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lunes, 4 de enero de 2010

James Tobin y la cesta de los huevos





En la última reunión del Consejo Europeo, celebrada el pasado diciembre, los veintisiete hablaron de la necesidad de que el sistema financiero renovase su contrato económico y social con la sociedad después de los durísimos 30 meses de crisis global, cuyo epicentro estuvo precisamente en las finanzas internacionales. Para ello propusieron el estudio de cuatro grandes medidas: la generalización de fondos de garantías sostenidos por los bancos, gravámenes sobre los bonus de los ejecutivos del sector financiero, el establecimiento de primas que las entidades pagarían a los Estados por su papel de aseguradores de los riesgos y, finalmente y más importante para lo que aquí me interesa comentar, una tasa para las transacciones financieras.

En la página de ayer publiqué un artículo (Añorando Bretton Woods) en el que me ocupé de los problemas causados por el abandono de los acuerdos establecidos en aquella ciudad norteamericana que han traído como funesta consecuencia el desplome de la economía virtual y la crisis de la economía real cuyos efectos estamos pagando ahora. Finalizaba exponiendo la necesidad de establecer “un nuevo muro de contención que rehabilite el reparto de la riqueza y equilibre las insostenibles desigualdades del mundo actual”. “Soluciones las hay” –escribí-“volveremos a ellas desde Champaign, Illinois”.



Campus de Illinois State University en Champaign, Illinois.

En Champaign nació el economista norteamericano James Tobin (1918-2002), premio Nobel de Economía en 1981. Profesor en la Universidad de Yale desde 1950, y asesor del presidente Kennedy, Tobin fue siempre un hombre de ideas archikeynesianas. Frente a las políticas monetaristas propugnadas desde la Universidad Chicago, Tobin defendió el legado de Keynes y propugnó políticas fiscales y redistributivas. El Nobel se lo concedieron por haber desarrollado un complejísimo modelo de cálculo de variables financieras y monetarias, y por una teoría sobre criterios de inversión en la que recomendaba la diversificación de las inversiones. Cuando los periodistas le preguntaron qué quería decir aquello, intentó simplificar. Consecuencia: Tobin se convirtió en el hombre que ganó el Premio Nobel por recomendar que “no se pusieran todos los huevos en la misma cesta”.


James Tobin (1918-2002), fotografiado el año de su fallecimiento.

En 1971, el mismo año en que se derrumbaron los acuerdos de Bretton Woods, Tobin dio unas conferencias en Princeton. Estaba preocupado, como mucha gente entonces, por la estabilidad de los mercados de divisas. Se inspiró en una medida esbozada en la Teoría general de empleo, del interés y del dinero de Keynes, en la que aparece una propuesta de creación de un impuesto que vinculara a los inversores de una forma duradera, intentado favorecer que el capital apostase y ganase -que esa, y no otra, es la lógica del capitalismo-, pero tratando de evitar que su retirada tras un breve plazo de ganancias dejara abandonadas las inversiones capitalizadas que, por lo general, necesitan largos plazos de ejecución. Apoyándose en esta idea Tobin planteó establecer un impuesto del 0,05% sobre las transacciones de divisas. La tasa quería proporcionar alguna autonomía a las autoridades monetarias nacionales y penalizar los movimientos especulativos. Esa herramienta de lucha contra la especulación financiera, denominada desde entonces "tasa Tobin", concebida cuando los primeros ordenadores permitían modestas transacciones de divisas que, sin embargo, anunciaban un fulgurante porvenir que Tobin supo intuir.





Ejemplar de la primera edición del libro de John Maynard Keynes que inspiró la tasa Tobin.

El intercambio de materias primas y de bienes de consumo ha sido desde siempre un mercado regulado por los estados a través de aranceles. No hay que olvidar que tanto el impuesto sobre la renta como el que grava las rentas de capital son inventos modernos, y que los estados se han financiado secularmente vía impuestos indirectos que gravan la producción y el comercio. Si consideramos la obtención de una materia prima (un racimo de uvas, pongamos por caso) como inicio de una cadena cuyo último eslabón es la mercancía puesta en manos del consumidor (una botella de vino), a lo largo de esa cadena se ha ido creando empleo y riqueza, no solo al inicio (compra la uva) y al final de la transacción (venta de la botella), sino también a lo largo de toda una cadena en cuyos sucesivos eslabones se genera empleo y riqueza, y se reequilibra el bienestar social gracias a los impuestos. En el movimiento globalizado de capitales existe también una cadena, pero de tal naturaleza que sus eslabones iniciales y finales coinciden en las mismas manos, y cuyos tramos intermedios agitados por el chip, impulsados por el gigabyte, empaquetados en el ordenador y libres de tasas impositivas, no generan más riqueza que la resta en manos del especulador.

