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sábado, 4 de octubre de 2025

EL BUITRE ARCHIVERO Y LA RATA BIBLIOTECARIA

 

Según informaron en un artículo publicado en septiembre de 2025 en la revista Ecology, unos arqueólogos encontraron una sandalia medieval en el interior de un nido del sur de Andalucía. No en un castillo, ni en un convento, ni en el fondo de un pozo, sino en un nido de quebrantahuesos (Gypaetus barbatus). Y no se trataba de cualquier nido, sino de una especie de cápsula del tiempo cuidadosamente construida a base de huesos, barro y caprichos de ave. La sandalia, trenzada con esparto y ramitas, llevaba allí unos 650 años, como si alguien la hubiera dejado olvidada después de una tarde de verano y el buitre se hubiera encargado del resto.

El quebrantahuesos —ese nombre que ya impone respeto— es un ave que parece haber sido diseñada por un taxidermista con sentido del humor negro. Su dieta consiste básicamente en huesos. Mientras otros buitres se disputan la carne, el quebrantahuesos espera, paciente, hasta que los demás se marchan. Entonces recoge un fémur, vuela a gran altura y lo deja caer sobre las rocas para que se parta en fragmentos del tamaño de un canelón. Después, se lo come. Así, sin más. Es como si nuestra idea de “recoger las sobras” hubiera encontrado su encarnación más literal.

Como si eso fuera poco, el ave practica una especie de cosmética deliberada: se revuelca en barro rojizo hasta teñirse las plumas con un tono entre terracota y naranja quemado. Nadie sabe muy bien por qué. Puede ser un mensaje de estatus, un rudimentario sistema de citas o simplemente coquetería. Sea cual sea la razón, el resultado es que uno se encuentra en la montaña a un buitre huesero con aire de emperador romano en toga color ocre.

Los quebrantahuesos suelen transportar alimento y material para la construcción del nido. Izquierda: Un quebrantahuesos adulto con una extremidad de oveja antes de transportarla al nido. Derecha: Un ejemplar de un antiguo nido de quebrantahuesos examinado, ocupado por esta especie durante siglos y fácilmente identificable por la notable abundancia de elementos antropogénicos de esparto y, típicamente, excrementos blancos solidificados. Foto.

Pero lo más fascinante es su fidelidad a los nidos. Vuelven a los mismos lugares de cría año tras año, y sus descendientes hacen lo mismo durante siglos. Los nidos, enormes y amontonados en cuevas de acantilados, se convierten así en depósitos arqueológicos por acumulación. Entre 2008 y 2014, un equipo de investigadores decidió examinarlos como quien revisa el trastero del abuelo. En doce nidos desarmados capa por capa, encontraron 2 117 huesos de animales, 86 pezuñas, fragmentos de cáscaras de huevo y, sorprendentemente, más de 200 objetos humanos: cuero pintado con ocre, saetas de ballesta, cestas de esparto, cuerdas y, por supuesto, la célebre sandalia.

Colección de materiales artesanales hallados en antiguos nidos de quebrantahuesos. (A) Parte de una honda de esparto. (B) Detalle de una saeta de ballesta y su lanza de madera. (C) Agobia, un calzado tosco hecho de varias especies de hierba y ramitas, datado por C-14 en 674 ± 22 años antes del presente. Las agobias solían durar unos pocos días y eran reparadas y reemplazadas continuamente a mano por el usuario. (D) Fragmento de cestería datado por C-14 en 151 ± 22 años antes del presente. (E) Pieza de cuero de oveja con líneas rojas dibujadas datada por C-14 en 651 ± 22 años antes del presente y (F) un trozo de tela. Las barras de escala están en centímetros. Fotos.

Todo ello conservado gracias a las cuevas frías y secas, microclimas perfectos para la arqueología accidental. Es difícil no sonreír al imaginar a un buitre arrastrando hasta su nido una pieza de cuero medieval, sin sospechar que estaba colaborando en un estudio que se publicaría siete siglos después en Ecology.

Los quebrantahuesos, perseguidos durante siglos y extinguidos en el sur de España hacia 1900, han dejado atrás estos depósitos involuntarios de memoria. En un sentido literal, han sido archiveros de huesos y sandalias, coleccionistas de objetos que hoy ofrecen una mirada peculiar a nuestro propio pasado.

