Vistas de página en total

martes, 29 de julio de 2025

BIOTECNOLOGÍA QUESERA PARA TURÓFILOS

 

Quienes se toman la molestia de leer las entradas de este blog (una tarea que les agradezco) sabrán de mi afición tanto a los secretos que encierran los quesos, un tema al que he dedicado un par de artículos (1, 2), como a insistir en la importancia fundamental de la química en todos los procesos que nos rodean. Me ocupo ahora de fundir ambas temáticas en este artículo dedicado a la química que sostiene la elaboración de los quesos; espero que, al menos, este artículo sea del agrado de los muchos turófilos (del griego "turo" y “filos”que significa "amantes del queso", para queso) que por ahí pululan.

En el origen estaba el cuajo

El queso es un alimento relativamente simple, pero su elaboración es compleja y los productos finales casi infinitos. El queso se elabora con leche, enzimas (proteínas que pueden alterar y/o descomponer otras proteínas), cultivos bacterianos y sal. En su elaboración intervienen muchos procesos químicos complejos que pueden determinar si el queso resulta blando y viscoso como la mozzarella o duro y aromático como un queso manchego.

Las imprescindibles enzimas las aporta tradicionalmente el cuajo. De no haber habido cuajo, no habría existido el queso. El cuajo es un complejo de enzimas crucial para la elaboración del queso, siempre que quieras disfrutar de algo un poco más sabroso que el insípido requesón. Sabido es, al menos de lo que aprendíamos en las antiguas escuelas, que el estómago de los rumiantes está formado por cuatro cámaras, a saber: panza, libro, redecilla y cuajar.

Tradicionalmente, estas enzimas, concretamente la quimosina y la pepsina bovinas, se han aislado lavando, secando, macerando y poniendo en salmuera el revestimiento interno de la cuarta cámara estomacal de los terneros sin destetar. Ambas enzimas pueden coagular la leche y convertirla en queso.

¿Por qué el revestimiento del estómago de los terneros contiene estas enzimas? Porque son necesarias para una digestión adecuada. Si la leche no se coagulara hasta cierto punto en el estómago, fluiría demasiado rápido por el tracto digestivo y sus proteínas no se descompondrían lo suficiente en aminoácidos asimilables por el organismo.

Las enzimas son moléculas de proteínas especializadas que actúan como catalizadores (las moléculas que ponen en marcha y aceleran las reacciones químicas) biológicos. Las enzimas hacen posible la gran cantidad de reacciones químicas que ocurren constantemente en los organismos vivos. Concretamente, la quimosina y la pepsina bovina son proteasas, lo que significa que catalizan la descomposición de las proteínas, una función fundamental para el proceso de coagulación de la leche.

La leche se compone de aproximadamente un 87% de agua, un 3,5% de grasa, un 5% de lactosa, un 1% de minerales y un 3,5% de proteínas. El contenido proteico consiste principalmente en moléculas de caseína, insolubles en agua, que se agregan en pequeñas esferas llamadas micelas. Como su densidad es semejante a la de la solución circundante, las micelas permanecen suspendidas en la leche.

De hecho, existen tres tipos de moléculas de caseína: alfa, beta y kappa-caseína. Dentro de la micela, las caseínas alfa y beta se enrollan como una madeja de hilo y se mantienen unidas por la caseína kappa, cuya función podemos comparar con la de una goma elástica. La función de la quimosina es romper esa banda elástica y permitir que las moléculas de caseína se estiren y formen una red enmarañada de moléculas proteicas que se separan de la solución. Las grasas y los minerales quedan atrapados en esta red proteica, y ¡eureka: tenemos queso!

La quimosina es la enzima ideal para catalizar este proceso. En un ambiente ácido, fragmenta específicamente la kappa-caseína, permitiendo que las demás caseínas se desenrollen. En el estómago, este ambiente ácido lo crean las células que secretan ácido clorhídrico, mientras que en la elaboración del queso antes del cuajo se añade un cultivo iniciador bacteriano que convierte la lactosa en ácido láctico.

La pepsina bovina no es tan adecuada, ya que posee una actividad proteolítica más general, fragmentando las caseínas de diversas maneras. Eso debilita la red proteica necesaria para retener la grasa y resulta en un menor rendimiento del queso. Además, algunos de los fragmentos de proteína que produce tienen un sabor amargo y alteran el sabor del queso.

La biotecnología entra en escena

Cuando el queso se volvió un alimento de mucha demanda entre los consumidores, a dependencia del cuajo de los terneros sin destetar empezó a constituir un problema. Simplemente, no había tantos terneros como turófilos. Los químicos se pusieron manos a la obra para solucionar el problema.

En la década de 1960, los investigadores descubrieron que ciertos hongos como Rhizomucor miehei producían enzimas que descomponen las proteínas de forma similar a la quimosina. El hallazgo permitió producir queso sin usar cuajo animal. Eso no solo solucionó la escasez de cuajo, sino que también permitió la producción de queso para vegetarianos y judíos ortodoxos, porque el queso elaborado así también es kosher porque no se mezcla leche con carne.

Imagen microscópica de un cultivo de Rhizomucor Foto

Sin embargo, los turófilos puristas más exigentes aseguran que el sabor no es el mismo, y es posible que tengan razón. Las enzimas fúngicas tienen mayor actividad proteolítica (descomposición de proteínas) que la quimosina y pueden dar lugar a sabores desagradables.

Entonces saltó al terreno de juego la ingeniería genética que, en esencia, resolvió el problema de la quimosina. El segmento de ADN, el gen que proporciona las instrucciones para la formación de la quimosina, se aisló de células de ternera y se clonó. Luego se insertó con éxito en la maquinaria genética de ciertas bacterias (Escherichia coli), levaduras (Kluyveromyces lactis) y hongos (Aspergillus niger), que para contento de todos produjeron quimosina pura.

Aprobada en 1990 por la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos, la quimosina se extendió por todo el mundo hasta convertirse en el primer producto de ingeniería genética de nuestro suministro de alimentos que, por cierto, es idéntica a la que se encuentra en el estómago de los terneros, pero al no provenir de animales, es aceptable para los consumidores que no desean productos cárnicos en el queso.

Se dictaron precauciones extraordinarias antes de comercializar la quimosina producida mediante tecnología de ADN recombinante. Los organismos reguladores garantizaron que no se introdujeran toxinas de ningún tipo ni la presencia de organismos recombinantes vivos. De hecho, el producto solo contenía quimosina pura.

El queso elaborado con ella es completamente indistinguible del producido con cuajo animal. En cualquier caso, la propia quimosina se degrada durante la elaboración del queso y no queda nada en el producto final. Quesos europeos clásicos como el brie, el camembert, algunos quesos manchegos artesanos, el parmigliano y el emmental aún utilizan cuajo de ternera, aunque existen versiones elaboradas con enzimas microbianas o vegetales. En Norteamérica, más del 80 % del queso se elabora con quimosina producida mediante tecnología de ADN recombinante.

Los queseros ya no tienen que preocuparse por la escasez de estómagos de ternera y los turófilos pueden satisfacer sus exigentes paladares. Gracias a la biotecnología, pueden decir "queso" y sonreír.