Hay puentes que uno cruza y
olvida a la velocidad del limpiaparabrisas. El Astoria-Megler, en cambio, se
instala en la memoria como una buena canción de carretera: aparece cuando el
Columbia se abre en abanico hacia el Pacífico y la estructura verde, recortada
contra un cielo que casi siempre tiene dos o tres meteorologías simultáneas, se
arquea como si estuviera haciendo estiramientos antes de un maratón. Tiene
sentido: durante décadas, cruzar aquí no era correr, era remar. Hasta 1966,
quien quisiera pasar de Astoria (Oregón) a Megler (Washington) dependía de un
ferry que hacía lo que podía contra la marea y el mal humor del clima. Entonces
llegó el puente y cambió la coreografía del estuario.
A primera vista, el
Astoria-Megler es una lección de geometría aplicada: 6 545 metros de acero (21 474
pies, que suena a cifra inventada por un contable con vértigo), con un gran
tramo en celosía que permite a los barcos pasar con 60 metros de holgura en
marea alta. El vano principal mide 376 metros. Es, desde su inauguración, el
puente de celosía continua más largo de Norteamérica, y a menudo uno olvida que
además solo tiene dos carriles y el ancho justo, 8,5 metros, como si alguien lo
hubiera diseñado con una regla escolar y una fe absoluta en los retrovisores.
La historia, sin embargo, es la
parte jugosa. Las obras arrancaron en noviembre de 1962; el acero se montó río
arriba, en Vancouver (Washington), y se bajó en barcazas hasta encajarlo en su
sitio como piezas de un mecano colosal. El 29 de julio de 1966 abrió al
tráfico; un mes después, el 27 de agosto, los gobernadores Mark Hatfield y Dan
Evans cortaron la cinta ante decenas de miles de personas y una sensación
general de “ya era hora”. Se había completado el trazado costero de la US-101:
un solo trazo continuo por la orilla del Pacífico donde antes había mapas con
paréntesis y esperas.
Durante años fue de peaje; lo
justo para pagar los 24 millones de dólares (de entonces) que costó levantarlo.
El regalo de Navidad llegó en 1993: aquel 24 de diciembre las barreras se
levantaron por última vez y los conductores descubrieron que cruzar el Columbia
podía ser gratis y, en días despejados, incluso poético. Desde entonces, el
puente ha seguido haciendo su trabajo con la parsimonia de los veteranos: unos
siete mil y pico vehículos diarios lo cruzaban a mediados de los 2000, cifra
que sube y baja con las temporadas de pesca, turismo y viento lateral.
Que nadie se engañe: el
Astoria-Megler no flota sobre un río apacible. Aquí el Columbia termina y el
océano empieza… y ninguno de los dos es famoso por su timidez. Por eso el
puente se diseñó para soportar ráfagas de 250 kilómetros por hora y corrientes
de hasta 15 km/hora: la clase de especificaciones que suenan a exageración
hasta que ves pasar un tronco entero río abajo como si fuera un palillo. En
días de temporal, el acero parece tensarse un poco más, como si también
apretara los dientes.
Y ahora, el dato que usted esperaba:
¿cuánta agua pasa por debajo? La cifra, como todo en los estuarios, tiene humor
cambiante. De media, cerca de 7 500 metros cúbicos por segundo en Astoria (la
capital de Oregón) durante 1951–1980). En el periodo más reciente, 1969–2023,
el promedio ronda 6 650 m³/s. Traducido a unidades más humanas: algo así como
tres piscinas olímpicas por segundo en un año “normal”. Y hay días en que el
estuario respira al ritmo de las mareas y empuja el agua hacia atrás,
literalmente; no es que el Columbia se arrepienta de ser río, es que el
Pacífico tiene carácter y enseña los dientes.
