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sábado, 7 de junio de 2014

Ricardo III: La falsa joroba del rey

Me ocupé del inicio de esta historia en otra entrada del pasado año cuyo desenlace se resolvió el pasado 31 de mayo.

El esqueleto encontrado en Leicester  (Fuente

Veintiocho de agosto de 2012. Un equipo de arqueólogos descubre un esqueleto debajo del aparcamiento de la catedral de Leicester. Unos días después, el laboratorio forense certifica que el cráneo encontrado fue atravesado por un objeto punzante y que la curvatura de la columna parecía confirmar la joroba de Ricardo III (1452-1485), rey de Inglaterra durante el último año y medio de su tormentosa vida. 

De confirmarse la sospecha, se trataba de un hallazgo sensacional porque pocos monarcas ingleses habían despertado tanto interés ni ninguno tuvo jamás más fama de malvado. El principal propagador de esa leyenda negra fue Shakespeare que hizo de Ricardo III un arquetipo de la peor condición humana: si Shylock es el codicioso avaro, Falstaff el festivo, cobardón, vanidoso y pendenciero, Otelo el celoso y Macbeth el insomne acosado por su propia conciencia, Ricardo III aparece como un asesino vil, deforme, ambicioso y corrupto. 
Fuente

Febrero de 2013. Gracias al estudio de las huellas del ADN se confirma que el esqueleto encontrado en Leicester era el Ricardo III. El linaje del último monarca inglés muerto en un campo de batalla, despreciado por Shakespeare y por la historia, tenía su último descendiente en Michael Ibsen, un ebanista canadiense, el único descendiente directo vivo de la dinastía Plantagenet. Quinientos años después el shakesperiano "hijo del infierno" había salido de las tinieblas del olvido. 

En una de sus obras de teatro más célebres, Ricardo III, Shakespeare transmitió la imagen del monarca como un personaje malvado, traicionero y falso, capaz no sólo de rebelarse contra un rey legítimo, sino de ordenar a sangre fría la muerte de todos sus rivales, incluidos sus dos sobrinos cuando todavía eran unos niños. No hay duda de que en esa imagen hay una parte de exageración teatral. El carácter violento e implacable de Ricardo no era una excepción en la Inglaterra del siglo XV. De hecho, esos rasgos eran imprescindibles para sobrevivir en un ambiente de conspiraciones y guerras entre las diferentes facciones de la nobleza inglesa. 

Siendo muy joven, Ricardo hubo de aprender que la vida era brutal y cruel, y no tenía otro objeto que hacerse con el poder. No en vano era hijo de Ricardo de York, el poderoso noble que en 1455 se rebeló contra el rey Enrique VI e inició la Guerra de las Dos Rosas: un largo conflicto entre los linajes de York y de Lancaster, cuyos emblemas eran una rosa blanca y una rosa roja, respectivamente. Si leen la historia en La guerra de las Rosas, de Sharon Kay Penman (Alamut, Madrid, 2009-2011), por ejemplo, los seguidores de Juego de Tronos, sabrán cuál ha sido la fuente de inspiración de sus guionistas.

Todas estas peripecias son las que fraguaron una auténtica «leyenda negra» en torno a Ricardo III, a la que su mayor contribuyente fue Shakespeare. Inspirada en la biografía inconclusa del último rey de la casa Lancaster que escribió Tomás Moro (History of King Richard III, c. 1513-1518), Ricardo III, la tragedia histórica que Shakespeare publicó en 1593, presenta al personaje en función de quien estaba en el poder en aquel momento, la reina Isabel I, nieta de Enrique VII, vencedor de la batalla de Bosworth e implacable enemigo de Ricardo. Shakespeare lo retrató como el “hijo del infierno”, un jorobado tiránico con un brazo atrofiado, un “ponzoñoso reptil jorobado”, como le llama la reina Margarita, capaz de ordenar asesinar al rey Enrique VI, a su propio hermano Jorge y a sus dos sobrinos cautivos en la Torre de Londres para poder acceder al trono. 

