Dos libros contribuyeron el siglo pasado a crear una conciencia social crítica. Uno fue Primavera Silenciosa, de la ecóloga Rachel Carson. En el libro, publicado en 1962, Carson se enfrentó a uno de los problemas más graves que produjo el siglo XX: la contaminación química. El aire que respiramos, el agua que bebemos o con la que nos relacionamos, los alimentos, las especies animales y vegetales, todo, en definitiva, está contaminado, con productos de las actividades humanas.
Treinta años antes, otro libro había
contribuido a configurar el pensamiento crítico de los consumidores estadounidenses.
Cien millones de cobayas (título en español del original 100,000,000
Guinea Pigs, que
puede descargarse legalmente aquí).
Publicado por primera vez en
1933, Cien millones de cobayas: peligros en los alimentos, fármacos y
cosméticos de uso cotidiano fue escrito por el ingeniero Arthur Kallet en
colaboración con Frederick J. Schlink. Ambos formaban parte de Consumers’
Research, una organización dedicada al análisis de productos de consumo.
La tesis central del libro es contundente: la población estadounidense —alrededor de cien millones de personas entonces— estaba siendo utilizada como conejillos de indias por fabricantes de alimentos, medicamentos y cosméticos, muchos de los cuales producían beneficios extraordinarios sin guardar la mínima consideración por la salud pública.
El libro surgió en plena Gran Depresión, en un contexto de creciente escepticismo hacia las grandes industrias y la publicidad engañosa. Su predecesor de 1927, Your Money’s Worth (El Valor de Su Dinero), de Stuart Chase y Frederick J. Schlink, ya había abogado por comparar productos basándose en pruebas científicas más que en estrategias publicitarias (puede descargarse el libro legalmente en este enlace). El libro alcanzó una gran popularidad e impulsó el movimiento de protección al consumidor. Poco después de su publicación, sus autores fundaron Consumers' Research.
El libro era una protesta contra
las prácticas publicitarias que confundían a los consumidores cuando juzgaban
el valor de los productos. Analizaba cómo los estadounidenses tomaban sus decisiones
de compra y ofrecía datos analíticos sobre el grado en que los productos
cumplían las expectativas anunciadas por los fabricantes. Los autores exigían la
«aplicación
del principio de adquirir bienes avalados por pruebas científicas imparciales
en lugar de atender a las fanfarrias y trompetas de los vendedores».
Cien millones de cobayas marcó
el inicio del movimiento moderno de protección del consumidor en Estados Unidos.
En sus primeros seis meses se publicaron trece ediciones, lo que lo convirtió
en uno de los libros más vendidos de la década, cuyo impacto contribuyó
directamente a que en 1938 se aprobara la Ley
Federal de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos.
En aquella época, las frutas y
verduras se rociaban a conciencia con arseniato de plomo como insecticida, una
práctica suicida que el gobierno estadounidense solo frenó cuando Gran Bretaña
se negó a importar manzanas americanas debido a los residuos de arsénico que
contenían. Las frutas secas se conservaban con dióxido de azufre en dosis
prohibidas en Europa, la harina se blanqueaba con bromato de potasio, y se
publicitaba ampliamente el tóxico mercurio
amoniacal para blanquear la piel y eliminar las pecas.
Gracias a los descubrimientos de Pasteur,
se generalizó el miedo a las enfermedades bacterianas que fue aprovechado para
publicitar diversos "antisépticos" falsos para convencer a un público
crédulo de que, sin ellos, estaban destinados a quedarse sin pelo, sin dientes,
con mal olor corporal e indefensos ante los gérmenes que acechaban para atacar
órganos vitales. Se suponía que la pasta de dientes Pebeco fortalecía
las encías gracias a su contenido de clorato de potasio, algo sobre lo cual no
existían pruebas. Un tubo contenía hasta 30 gramos de esa sustancia química,
una dosis potencialmente letal.
Las farmacias disponían de "curas" para la obesidad que contenían extractos de tiroides animales o laxantes, como también de analgésicos como Salicon, que contenían aspirina sin que se declarara en la etiqueta, con objeto engañar a las personas con sensibilidad a la aspirina para que lo probaran. Scar-Pox garantizaba curar la escarlatina o la viruela en solo tres días. Kopp's Baby Friend y Winslow's Soothing Syrup contenían cantidades indiscriminadas de sulfato de morfina.
Este último, el Jarabe Calmante de la Sra. Winslow, era un medicamento comercializado para calmar a los niños pequeños, limpiar los dientes, refrescar el aliento y aliviar el estreñimiento. Su colorida publicidad, que incluía tarjetas coleccionables y calendarios, mostraba bebés felices y tranquilos acunados por hermosas madres primerizas. Sin que los padres lo supieran, cada frasco contenía una cantidad peligrosa de morfina y alcohol. Los medicamentos patentados eran tratamientos que se podían comprar sin receta. Estaban protegidos comercialmente por marcas registradas y rara vez se patentaban. Los consumidores desconocían el contenido de los medicamentos patentados, incluidos los que les daban a sus hijos.