Si quiere imaginar la escala,
piense en esto: el puente está a unos 22 kilómetros de la boca, donde la
energía del océano ya ordena el tráfico. Allí afuera, en la barra del Columbia,
los pilotos hablan de “el cementerio del Pacífico”, un sobrenombre que da
contexto a la prudencia con que se navegó este tramo durante siglo y medio. El
diseño alto del vano principal y ese largo viaducto que serpentea por el lado
de Oregón son, en el fondo, un pacto entre ingenieros y mareas.
Además, el caudal no es un reloj
suizo: varía por estaciones (deshielos en primavera, lluvias en otoño), por la
gestión de embalses río arriba y por el pulso diario de las mareas. Los
registros oficiales en tiempo real en Vancouver, Washington, varios
kilómetros río arriba, muestran dientes de sierra: un día puede ir por 2 831 m³/s
y otro doblar esa cifra, y si se representa la serie “filtrada por marea” se
aprecia el latido neto del río bajo el vaivén marino. Es una de esas gráficas
que te reconcilian con la idea de que la naturaleza no lee manuales.
El puente, por cierto, también
tiene su lado humano. Una vez al año, generalmente en octubre, Astoria
corta el tráfico para celebrar la Great Columbia Crossing, una
carrera-caminata que permite a miles de personas cruzarlo a pie. El resto del
año, nada de peatones: solo coches y bicicletas, porque no hay acera y el arcén
es testimonial. En un lugar donde el viento te redecora el peinado sin pedir
permiso, la idea parece sensata.
A mí me gusta observarlo desde el
malecón de Astoria al atardecer, cuando la luz vuelve verdes imposibles las
celosías y las luces de posición se reflejan en el agua como confeti
disciplinado. Uno escucha el rumor grave de los camiones —esa sinfonía diésel
que solo saben dirigir los puertos— y, de vez en cuando, el graznido lejano de
cormoranes que han descubierto en la estructura un rascacielos con vistas. (En
los últimos años hubo que disuadir a miles de ellos de convertir el puente en
colonia permanente; la naturaleza insiste y los ingenieros contestan con
diplomacia… y mangueras).
Cuando llega el momento de
cruzarlo, el Astoria-Megler te obliga a una pequeña coreografía: desde Oregón
asciendes por una rampa que hace un giro completo —un 360 sobrio, sin alardes—
antes de lanzarte al tramo alto. A mitad de camino, si el cielo se abre, se ve
el Pacífico como una promesa y, al mirar a la izquierda, las ondulaciones
boscosas de Washington. El resto es una planicie baja sobre láminas de agua y
bancos de arena que cambian de humor con la marea, hasta aterrizar en la SR-401
como quien salta de una pasarela a una calle secundaria. Es un diseño curioso,
mitad catedral, mitad pasarela de marisma.
Hay quien dice que el puente fue, en su día, “una obra a ninguna parte”, una de esas polémicas con las que los lugares remotos se hacen mayores. La realidad es que el Astoria-Megler encajó una pieza que faltaba en la economía y en el mapa sentimental de la costa noroeste. Conectó comunidades pesqueras, acortó rutas de camioneros, hizo más predecible el viaje de escolares y médicos rurales. Y, sobre todo, domó un cruce que la gente llevaba un siglo queriendo domar: el punto exacto donde el gran río del Oeste se despide del continente con un rugido.
Si uno se fija, toda la biografía del puente está escrita en futuro: fue construido para soportar vientos de 250 km/h, para aguantar corrientes de 15 km/h, para que la US-101 fuese una línea continua. Pero también habla del pasado: de los ferris que dejaron de cargar coches la noche anterior a la inauguración; de los peajes que pagaron la obra y se fueron en Nochebuena del 93; de los miles que acudieron al estreno como a un mundial. Es el tipo de infraestructura que resume un lugar entero… y que, paradójicamente, sirve para no quedarse en él: un recordatorio de que viajar también es aprender a leer puentes, especialmente los que se atreven a pasar por encima de tres piscinas olímpicas por segundo.