A finales del siglo XIX, el
Ártico era para Europa lo que Marte es hoy para los ingenieros de la NASA: un
territorio en blanco que prometía gloria y ciencia a quien se atreviera.
Dinamarca, potencia menor con ambiciones polares, veía en Groenlandia un escenario
para el prestigio nacional. Los mapas aún mostraban lagunas; los meteorólogos
buscaban datos para prever tormentas; los etnógrafos querían comprender
culturas casi intactas. Cada expedición era una mezcla de patriotismo,
curiosidad y locura.
En Copenhague, la Universidad
formaba geógrafos, naturalistas y lingüistas dispuestos a lanzarse a esos
confines. Pero la exploración no era una excursión académica. Los barcos
quedaban atrapados en el hielo, las epidemias viajaban más rápido que las cartas
y las noches duraban meses. Era un oficio para gente con nervios de hierro y
una tolerancia infinita al frío y a la soledad. De ese caldo de ambición,
ciencia y peligro surgieron figuras como Knud Rasmussen, Roald Amundsen y,
sobre todo, un danés gigantesco que parecía salido de una saga vikinga: Peter
Freuchen, cuyas memorias (Aventura en el Ártico. Mi vida en los hielos del
Norte) han sido publicadas en España por Interfolio.
Un hombre desmesurado
Peter Freuchen medía más de dos
metros y pesaba cerca de 150 kilos. Llevaba barba de oso, tenía manos de leñador y
una risa de trueno. Si algún novelista hubiera querido inventarlo, el editor
habría tachado la idea por inverosímil. Pero Freuchen existió, y su biografía
es tan real como el hielo que le devoró un pie en el Ártico.
Nació en 1886 en Nykøbing
Falster, hijo de un comerciante acomodado. Su destino parecía ser la
universidad y un despacho en Copenhague. A los veinte años, sin embargo, tomó
el rumbo contrario: embarcó hacia Groenlandia. Allí, entre los ventisqueros de
Thule, la vida cobraba otra escala. Lo que en Europa era ambición, en el norte
era pura supervivencia.
En la costa de Baffin conoció a
Navarana Mequpaluk, una joven inuit de mirada firme y humor rápido. No se trató
de una historia exótica de postal colonial. Freuchen aprendió su lengua, adoptó
sus costumbres, cazó y pescó como los suyos. La boda fue inuit, sin clérigos ni
papeles daneses. Tuvieron dos hijos, Pipaluk y Mequsaq, y durante años
compartieron un hogar de pieles y hielo.
Navarana no fue la “esposa
indígena” de una aventura romántica, sino una compañera de viaje intelectual y
físico. Cuando en 1918 una epidemia de gripe barría el Ártico, ella se negó a
abandonar su comunidad para salvarse. Murió en un iglú mientras Peter, lejos,
intentaba llegar a tiempo. Décadas más tarde, en Vagrant Viking, él la evocaría
con una ternura feroz: “Fue mi igual en todo; más valiente que yo”.
El cincel imposible
Freuchen participó en las
legendarias expediciones de Knud Rasmussen y fundó junto a él la estación de
Thule, la base científica que se convertiría en la puerta de salida de la
exploración polar danesa. Desde allí cartografiaron regiones desconocidas, recopilaron
mitos inuit y recogieron muestras geológicas en condiciones que hoy serían
inasumibles.
Las anécdotas de aquellas
campañas se acumulan como capas de hielo. La más famosa ocurrió durante una
tormenta en solitario: su iglú quedó sellado por una costra de nieve
endurecida. Sin herramientas, condenado a asfixiarse, ideó un recurso
desesperado. Según su relato, fabricó un rudimentario cincel con sus propios
excrementos, lo congeló y con él perforó la pared. La historia ha sido
discutida, pero nadie ha encontrado una grieta en su obstinada verosimilitud.
Lo importante, al final, no es si el cincel existió, sino lo que simboliza: la
creatividad de quien se niega a morir.
El precio de esas aventuras fue
alto. Freuchen perdió varios dedos y, más tarde, la pierna izquierda por
congelación. Pero ninguna amputación mermó su apetito de mundo. Volvió al norte
una y otra vez, como si allí respirara mejor.
El rebelde del hielo
De regreso a Europa, Freuchen se
convirtió en escritor, periodista y militante político. Era un hombre de ideas
tan enormes como su cuerpo: defendía el socialismo, el pacifismo y el respeto
por los pueblos indígenas, décadas antes de que eso se pusiera de moda. Cuando
los nazis ocuparon Dinamarca, se unió a la resistencia. Fue arrestado por la
Gestapo y condenado a muerte, pero logró escapar del pelotón de fusilamiento en
un episodio digno de sus propias novelas.
Después de la guerra, Hollywood
lo descubrió. Con su pierna de madera, su acento grave y su aire de oso sabio,
fue invitado a participar en programas de televisión y rodajes. En 1956 incluso
ganó el popular concurso estadounidense “The $64,000 Question”,
respondiendo a preguntas sobre los polos. El público lo adoró: aquel coloso que
había cazado morsas y desafiado tormentas respondía con humor glacial y una
modestia desconcertante.
Ese mismo año se casó con Dagmar
Cohn, ilustradora de moda de la revista Vogue. Juntos formaban una
pareja improbable: ella, sofisticada neoyorquina; él, trotamundos con barba de
profeta. Pero su convivencia, según recuerdan quienes los conocieron, fue
sorprendentemente armónica: Freuchen había aprendido de los inuit el arte de la
convivencia sin jerarquías ni imposturas.
El eco de Auster
Paul Auster, joven lector en los
años sesenta, encontró en las memorias de Freuchen algo más que aventuras
polares. En la primera novela de su Trilogía de Nueva York, La ciudad de
cristal, el detective Quinn medita sobre un explorador atrapado en un iglú
que talla su herramienta de escape con el único material a mano. Auster jamás
menciona a Freuchen, pero la escena es un calco transfigurado.
No es solo un guiño escatológico.
El episodio condensa una idea central en Auster: la identidad se fabrica con lo
que uno tiene a mano, incluso en la soledad absoluta. Igual que Freuchen modeló
un cincel de lo más íntimo, los personajes de Auster cincelan su yo con
palabras, azar y resistencia. Ambos, cada uno en su terreno, convierten la
precariedad en materia prima de creación.
Freuchen murió en 1957, de un
ataque cardíaco, durante un viaje a Alaska. Sus restos reposan en Groenlandia,
frente al mar de Baffin, no lejos de donde conoció a Navarana. Su tumba mira
hacia el horizonte blanco, como si aún esperara el regreso de una expedición.
Su vida cabe en una cronología,
pero no en una categoría: explorador, periodista, etnógrafo, escritor,
activista antinazi, showman. Fue, sobre todo, un hombre que se negó a
que el mundo lo encasillara. Quienes lo conocieron decían que su conversación
era como una tormenta: arrolladora, imprevisible, y al final extrañamente
cálida.
En las fotos finales se ve un gigante con una pierna de madera y una mirada satisfecha. A su manera, Peter Freuchen demostró que se puede atravesar la vida —y el hielo— con una mezcla de ingenio brutal y lealtad a los propios afectos. Su historia, tan improbable que parece inventada, sigue brillando en la literatura de quienes, como Auster, entienden que las grandes aventuras no solo se viven: también se narran.