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jueves, 28 de abril de 2016

El arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo (2): Vázquez, el moroso perfecto

Si en la Francia del XIX Balzac fue el prototipo del moroso contumaz, en la España del siglo pasado, otro creador, el dibujante Manuel Vázquez Gallego (1930-1996), fue también un pufista profesional. 

Manolo Vázquez, un madrileño de Cascorro que vivió la mayor parte de su vida en Barcelona, fue uno de los más reputados dibujantes de historietas cómicas de nuestro país y una de las estrellas de la editorial Bruguera”. Además de Anacleto Agente Secreto, que en 2015 pasó de los tebeos al celuloide, fue el creador de “Las Hermanas Gilda”, “La familia Cebolleta”, “La Abuelita Paz”, “La familia Churumbel” y “Angelito”, entre otros muchos personajes de papel, creados por Vázquez en las décadas de los sesenta y setenta; con no poca habilidad para esquivar a la censura franquista, ya que muchos de estos personajes eran “políticamente incorrectos” desde el punto de vista de la dictadura.

Pero junto a esas habilidades, y supongo que, sin leer a Balzac, el genial humorista fue la encarnación del perfecto moroso y del deudor empedernido. Se dice que otro genial dibujante de Bruguera, Francisco Ibáñez, creó a propia imagen y semejanza de Vázquez a Manolo, el moroso de profesión e inquilino de la buhardilla de 13, Rue del Percebe, aunque ni el padre de la criatura, ni el propio Vázquez, lo hayan reconocido tácitamente.

Claro que para autorretratarse Vázquez se basta él solito. En 1961, creó un personaje, el “Tío Vázquez”, basado en él mismo; el genial dibujante se caricaturizaba como un moroso impenitente y contumaz, su álter ego. En las historietas, el personaje nos explicaba a los atónitos lectores, la mayoría niños (yo entre ellos) y adolescentes, que el héroe es el que jamás paga; aquello era algo insólito en plena dictadura franquista, cuando la censura prohibía toda incitación del humorismo hacia la desobediencia de las leyes y la conculcación de la moral y de las buenas costumbres.

Quienes conocieron a Vázquez afirman que la encarnación del perfecto mal pagador. Tenía a gala comprar las cosas a plazos y no pagar nunca las letras, lo que convertía la escalera de su casa en un desfile de acreedores al acecho. Una anécdota que ilustra el comportamiento moroso de Vázquez, fue cuando llegó un día a su casa y se encontró a dos cobradores en el rellano que esperaban a que apareciera para cazarlo. Su reacción fue muy rápida: se puso a aporrear su propia puerta a todo trapo y vociferando: «Abre la puerta y paga lo que debes de una maldita vez, moroso de mierda; sé que estás ahí, escondido debajo de la cama». Vázquez se hizo pasar por un cobrador con tanta habilidad que los otros dos caza-morosos le acabaron invitando a unas cañas.

A diferencia de lo que ocurre con los morosos profesionales que nunca reconocen su vicio, Vázquez nunca se avergonzó de su condición de moroso recalcitrante; él presumía de ser un pufista contumaz y de haber convertido su morosidad en una filosofía que mantuvo hasta el final de sus días. En cuando tenía ocasión alimentaba su propia leyenda negra. Prueba de ello es la entrevista que concedió en 1982 a Sol Alameda para el País Semanal, que lleva como titular «En la tragedia siempre hay muchísimo humor», publicada el 31 de enero de 1982, en la que Vázquez sentaba cátedra de su morosidad simpar:

«Es que en estos últimos años nos hemos ido cuatro veces de los pisos, por no pagar. A mí me trae sin cuidado lo que diga la gente. Si en un momento determinado se han complicado las cosas y no has pagado al casero (porque te has puesto enfermo o porque te has gastado el dinero, es lo mismo), durante un mes, dos, o siete meses, hasta que los caseros se hartan, entonces tienes que coger una camioneta por la noche, y con los niños y lo que te puedas llevar, abandonar. Esto no deja de ser triste, pero no por la moralidad. Quizá no encuentres a nadie que sea más amoral que yo.
Si hubiera una medalla para el mayor sinvergüenza, ésa la llevaría colgada yo. Lo que me molesta es la mezquindad. Eso sí. Porque a mí me gustaría irme sin pagar de un hotel de Acapulco. Como me gustaría estar con Bo Dereck y largarme sin pagar. Pero hacérselo a una viuda de cincuenta años me parece criminal. O sea, que no es la moralidad, sino la calidad de la empresa. Irme de un piso porque no puedo pagar treinta mil cochinas pesetas me descompone, se me cae la cara de vergüenza. Te dejas allí la moqueta recién puesta y un montón de cosas que no puedes cargar».

Según contaba su amigo, el escritor Francisco González Ledesma, con el que coincidió trabajando en Bruguera, para cuando no le apetecía alquilar, Vázquez «tenía hecho un balance perfecto de todas las pensiones de Barcelona, y sobre el mismo había calculado que podía vivir en todas, una tras otra, hasta su último día, contando lo que tardarían eh echarlo por no pagar. Juro por el Santísimo que no hizo todas las pensiones de Barcelona, pero le faltó poco».

Los cientos de enredos y trapisondas organizadas por Vázquez, entre las que no faltó abrir un burdel en la calle Ayala de Madrid, lo llevaron tres veces a la cárcel, algo que parecía traerle sin cuidado:
«El récord [de sus estancias entre rejas] lo tengo en seis meses. Lo suficiente para saber que si entras es difícil salir limpio. Yo me divertí, lo pasé bien. Estando allí hubo un incendio, apagué el fuego, salvé a un guardia y me dieron una mención de honor. En la Modelo cada uno se relacionaba con los de su élite, y claro, yo me relacionaba con los estafadores. Los había tremendos: de casas de discos, de urbanizaciones, algunos de grandes quiebras. Gente gorda. Allí tenían hasta chicas, no te digo más; menos salir a la calle, lo que quisieran. Vino, coñá, conversaciones mundanas y elegantes. Todos éramos unos señores. Y nadie negaba nada. Te decían “pues cuando salga voy a hacer una operación de tantos millones”. Era lo normal. Era gente clara, y no los de la editorial, que te hablaban de un nuevo proyecto, que tú ibas a hacer tantas páginas, y luego veías que te reproducían mil veces sin pagarte un duro. Porque, mira, yo tengo la teoría de que un estafador es el tío que saca los ahorros a la gente de la calle prometiendo unos pisos en la playa y que luego es mentira. Pero cuando un tío estafa a unos riquísimos que tienen una tela, a una gente que ha estafado toda su vida a los demás, eso es un señor».

A Manolo Vázquez le hubiera encantado conocer a su prototipo, Roboamo Pufista, del que me ocuparé en la próxima entrada.