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La investigadora Felisa Wolfe-Simon trabajando en Mono Lake. Foto. |
Desde las minúsculas bacterias a
las gigantescas ballenas o a los majestuosos secuoyas, todos los organismos
vivos dependen de la combinación molecular de seis elementos: oxígeno, carbono,
hidrógeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Se requieren otros elementos necesarios
para la vida, por ejemplo, el hierro para formar la hemoglobina, pero los seis
primeros son los constituyentes mayoritarios que requieren todos los seres
vivos.
Hace ahora quince años
En un artículo publicado
en Science hace ahora justamente quince años (del que me ocupé poco después
en este mismo blog con un post, Arsénico
por compasión, cuyo título me pareció sugestivo), un equipo de doce investigadores
del Instituto Astrobiológico de la NASA y del Servicio Geológico de Estados
Unidos encabezado por la doctora Wolfe-Simon, planteó una posible excepción a ese
paradigma bioquímico que parecía inamovible.
La excepción consistía en un
linaje bacteriano que el grupo había logrado cultivar en laboratorio
reemplazando en sus biomoléculas el fósforo por arsénico, un compuesto capaz de
aniquilar a cualquier otro organismo conocido. La principal implicación de
aquel hallazgo consistía en recordarnos que la vida tal y como la conocemos
puede ser mucho más flexible de lo que pensamos o imaginamos normalmente.
La hipótesis de partida del
equipo era que como ambos metaloides tienen unas características químicas
similares (son vecinos en la tabla periódica), el arsénico podría haber sido un
sustituto del fósforo en organismos primitivos como las bacterias. El fósforo,
en forma de diferentes fosfatos, es un elemento fundamental tanto en las
cadenas de ADN y ARN, como en dos moléculas, el ATP y el NAD, que son claves
para la transferencia energética celular.
El problema para confirmar tal
hipótesis era que el arsénico resulta tóxico para todos los seres vivos
precisamente porque las células intentan sustituirlo por el fósforo en sus
actividades metabólicas. Un problema añadido para la hipótesis era que a pesar
de que los arseniatos son muy similares en su comportamiento químico a los
fosfatos, también son mucho más inestables en el agua, por lo que ninguna
célula sería capaz de obtenerlos del medio.
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Paisaje de Mono Lake. Foto de Luis Monje © |
Para probar su hipótesis, el
equipo de Wolfe-Simon colectó lodos
de Mono Lake, un lago del desierto californiano de la Gran Cuenca, cuyas
aguas son muy ricas en sales, entre ellas arseniatos (los cinéfilos pueden empaparse
del lago en el western Infierno de cobardes, dirigido y protagonizado
por Clint Eastwood, un largometraje rodado íntegramente en Mono Lake). Tras
obtener los microorganismos a partir del lodo, los científicos los hicieron
crecer en laboratorio incrementando las concentraciones de arseniato sin añadir
fosfatos, una adición ⎼la
de estos últimos⎼ que es
obligada cuando se desea cultivar microorganismos en laboratorio.
La técnica consistió en trasplantar
sucesivamente los microorganismos a medios cada vez más empobrecidos en fósforo
hasta hacerlo desaparecer por completo. En esas condiciones, cualquier
organismo que quisiera formar material genético o cualquier otra biomolécula
debería utilizar arseniatos para sobrevivir… si es que eran capaces de hacerlo.
Cuando la concentración de
fósforo era nula, surgió la sorpresa: bajo el microscopio los investigadores
detectaron los veloces movimientos de la cepa bacteriana GFAJ-1. Tras comprobar
que no existían contaminaciones externas de fósforo, el equipo inició una serie
de sofisticados análisis para comprobar si el arsénico había sido utilizado por
la cepa bacteriana. Los resultados confirmaron la hipótesis: el arsénico
aparecía en fragmentos de proteínas, grasas y ácidos orgánicos bacterianos. Y
lo hacía en forma de arseniatos como sustitutos de los fosfatos en los típicos
enlaces químicos con los átomos de carbono y oxígeno. Aparentemente, para la
cepa GFAJ-1 el letal arsénico se había transformado en vital. Una conclusión
tan bonita como precipitada.
Para el equipo, el experimento
confirmaba que se había aislado una bacteria que utilizaba el arsénico para
vivir. El artículo no sostenía en ningún momento que la cepa bacteriana
utilizara de forma natural el arsénico. Los lodos salinos de Mono Lake
contienen tanto fósforo como arsénico y, de hecho, los cultivos bacterianos
crecen mejor cuando se les añade fósforo.
Lo interesante era
que si la cepa GFAJ-1 podía crecer en ausencia de fósforo, otros organismos
terrestres podrían hacerlo también de forma natural y, aún más, que organismos
similares podrían haber prosperado en las aguas hidrotermales ricas en arsénico
que conformaron los mares de la Tierra primitiva hace 3.500 millones de años.
El sueño dieciocho veces centenario del sofista epicúreo y cínico Luciano
de Samósata podía ser una realidad.
