El señor presidente es un conocido empresario.
El señor presidente quiere bajar los impuestos a los ricos, subir los aranceles
y limitar la inmigración. El señor presidente cree que Estados Unidos debe
ocuparse de lo suyo y dejar el mundo a su suerte. El señor presidente mantiene
amantes antes, durante y después del matrimonio. Las aventuras sexuales del
señor presidente alimentan rumores dignos de novela barata. ¿Estados Unidos en
2019? ¿El presidente es Donald Trump?
No. Es 1921. Y el presidente se llama
Warren Gamaliel Harding, el vigésimo noveno ocupante de la Casa Blanca y el
sexto en morir durante el mandato.
Harding llegó a la presidencia con una
sonrisa de anuncio y un eslogan: “Return to Normalcy”, "volver a la normalidad".
Tras la Primera Guerra Mundial y la pandemia de gripe, la gente ansiaba paz,
prosperidad y wiski, aunque la Ley Seca prohibía lo último. Lo eligieron por
lo que no era: no era brillante, no era idealista, no era Wilson. Su mayor
mérito, decían los cronistas, era parecer “presidencial”. Su defecto, no serlo.
El viaje hacia la tetera
Entre Casper y Buffalo, en Wyoming, la
interestatal 25 corta la pradera como una cicatriz limpia. A la derecha, una
carretera secundaria se adentra en un territorio de colinas pálidas y soledad
absoluta. En el horizonte se distingue un promontorio de roca blanquecina con
una silueta que, si uno la mira con la imaginación justa, recuerda el pico de
una tetera: Teapot Dome.
Allí, bajo esa formación que inspiró
el nombre, dormía uno de los yacimientos petrolíferos más codiciados de Estados
Unidos. El terreno pertenecía a la Marina: una reserva estratégica para
emergencias. Pero en la década de 1920, mientras el país se acostumbraba a
conducir automóviles y el petróleo fluía como una nueva religión, alguien
decidió que la tetera podía llenarse también de dinero.
En el Salt Creek Oil Field Museum, una
especie de casamata llena de herramientas oxidadas, mapas amarillos y latas de
lubricante Texaco, aún quedan rastros de aquella fiebre. En el porche hay una
bomba de extracción pintada de rojo. Suena como un corazón asmático. El guía,
un anciano con gorra de béisbol, me dice: “Aquí empezó el escándalo más grande
antes de Watergate. Y mire cómo seguimos: el pozo seco y los políticos igual de
pringados.”
Harding no gobernaba, presidía.
Quienes gobernaban eran sus amigos de Ohio, conocidos como the Ohio Gang:
abogados de provincias, especuladores, jugadores de póker, todos expertos en
confundir la amistad con el derecho a lucrarse.
En K Street, en Washington, me detuve frente al número 1625. Hoy hay una tienda de marcos y pósters, Art & Framing. Pero hace un siglo allí estaba la “Little Green House on K Street”, la Pequeña Casa Verde, donde la pandilla se reunía para hacer lo que hacía Enoch "Nucky" Thompson en su hotel de Atlantic City: fumar puros, burlar la Ley Seca, repartir contratos y beber wiski canadiense. No queda ni una placa, y eso ya es una declaración: los estadounidenses, tan devotos de sus placas, han preferido olvidar este rincón.
Harding, cuentan, se escapaba de la
Casa Blanca con la excusa de jugar al póker. En la Pequeña Casa Verde
circulaban licor, prostitutas y sobres marrones con dinero. El secretario de
Justicia, Harry Daugherty, era el mediador; el secretario del Interior, Albert
Fall, el ejecutor. Fue Fall quien convenció a la Marina de transferirle la
administración de las reservas de petróleo de Wyoming y California. Después, en
un movimiento de prestidigitador, arrendó las concesiones a dos amigos
petroleros: Harry Sinclair, de Mammoth Oil, y Edward Doheny, de Pan-American
Petroleum.