Una digresión al desierto americano

Y aquí es donde conviene cruzar el Atlántico, porque los quebrantahuesos no son los únicos animales con manías de coleccionista. En el suroeste de Estados Unidos, un animal bastante menos majestuoso pero igualmente obsesivo ha hecho carrera como archivero: la llamada pack rat, o rata empaquetadora (género Neotoma).

La rata empaquetadora es un roedor de apariencia discreta, pero con un síndrome de Diógenes que haría sonrojar a cualquier vecino con el garaje lleno de trastos. Su afición consiste en acumular materiales en escondrijos llamados “middens”. Allí amontona ramas, hojas, huesos, piedras y, si se cruza en su camino, objetos brillantes de origen humano: una moneda, un trozo de cristal, la chapita de una cerveza. Si brilla, entra en la colección.

Lo extraordinario no es tanto la pulsión acumuladora como el método de conservación. Las ratas empaquetadoras, sin pretenderlo, rocían sus tesoros con orina. En el desierto, esa orina se cristaliza y actúa como cemento. Con el tiempo, el depósito se solidifica en un bloque duro y brillante como ámbar, capaz de conservar semillas, restos de plantas y fragmentos de insectos durante decenas de miles de años. Sí, es un archivo histórico sellado con pis de rata.

Paleomadriguera hecha por Neotoma en el desierto de Mojave, al sur del estado de Nevada, Estados Unidos. Este depósito fue fechado en 12 000 años AP. Se muestra al paleoecólogo Paul Martin como escala. Foto

Para los paleoclimatólogos, estos middens son minas de oro: permiten reconstruir cómo era el paisaje hace 20 000 o 30 000 años, qué plantas crecían, cuáles desaparecieron, cómo cambió el clima. Mientras los nidos de quebrantahuesos nos devuelven trozos de la vida humana medieval, los middens de las ratas empaquetadoras son enciclopedias botánicas y ecológicas.

Archivos involuntarios

Lo fascinante es que ninguno de estos animales tiene la menor intención de colaborar con la ciencia. No hacen historia, ni arqueología, ni paleobotánica. Solo siguen sus instintos. El quebrantahuesos quiere huesos para comer y materiales para reforzar su nido. La rata empaquetadora quiere ramitas y objetos que brillan. Y sin embargo, siglos o milenios después, ahí estamos los humanos, abriendo sus depósitos como quien consulta una biblioteca.

En cierto modo, la naturaleza resulta ser un archivero más fiable que nosotros mismos. Nuestras bibliotecas arden, nuestros discos duros se corrompen, nuestras hemerotecas digitales caducan con el siguiente cambio de formato. Pero un nido olvidado en una cueva de Andalucía puede guardar intacta una sandalia del siglo XIV, y un montón de ramitas apelmazadas con orina en Arizona puede conservar el polen de una planta extinta hace 25.000 años.

Los paralelismos son irresistibles. En las cuevas andaluzas, un buitre teñido de barro recoge objetos humanos y huesos de cabra. En el desierto de Nuevo México, una rata cargada de ramitas vuelve a su madriguera con una chapita de refresco en la boca. Ninguno de los dos tiene idea de que, en su manía por acumular, está componiendo un archivo para la posteridad.

Podría decirse que son nuestros colegas en el oficio de guardar memoria. Con métodos distintos —alas o bigotes, barro o orina—, ambos terminan produciendo lo que ningún cronista medieval ni ningún notario colonial habría imaginado: documentos vivos, escritos no en pergamino, sino en hueso y en ramita.

Si algo enseña esta historia es que la arqueología y la historia no son monopolio de los humanos. La naturaleza también escribe su propio relato, aunque lo haga con herramientas extrañas. A veces usa la lava de un volcán que sepulta una ciudad. A veces, un glaciar que arrastra árboles enteros. Y otras, como en el caso del quebrantahuesos y la rata empaquetadora, con pequeños actos de acumulación repetidos durante siglos.

La próxima vez que alguien hable de “guardar recuerdos”, convendría pensar que, en lo alto de una cueva pirenaica o en una madriguera del desierto, otros archiveros —con alas y con bigotes— llevan mucho más tiempo que nosotros ejerciendo ese oficio. Y que quizá, cuando dentro de varios siglos los arqueólogos del futuro nos estudien, encuentren más respuestas en un nido olvidado o en un midden de rata que en nuestros servidores en la nube. 

Porque, puestos a conservar la memoria, pocos lo hacen con tanto empeño —y tanta eficacia— como un pajarraco huesero y una rata del desierto.