Catapultado a velocidades supersónicas por el descomunal desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación, un ejército electrónico de capitales depredadores mueve diariamente billones de dólares en el descontrolado mercado financiero. El turbocapitalismo de los traficantes de bonos y divisas salta de un mercado a otro en un billar financiero cuyo fundamento es la apuesta especuladora y cuyos réditos en términos de fortalecimiento de la economía real es prácticamente nulo, puesto que sólo un dos o tres por ciento de ese tráfico sirve directamente para asegurar la industria y el comercio. El resto se concentra en las manos de los apostadores que controlan el cibernético casino en que se ha transformado el mercado financiero. Un casino que ya había denunciado Keynes en los años treinta, genial previsor de lo que se nos veía encima cuando escribió que "no puede esperarse nada bueno de una situación (...) en la que el desarrollo de un país se convierte en subproducto de las actividades de un casino".



Madre de una familia de recolectores de melocotón en paro. California, febrero de 1936. Fotografía de Dorothea Lange (Biblioteca Franklin D. Roosevelt; http://www.loc.gov/rr/print/list/128_migm.html).

La cosa no pasaría de ahí si, como se decía a sus inicios, la libre circulación de capitales produjera los miríficos efectos de crear riqueza en derredor. Pero los datos son contundentes. En 1977, los ingresos de un ciudadano medio de los Estados Unidos eran 40 veces superiores a los de un habitante de un país pobre; hoy son ochenta veces mayores. Al inicio de los 70, cuando Tobin planteó su tasa, los movimientos diarios de capital ascendían a 70.000 millones de dólares, mientras que hoy son casi cuarenta veces mayores. Mientras que los capitales crecen, la industria y el comercio languidecen. La lectura es bien sencilla: el libre mercado de capitales, lejos de crear riqueza y de fomentar el equilibrio entre las naciones, ha incrementado la pobreza de los pobres, ha aumentado la riqueza de los ricos y ha provocado unas tremendas desigualdades.

La tasa de Tobin es hija del sentido común: gravar con una tasa modesta (0,1% en la propuesta inicial; 0,5% en la remodelación que Tobin hizo en 1983) las transacciones internacionales de capitales para luchar contra la especulación. El flujo de capital descontrolado, con sus impredecibles y abruptos cambios de dirección y caóticas oscilaciones en la cotización, daña la economía material. La idea básica de Tobin era favorecer las inversiones a largo plazo, las que se contemplan en un término situado entre uno y cinco años, y de penalizar las que se hacen pensando en términos de meses, semanas o incluso horas. El 0,1% no tiene ningún efecto disuasorio cuando se piensa en una inversión a varios años vista, pero sí cuando lo que se proyecta son viajes de ida y vuelta, en el mismo día, cada uno de ellos gravado sobre una moneda, bonos del Tesoro o activos financieros.


Patio interior de la Bolsa de Madrid

Desde hace más de una década lleva la Asociación para la Tasación de las Transacciones y por la Ayuda al Ciudadano (ATTAC) estudiando las diferentes modalidades de la tasa Tobin. La Comisión Europea ha encargado la instrumentación de una tasa Tobin al FMI. Es un primer paso, pero nada más. No se ha definido ni Cuándo entrará en vigor, ni a qué operaciones afectará, ni cuál será su cuantía, ni si tendrá el carácter universal que requiere para evitar la fuga de capitales a las partes del mundo que no la apliquen, en una especie de competencia desleal, como la que proporcionan los paraísos fiscales.

El objetivo de la tasa Tobin original era paliar la volatilidad de las operaciones financieras internacionales. A ello se le han añadido otros fines como financiar la ayuda al desarrollo o, incluso, ayudar a combatir el cambio climático. Además de esa tasa, y en el marco de los Objetivos de Milenio y de la transición hacia una economía sostenible se están estudiando otras iniciativas como un impuesto sobre los billetes aéreos, una tasa global sobre el carbono y una facilidad financiera internacional (una especie de Tesoro global, capaz de emitir deuda).

Al igual que Keynes, pero de forma más acusada, Tobin era un economista liberal y más partidario que su maestro de la no intervención del Estado en los mercados. No obstante, a diferencia de quienes han hecho de los mercados ídolos, de la globalización dios, y de sus virtudes un dogma, Tobin era consciente de que la mundialización económica trae consigo una desregulación que hay que controlar, para evitar un pensamiento que había comenzado a calar: que nadie se hacía rico trabajando e innovando en la economía real, que el triunfo estaba en la depredación del cibercapital.