucientes, pero pocos tan memorables.
El barrio que lo rodea también ha
cambiado. Donde antes había tranvías y carromatos, hoy hay ciclistas y turistas
con los móviles apuntando en alto. Los restaurantes sirven sushi donde
antes se vendía carbón. En las noches de verano, las luces del Flatiron se
reflejan en las fachadas de cristal de los edificios vecinos, y el aire parece
llenarse de una música sorda, mezcla de tráfico, conversaciones y viento. Hay
algo reconfortante en esa constancia: el edificio sigue siendo el mismo, aunque
todo lo demás haya mutado.
En los días de lluvia, su fachada
se oscurece y parece que el barco de piedra se dispone a zarpar hacia el norte,
entre las olas del tráfico. En los días de sol, brilla con una melancolía de
principios del siglo XX. La mayoría de los peatones lo cruzan sin mirarlo;
algunos turistas alzan la vista y lo fotografían sin entender del todo qué
tiene de especial. Pero el Flatiron no busca llamar la atención: simplemente
demuestra que el futuro puede sostenerse sobre la belleza del ingenio.
En 2021, cuando el edificio fue
vaciado para una restauración completa, las grúas parecían rodearlo con
respeto, como cirujanos frente a un paciente ilustre. Los ingenieros modernos
calcularon de nuevo sus tensiones, comprobaron sus remaches y descubrieron que
aquel esqueleto de acero, con más de un siglo a sus espaldas, seguía firme. La
ciudad había cambiado de piel mil veces, pero el Flatiron seguía donde siempre,
atravesando el aire con la serenidad de quien ya ha sobrevivido a todos los
vientos posibles.
Cuando cae la tarde y las luces
de Broadway se encienden, el triángulo se transforma en un faro. No marca el
paso de los barcos, sino el de los siglos. Fue el primero en mirar hacia
arriba, y todos los demás —del Chrysler al One World Trade Center— le deben
algo.
En una ciudad que cambia de piel
cada década, el Flatiron resiste. Ni los vientos de 1903 ni los del siglo XXI
han logrado derribarlo. Sigue ahí, agudo y orgulloso, como una lección de
arquitectura y de carácter: un recordatorio de que, a veces, el equilibrio no
consiste en evitar el viento, sino en aprender a usarlo para no caer.