Frente a eso, algunos historiadores han destacado los aspectos positivos de la actuación del rey. A él se debió, por ejemplo, un sistema de justicia gratuita para los pobres, junto con el procedimiento de libertad bajo fianza para los acusados de delitos comunes. Además, Ricardo liberalizó la venta de libros y estableció el inglés como idioma oficial de los tribunales, en vez del francés que había primado desde la conquista de Inglaterra en 1066 por los normandos. La violencia y la falta de escrúpulos de Ricardo III son rasgos de la época misma en que vivió. 

Pero fuera cual fuese la personalidad del rey, había serias dudas de que fuera realmente jorobado, entre otras cosas porque un historiador que lo conoció, John Rous escribió en su Historia Regum Angliae (Historia de los reyes de Inglaterra; c. 1490), que Richard «era pequeño de estatura, [...] y con hombros desiguales, el derecho más alto y el izquierdo más bajo». Esa descripción es típica de la presencia de una escoliosis en el lado derecho y no de una joroba provocada por una cifosis dorsal anormalmente desarrollada.

La cifosis es la curvatura de la columna vertebral en la región dorsal. Si usted contempla el perfil lateral de su cuerpo en un espejo, observará que la columna presenta cuatro curvaturas normales: dos curvaturas dirigidas hacia afuera del cuerpo denominadas cifosis, situadas en la región dorsal (en la espalda) y sacra (más o menos allí donde la espalda pierde su nombre), y otras dos curvaturas (llamadas lordosis) dirigidas hacia dentro del cuerpo y situadas en la región lumbar (la cintura) y cervical (en el cuello). Cuando la cifosis dorsal se curva en exceso (hipercifocis), se torna patológica y las personas que la sufren presentan una joroba más o menos acusada.

Mientras que tales curvaturas son normales en nuestro plano lateral (medial), en el plano frontal la columna de un ser humano debe ser prácticamente vertical, sin desviaciones laterales, es decir, debe formar un ángulo de unos 90º con respecto a la horizontal. Por tanto, las curvaturas hacia los lados, de las que resultan columnas curvadas en forma de "S" o de "C", son siempre anormales y constituyen la patología denominada escoliosis. La escoliosis, salvo que sea muy aguda, pasa desapercibida a nuestra vista, porque no produce alteraciones corporales externas ni mucho menos jorobas. 
Radiografía de una mujer con escoliosis (Fuente)

Para lo que aquí nos interesa, la escoliosis puede ser congénita (causada por anomalías vertebrales del neonato), idiopática (de causa desconocida, clasificada a su vez como infantil, juvenil, adolescente o adulta según cuando aparece en quien la sufre) o neuromuscular (que se desarrolla como síntoma secundario de enfermedades tales como espina bífida, parálisis cerebral, atrofia muscular espinal o un trauma físico).

Más de cinco siglos después su muerte en el fragor de la batalla, las nuevas tecnologías han permitido reconstruir en tres dimensiones la osamenta del rey inglés y han encontrado que Ricardo III no cojeaba y, lejos de ese físico deformado por la joroba que han venido replicando en escena los más ilustres actores shakesperianos, en realidad era un hombre de buen parecer. En otras palabras, la descripción física del monarca que Shakespeare brindó a la literatura universal fue pura invención. 

En el último número del pasado mes de mayo, una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo, la británica The Lancet, ha publicado un artículo (pueden descargarlo en este enlace y podrán ver también un excelente video)  realizado un equipo de antropólogos forenses, dirigido por el doctor Jo Appleby, de la Universidad de Cambridge, que ha analizado los restos encontrados en Leicester para afirmar rotundamente que el descendiente de Ricardo Corazón de León presentaba una escoliosis idiopática iniciada en su adolescencia, probablemente después de cumplir los diez años, un defecto que no le producía ninguna deformidad externa y mucho menos una joroba o una cojera (los huesos de las piernas son simétricos y bien formados), salvo por el hecho de que su hombro derecho estaba un poco más alto que el izquierdo. Los antropólogos están convencidos de que fue un “individuo activo” cuyo giro “espiral” en la columna no impidió que destacara como guerrero en el campo de batalla. Un buen sastre y unas armaduras a medida podrían haber minimizado el impacto visual de esa ligera anomalía corporal. 

John Rous tenía razón, pero ni su descripción ni los argumentos antropológicos vencerán el veredicto condenatorio del bardo inglés.