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miércoles, 12 de noviembre de 2025

CARRETERA 66. NOSTALGIA DEL ASFALTO Y DEL GRAN LEBOWSKI

 

Alquilamos un coche y salimos de Chicago como se hacía en los años noventa, con el maletero lleno de mapas, un cuaderno y un propósito tan absurdo como hermoso: recorrer de punta a punta la vieja Ruta 66, el camino que alguna vez unió el Medio Oeste con el sueño del Pacífico. No hay prisa. Kerouac decía que lo importante era moverse, no llegar, y en eso confío. En la autopista moderna —la Interstate 55— los coches pasan como proyectiles; pero yo busco otra cosa, un rumor de pasado, el temblor de una época en que cruzar el país era una aventura y no un trámite.

La Ruta 66 ya no existe oficialmente. Fue descatalogada en 1985, engullida por autopistas más rápidas y aburridas. Pero aún palpita bajo el asfalto nuevo, como una cicatriz que se resiste a borrarse. En los pueblos que sobreviven a su vera, uno encuentra carteles oxidados que proclaman con orgullo: Get your kicks on Route 66, el verso inmortal de la canción de Bobby Troup. El viajero siente que entra en una reliquia viva, una exposición de sí misma, donde cada gasolinera es un museo y cada motel una cápsula del tiempo.

Los moteles son, de hecho, lo primero que llama la atención. Edificios bajos, con fachadas de colores desteñidos y rótulos de neón que parpadean como luciérnagas cansadas. En algunos aún se ofrece “TV y aire acondicionado”, como si fuera un lujo de otro siglo. La mayoría están atendidos por matrimonios mayores que vieron pasar la gloria y la decadencia de la carretera. Me hospedo en uno cerca de Springfield, Illinois. En el cuarto, el ventilador zumba como un recuerdo y la colcha de flores repite un patrón que seguramente era moderno cuando Eisenhower era presidente. Por la ventana, el estacionamiento vacío refleja la luna.

Al avanzar hacia Misuri y Kansas, la 66 serpentea entre campos, viejas estaciones de servicio y cafés que aún sirven cherry pie y café aguado. En los muros, los carteles de “Historic Route 66” se alternan con señales de “Antiques” o “Trading Post”. Algunos de esos comercios venden lo que uno imagina: matrículas viejas, llaveros con el logo de la carretera, postales amarillentas, figuritas de Elvis y botellas de Coca-Cola con la etiqueta original. Son templos de la nostalgia, administrados por personas que saben que venden más que objetos: venden pertenencia a un mito.

En Oklahoma el paisaje se abre como un mar de trigo. Aquí uno puede detenerse en pueblos que parecen decorados del cine de los cincuenta. Las uvas de la ira, la novela de Steinbeck, se vuelve casi palpable: las familias okies que huyeron del polvo y la ruina por este mismo camino rumbo a California. Steinbeck fue quien bautizó la 66 como The Mother Road, la carretera madre, y no hay nombre mejor. Cada curva parece contener las huellas de aquellos migrantes, y también las de Dean Moriarty y Sal Paradise, los héroes de On the Road, que Kerouac imaginó devorando millas y noches en busca de libertad o de sí mismos.

En Nuevo México, el horizonte empieza a oler a desierto. Los neones de Albuquerque me reciben como un espejismo eléctrico. Duermo en otro motel, este con forma de tipi gigante: Wigwam Motel, dice el cartel. Las habitaciones son pequeñas, pero en el interior hay camas redondas y televisores de tubo. Me siento dentro de una película de los años cincuenta. Afuera, el aire caliente huele a gasolina y a historia. En la fachada, un cartel anuncia: “Have you slept in a wigwam lately?” No, y probablemente no volveré a hacerlo, pensé antes de dormir.

Más al oeste, la carretera se convierte en un rosario de fantasmas: estaciones abandonadas, cines cerrados, carteles que se desmoronan. En Arizona, paso por Seligman, donde un barbero octogenario jura haber sido el modelo del personaje de Cars, la película de Pixar que devolvió la 66 a la imaginación de una nueva generación. Disney la convirtió en un parque temático, pero aquí, en la realidad, el óxido y el polvo son más elocuentes.

Wigwam Motel, Holbrook, Arizona. Originalmente hubo siete moteles Wigwam. Los falsos tipis indios tienen un marco de acero cubierto de madera, fieltro y lona debajo de una capa de estuco de cemento. Foto de Carol M. Highsmith. Biblioteca del Congreso. Dominio público.

El Gran Cañón queda al norte, y el viajero, con Thelma y Louise en la mente, debe resistir la tentación de desviarse. El camino sigue hacia California, bajando por las montañas de San Bernardino. Allí, en los últimos tramos, el aire se espesa con el olor a eucalipto y a asfalto caliente. Los Ángeles aparece de pronto, inmensa, infinita, como el final de una novela que uno no quiere acabar. La 66 muere frente al Pacífico, en Santa Monica Boulevard, junto a un cartel que proclama: End of the Trail.

Me bajo del coche y miro el océano. No hay música, ni epifanía, ni coro de ángeles beatniks. Solo el rumor del tráfico y las olas. Pero siento que he recorrido algo más que una carretera: un país entero condensado en 3.900 kilómetros de nostalgia. La 66 es una metáfora de América —su juventud, su fe en el movimiento, su melancolía por todo lo que deja atrás—. Mientras miro al mar, me acuerdo de la que quizás sea la escena más genial del Gran Lebowski.

Es una de esas escenas en las que el absurdo y la ternura se abrazan sin pedir permiso. El Nota y Walter suben a un acantilado con una lata de café Folgers que hace las veces de urna funeraria de las cenizas de su amigo Donny. Detrás de ellos, el Pacífico brilla con esa indiferencia majestuosa de los océanos, mientras el viento sopla caprichoso, levantando la arena y los cabellos. Walter, solemne como un sacerdote improvisado, pronuncia un discurso inflamado sobre la amistad, Vietnam y el destino, mientras el Nota lo observa con la resignación del que sabe que nada va a salir bien.

Cuando por fin abre la lata y lanza las cenizas al aire, el viento, travieso y cruel, cambia de dirección y las devuelve de inmediato. Una nube gris los envuelve y el Nota queda cubierto con su amigo muerto: en la barba, en las gafas, en la chaqueta. Por un segundo, todo se detiene; luego, el Nota se queda quieto, tosiendo suavemente, mientras Walter continúa su arenga sin notar el desastre.

Es un momento ridículo y conmovedor, casi sagrado en su torpeza. Los dos hombres miran el horizonte, manchados de polvo y silencio, y uno siente que allí, en ese fracaso tan humano, está contenida toda la poesía del Gran Lebowski: la de quienes, aun cubiertos de cenizas y errores, siguen mirando hacia el mar. 

Al final, comprendo que lo que mueve a quienes aún la recorremos no es el deseo de llegar a ninguna parte, sino la necesidad de seguir rodando por una memoria que, como la del Nota en el Gran Lebowski, no queremos perder. Como escribió Kerouac: «Nada detrás de mí, todo delante de mí, como siempre en la carretera».