Quizás el remedio de curandero más peligroso era el Radithor, comercializado por William Bailey, un hombre con un largo historial de charlatanería tan peligrosa como inane. Anteriormente había "inventado el Radiendocrinator, un pequeño recipiente de radio radiactivo que venía con una "correa deportiva" para que los hombres pudieran colocarlo debajo del escroto, donde podía irradiarse para aumentar la potencia sexual. Lo único que aumentaba era el riesgo de contraer cáncer.
Radithor era una solución de sal de radio que se suponía que funcionaba como panacea. El acaudalado empresario estadounidense Eben Byers se convirtió en conejillo de indias de Radithor cuando empezó a consumir el líquido al notar que su rendimiento sexual ya no era el mismo. Al principio, dijo que había notado una reactivación, pero no duró mucho. Pronto se le empezaron a caer los dientes, tuvieron que extirparle la mayoría de los huesos de la mandíbula quirúrgicamente y su cuerpo finalmente se desintegró enfermo de radiación.
Uno de los ataques más duros en Cien
millones de cobayas iba dirigido contra Koremlu, una crema depilatoria que «desvitalizaba
el folículo piloso, impidiéndole producir cabello». La comercializaba Kora M.
Lubin, propietaria de un salón de belleza neoyorquino, y contenía acetato de
talio, una sustancia química que, de hecho, podía causar la caída del cabello… pero
también podía causar la muerte.
El talio como elemento fue
aislado en 1861 por el químico francés Claude-August Lamy,
quien descubrió que, durante sus experimentos, sufría de agotamiento y
desarrollaba dolores insoportables en las piernas. Al alimentar animales con
compuestos de talio, estos se debilitaban rápidamente y morían. Esto condujo al
uso del sulfato de talio para el control de plagas, que persistió hasta la
década de 1950.
Los animales expuestos al talio
también comenzaban a perder pelo, lo que animó al dermatólogo francés Raymond Sabouraud a
usarlo para tratar la tiña, una infección del cuero cabelludo. Creía que
eliminar el pelo de un cuero cabelludo infectado permitiría su curación. Sin
embargo, recomendaba precaución sobre su uso debido a la toxicidad del talio.
Parece que la Lubin leyó sobre el
uso del talio por parte de Sabouraud y no prestó atención a la advertencia.
Lanzó Koremlu en 1930 como un depilatorio para que las mujeres lo usaran
en el labio superior, las axilas y las piernas. No pasó mucho tiempo antes de
que experimentaran pérdida de cabello en el cuero cabelludo, fatiga, dolor
intenso y ardor en los pies, e incluso parálisis. Finalmente, Koremlu
desapareció cuando la empresa quebró tras numerosas demandas que alegaban daños
causados por el producto.
No solo los productos químicos desregulados
causaban estragos en la salud de las personas. También existían artefactos
fraudulentos. El Vit-O-Net era una manta eléctrica que «cargaba
el torrente sanguíneo con pequeñas corrientes de electricidad para nutrir las
células».
La neumonía y la diabetes no tenín nada que hacer frente a las células
energizadas. El inventor del Vit-O-Net fue el "doctor" W.F.
Craddick, quien, a pesar de no tener ni el graduado escolar de entonces,
recibió un doctorado del Colegio de Médicos sin
Medicamentos en solo dos semanas a cambio de la promesa de enviar
"estudiantes" a esa falsa universidad.
Estaba también el Anillo Electroquímico, que ayudaba contra el reumatismo, los cálculos en la vejiga, la gota, la menstruación irregular, la ictericia y la diabetes al «suministrar electricidad a la sangre para reducir la intensidad y la cantidad de ácido hasta que no haya exceso». Era un anillo hecho de hierro y nada más.
Todo cambia, pero todo sigue
igual, que diría Lampedusa. La situación no ha cambiado mucho desde 1933. Hay
más regulaciones, pero el aumento de la población ha aumentado también el
porcentaje de incautos y de bribones, así que los charlatanes siguen
descontrolados. ¿Son las pulseras magnéticas actuales que dicen aliviar el
dolor tan diferentes del Anillo Electroquímico? Creo que no.
¿Hay mucha diferencia entre la Vit-O-Net
y la Biomat actual, que veo anunciada
en Internet, una almohadilla de 500 euros que promete ser una «sinergia
de tres partes de energía cuántica a partir del calor penetrante de rayos
infrarrojos lejanos, una terapia de iones negativos para la activación celular
y las propiedades curativas de la amatista»?
Cien mil cobayas es un
libro histórico emblemático del movimiento consumidor estadounidense. Con su
estilo combativo, denunció prácticas comerciales irresponsables, activó las
exigencias de controles más estrictos, fortaleció la conciencia pública y ayudó
a forzar la legislación sanitaria a favor del consumidor.
Hoy su lectura es un ejercicio de
memoria histórica que desafía a que el lector no acepte el
etiquetado, la publicidad o la costumbre de comprar sin cuestionar críticamente
qué pone en juego nuestra salud.