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jueves, 9 de octubre de 2025

LA TETERA DEL SEÑOR HARDING

 

El señor presidente es un conocido empresario. El señor presidente quiere bajar los impuestos a los ricos, subir los aranceles y limitar la inmigración. El señor presidente cree que Estados Unidos debe ocuparse de lo suyo y dejar el mundo a su suerte. El señor presidente mantiene amantes antes, durante y después del matrimonio. Las aventuras sexuales del señor presidente alimentan rumores dignos de novela barata. ¿Estados Unidos en 2019? ¿El presidente es Donald Trump?

No. Es 1921. Y el presidente se llama Warren Gamaliel Harding, el vigésimo noveno ocupante de la Casa Blanca y el sexto en morir durante el mandato.

Harding, rodeado de músicos, en una foto de la campaña de 1920. Getty Images

Harding llegó a la presidencia con una sonrisa de anuncio y un eslogan: “Return to Normalcy”, "volver a la normalidad". Tras la Primera Guerra Mundial y la pandemia de gripe, la gente ansiaba paz, prosperidad y wiski, aunque la Ley Seca prohibía lo último. Lo eligieron por lo que no era: no era brillante, no era idealista, no era Wilson. Su mayor mérito, decían los cronistas, era parecer “presidencial”. Su defecto, no serlo.

El viaje hacia la tetera

Entre Casper y Buffalo, en Wyoming, la interestatal 25 corta la pradera como una cicatriz limpia. A la derecha, una carretera secundaria se adentra en un territorio de colinas pálidas y soledad absoluta. En el horizonte se distingue un promontorio de roca blanquecina con una silueta que, si uno la mira con la imaginación justa, recuerda el pico de una tetera: Teapot Dome.

Teapot Rock, Wyoming, en 2017. Foto de Jonathunder 

Allí, bajo esa formación que inspiró el nombre, dormía uno de los yacimientos petrolíferos más codiciados de Estados Unidos. El terreno pertenecía a la Marina: una reserva estratégica para emergencias. Pero en la década de 1920, mientras el país se acostumbraba a conducir automóviles y el petróleo fluía como una nueva religión, alguien decidió que la tetera podía llenarse también de dinero.

En el Salt Creek Oil Field Museum, una especie de casamata llena de herramientas oxidadas, mapas amarillos y latas de lubricante Texaco, aún quedan rastros de aquella fiebre. En el porche hay una bomba de extracción pintada de rojo. Suena como un corazón asmático. El guía, un anciano con gorra de béisbol, me dice: “Aquí empezó el escándalo más grande antes de Watergate. Y mire cómo seguimos: el pozo seco y los políticos igual de pringados.”

La pandilla de Ohio

Harding no gobernaba, presidía. Quienes gobernaban eran sus amigos de Ohio, conocidos como the Ohio Gang: abogados de provincias, especuladores, jugadores de póker, todos expertos en confundir la amistad con el derecho a lucrarse.

En K Street, en Washington, me detuve frente al número 1625. Hoy hay una tienda de marcos y pósters, Art & Framing. Pero hace un siglo allí estaba la “Little Green House on K Street”, la Pequeña Casa Verde, donde la pandilla se reunía para hacer lo que hacía Enoch "Nucky" Thompson en su hotel de Atlantic Cityfumar puros, burlar la Ley Seca, repartir contratos y beber wiski canadiense. No queda ni una placa, y eso ya es una declaración: los estadounidenses, tan devotos de sus placas, han preferido olvidar este rincón.

Harding, cuentan, se escapaba de la Casa Blanca con la excusa de jugar al póker. En la Pequeña Casa Verde circulaban licor, prostitutas y sobres marrones con dinero. El secretario de Justicia, Harry Daugherty, era el mediador; el secretario del Interior, Albert Fall, el ejecutor. Fue Fall quien convenció a la Marina de transferirle la administración de las reservas de petróleo de Wyoming y California. Después, en un movimiento de prestidigitador, arrendó las concesiones a dos amigos petroleros: Harry Sinclair, de Mammoth Oil, y Edward Doheny, de Pan-American Petroleum.