Los microorganismos de Mono
Lake aguantan todo
Las bacterias de Mono Lake son organismos extremófilos,
es decir, capaces de desenvolverse en condiciones naturales extremas de
altísimas o bajísimas temperaturas, acidez o salinidad. Aunque el artículo de
Wolfe-Simon y colegas no contenía ni una sola alusión a la vida extraterrestre,
los extremófilos interesan a los investigadores que especulan para buscar
formas de vida extraterrestre: si en la Tierra hay organismos capaces de vivir
en entornos poco comunes y difíciles, se amplían las posibilidades de que
exista o haya existido la vida en otros rincones del universo, en condiciones
extrañas y hostiles en las que la vida, tal y como la concebimos nosotros,
nunca podría existir.
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Extremófilos termófilos producen algunos de los vistosos colores de la fuente termal Grand Prismatic Spring, en Yellowstone National Park. Foto de Carsten Steger. |
Para la NASA, siempre muy
dependiente del presupuesto público para proseguir sus investigaciones
espaciales, la cuestión estaba muy clara: el trabajo del equipo de Wolfe-Simon
sobre las bacterias adictas al arsénico ampliaba la probabilidad de encontrar
vida extraterrestre y con ello las posibilidades de obtener más recursos
federales.
Pero no toda la comunidad
científica estaba de acuerdo, porque aun admitiendo la fiabilidad del
experimento, muchos científicos argumentaban que no había pruebas concluyentes
de que el arsénico encontrado en los fragmentos celulares bacterianos no fuera
una acumulación en las vacuolas (una especie de vertederos donde se concentran
los desechos de la actividad celular) y no una auténtica incorporación a la
actividad bioquímica metabólica. Para demostrarlo concluyentemente, argumentaban,
sería necesario encontrar al menos una enzima funcional con arsénico y
demostrar que el ADN y otras biomoléculas siguen siendo funcionales tras
incorporar los arseniatos, algo que el experimento no había logrado demostrar.
Hasta ahora, tales enzimas no han podido detectarse.
Quince años después
Sea como fuese, durante unos
pocos días de diciembre de 2010, el mundo fantaseó con el descubrimiento de
vida extraterrestre. La NASA presentó
“un descubrimiento astrobiológico” que iba a impactar en la búsqueda de vida
más allá de la Tierra.
El resultado fue una de las
mayores polémicas científicas de la historia reciente, una historia que el 24
de julio de 2025 incorporó un nuevo capítulo con la decisión de Science de retirar el estudio,
lo que significa la mayor desacreditación que puede sufrir una publicación
científica. Y es que, aunque los investigadores estadounidenses presentaron
datos extraordinariamente llamativos, otros equipos no lograron replicar los
resultados, algo imprescindible si se quiere mantener que el ADN puede construirse
en arsénico prescindiendo del fósforo, una conclusión extraordinariamente
disruptiva, que exige pruebas concluyentes. Las pruebas no fueron aportadas en
el trabajo original y nunca han conseguido otros equipos que replicaron los
experimentos: los grupos independientes que intentaron criar las bacterias
originales bañadas en arsénico comprobaron que, efectivamente, estas bacterias
extremófilas eran resistentes al compuesto, pero sin que ello supusiera que lo
usasen en lugar de fósforo para construir ADN.
La polémica es un caso de libro de
un trabajo experimental bien hecho, pero que llega a conclusiones incorrectas.
Claramente, no hubo mala conducta, ni falta de profesionalidad por parte de los
autores del artículo original; simplemente, se trató de errores en la
interpretación y discusión de los datos experimentales que les llevó a conclusiones
erróneas, algo habitual en ciencia.
Pero el problema en este caso es
que el artículo de Wolfe-Simon y colaboradores fue anunciado solemnemente en
una conferencia de prensa ampliamente publicitada por la NASA, que ahora se comprueba
a todas luces hiperbólica.
Las Crónicas marcianas de
Ray Bradbury narran la colonización de Marte: las esperanzas en una vida mejor
de los pioneros terrícolas, el descubrimiento de vida marciana y los conflictos
que se generan, la rápida desaparición de los alienígenas y la imagen final de
la última familia terrestre que ve reflejada en el agua de los canales del
planeta rojo el angustiado rostro de los últimos marcianos. A pesar de su
ubicación en el género de la ciencia ficción, Crónicas marcianas es una
incisiva y nostálgica reflexión sobre las fronteras entre la realidad y los
sueños, y la capacidad creadora y destructora del ser humano.
Animados por lo que Stephen Jay Gould denominaba «fantasía provinciana» e impulsados por nuestra tendencia homocéntrica de considerar a la Tierra el centro del universo, ignorando que la magnitud de aquel es tan inconmensurable que cualquier forma de vida es posible, seguimos empeñados en elucubrar sobre las posibilidades de vida extraterrestre tomando como referencias pruebas triviales o experimentos científicos que nada tienen que ver con la épica bradburyana de la civilización marciana.