A cambio, Fall recibió “préstamos
personales” por un total de medio millón de dólares, una fortuna en 1922. No
hubo contratos públicos ni licitaciones. Solo whisky, confianza y sobres
discretos.
La tetera se destapa
Cuando los periódicos empezaron a
publicar las primeras denuncias, el presidente Harding estaba de viaje por el
oeste. Las acusaciones lo seguían como un rebaño invisible. En julio de 1923,
en medio de ese tour destinado a mejorar su imagen, murió en un hotel de San
Francisco. La versión oficial habló de un infarto. La versión popular añadió
veneno y celos conyugales. Lo cierto es que Harding dejó tras de sí un vacío y
un hedor.
El senador demócrata Thomas Walsh, de
Montana, dirigió las investigaciones. Las audiencias del Senado se convirtieron
en espectáculo nacional: los magnates petroleros entrando con sombrero de ala
ancha, los fotógrafos disparando magnesio, las taquígrafas corriendo entre los
pasillos. Fue el primer gran escándalo mediático de Washington.
Albert Fall negó todo. Sinclair y
Doheny también. Pero los documentos y los cheques hablaban por sí solos. En
1929, Fall fue condenado a un año de prisión: el primer miembro de un gabinete
estadounidense en ir a la cárcel. Sinclair también acabó tras las rejas, aunque
por desacato y obstrucción. Doheny, el más hábil, salió absuelto.
Harding no pudo defenderse, y tal vez
fue lo mejor: no había mucho que decir. Su sucesor, Calvin Coolidge, un hombre
de pocas palabras, resumió la situación con su silencio. El país necesitaba
creer que la corrupción moría con Harding. Pero el petróleo seguía manando, y
la política, también.
Anatomía de un escándalo
El caso Teapot Dome fue más que un
episodio de codicia: fue un espejo de su tiempo. El país crecía con optimismo
desbordado, y el gobierno se comportaba como una empresa privada. Las
relaciones entre la política y los negocios eran tan estrechas que apenas se
distinguían.
El petróleo era el símbolo de la
modernidad, y su explotación —bajo la retórica del patriotismo y la eficiencia—
justificaba cualquier cosa. Lo mismo ocurriría medio siglo después con el
uranio, y más tarde con la información digital: cada era tiene su combustible y
sus escándalos.
Las audiencias del Senado, los
titulares indignados y la absolución final de los grandes nombres crearon un
patrón que Estados Unidos repetiría una y otra vez. De hecho, cuando estalló el
caso Watergate, los periodistas del Washington Post lo definieron como “un
nuevo Teapot Dome”. La comparación era exacta: el mismo aroma de poder, mentira
y güisqui barato.
El olvido y la lección
De la Pequeña Casa Verde no queda
nada, y de los pozos de Teapot Dome solo sobreviven esqueletos de torres y
tuberías oxidadas. Pero el escándalo dejó una herencia duradera: reforzó el
control del Congreso sobre los contratos públicos, introdujo el concepto de
hearings televisados (entonces en noticiarios de cine) y enseñó a los
estadounidenses que la corrupción no era una desviación, sino una constante.
En 1930, el Chicago Tribune escribió
que Teapot Dome había sido “la desgracia de una nación”. Pero también fue una
lección: los presidentes pueden sonreír, los magnates pueden disfrazarse de
patriotas, y las teteras pueden ocultar petróleo.
Epílogo en Washington
Escribo estas líneas junto a la
ventana del McCormick & Schmick’s, en K Street, con un plato de cangrejos
del Potomac frente a mí. Al otro lado de la calle, donde estuvo la casa de
Harding y sus amigos, hay turistas que no saben que pisan la cuna del primer
gran escándalo político del siglo XX. Ningún cartel, ninguna memoria.
Los estadounidenses son maestros del olvido selectivo: levantan museos sobre las victorias, no sobre las trampas. Y, sin embargo, algo persiste. Cada vez que un político habla de “volver a la normalidad”, una tetera tiembla en algún lugar de Wyoming.