A cambio, Fall recibió “préstamos personales” por un total de medio millón de dólares, una fortuna en 1922. No hubo contratos públicos ni licitaciones. Solo whisky, confianza y sobres discretos.

La tetera se destapa

Cuando los periódicos empezaron a publicar las primeras denuncias, el presidente Harding estaba de viaje por el oeste. Las acusaciones lo seguían como un rebaño invisible. En julio de 1923, en medio de ese tour destinado a mejorar su imagen, murió en un hotel de San Francisco. La versión oficial habló de un infarto. La versión popular añadió veneno y celos conyugales. Lo cierto es que Harding dejó tras de sí un vacío y un hedor.

El senador demócrata Thomas Walsh, de Montana, dirigió las investigaciones. Las audiencias del Senado se convirtieron en espectáculo nacional: los magnates petroleros entrando con sombrero de ala ancha, los fotógrafos disparando magnesio, las taquígrafas corriendo entre los pasillos. Fue el primer gran escándalo mediático de Washington.

Albert Fall negó todo. Sinclair y Doheny también. Pero los documentos y los cheques hablaban por sí solos. En 1929, Fall fue condenado a un año de prisión: el primer miembro de un gabinete estadounidense en ir a la cárcel. Sinclair también acabó tras las rejas, aunque por desacato y obstrucción. Doheny, el más hábil, salió absuelto.

Harding no pudo defenderse, y tal vez fue lo mejor: no había mucho que decir. Su sucesor, Calvin Coolidge, un hombre de pocas palabras, resumió la situación con su silencio. El país necesitaba creer que la corrupción moría con Harding. Pero el petróleo seguía manando, y la política, también.

Anatomía de un escándalo

El caso Teapot Dome fue más que un episodio de codicia: fue un espejo de su tiempo. El país crecía con optimismo desbordado, y el gobierno se comportaba como una empresa privada. Las relaciones entre la política y los negocios eran tan estrechas que apenas se distinguían.

El petróleo era el símbolo de la modernidad, y su explotación —bajo la retórica del patriotismo y la eficiencia— justificaba cualquier cosa. Lo mismo ocurriría medio siglo después con el uranio, y más tarde con la información digital: cada era tiene su combustible y sus escándalos.

Las audiencias del Senado, los titulares indignados y la absolución final de los grandes nombres crearon un patrón que Estados Unidos repetiría una y otra vez. De hecho, cuando estalló el caso Watergate, los periodistas del Washington Post lo definieron como “un nuevo Teapot Dome”. La comparación era exacta: el mismo aroma de poder, mentira y güisqui barato.

Las cámaras de los noticieros se abalanzan sobre los testigos del Teapot Dome. Getty Images

El olvido y la lección

De la Pequeña Casa Verde no queda nada, y de los pozos de Teapot Dome solo sobreviven esqueletos de torres y tuberías oxidadas. Pero el escándalo dejó una herencia duradera: reforzó el control del Congreso sobre los contratos públicos, introdujo el concepto de hearings televisados (entonces en noticiarios de cine) y enseñó a los estadounidenses que la corrupción no era una desviación, sino una constante.

En 1930, el Chicago Tribune escribió que Teapot Dome había sido “la desgracia de una nación”. Pero también fue una lección: los presidentes pueden sonreír, los magnates pueden disfrazarse de patriotas, y las teteras pueden ocultar petróleo.

Epílogo en Washington

Escribo estas líneas junto a la ventana del McCormick & Schmick’s, en K Street, con un plato de cangrejos del Potomac frente a mí. Al otro lado de la calle, donde estuvo la casa de Harding y sus amigos, hay turistas que no saben que pisan la cuna del primer gran escándalo político del siglo XX. Ningún cartel, ninguna memoria.

Los estadounidenses son maestros del olvido selectivo: levantan museos sobre las victorias, no sobre las trampas. Y, sin embargo, algo persiste. Cada vez que un político habla de “volver a la normalidad”, una tetera tiembla en algún lugar de Wyoming.