Durante décadas, las drogas
psicodélicas habitaron el mismo territorio que los unicornios y los hippies
descalzos: un mundo de flores en el pelo, guitarras desafinadas y teorías
cósmicas sobre la conciencia universal. En los años sesenta, los científicos
que se atrevieron a estudiarlas acabaron convertidos en parias académicos,
víctimas del miedo y del puritanismo legal que vino después del “verano del
amor”. El resultado fue que toda una rama prometedora de la medicina quedó
sepultada bajo montañas de prejuicios y expedientes policiales.
Hasta ahora, cuando los mismos
compuestos que un día llevaron a Timothy Leary a predicar
la iluminación a través del LSD están regresando, esta vez de la mano de bata
blanca y pipeta. En los laboratorios más serios del planeta, los psicodélicos
han pasado de ser un pasatiempo de poetas a una posible revolución médica. No
tanto por los “viajes” que producen, sino por lo que parecen capaces de hacer
cuando el sistema inmunitario se descontrola.
Todo comenzó con los hongos
mágicos, esos que crecían en los prados y que ahora se cultivan en ambientes
estériles y con más permisos que un quirófano. Su ingrediente activo, la psilocibina,
fue el primero en saltar del campo al laboratorio moderno. Inicialmente,
los científicos lo estudiaron por su potencial contra la depresión resistente,
esa que no cede ante ningún antidepresivo convencional.
El resultado fue desconcertante:
no solo mejoraba el ánimo de algunos pacientes, sino que también parecía
reducir la inflamación en su organismo. La sorpresa fue mayúscula. Nadie
esperaba que una sustancia conocida por hacer que la pared respire o el reloj
se derrita como si lo hubiera pintado Dalí pudiera también calmar los fuegos
del sistema inmunitario.
Pronto llegaron los experimentos
con otras drogas de la familia: DMT, LSD, e incluso un compuesto con nombre de
contraseña, el (R)-DOI. En células humanas cultivadas en placas y en ratones de
laboratorio, estos compuestos mostraron una capacidad curiosa: bloqueaban las
citoquinas, esas pequeñas moléculas inflamatorias que, cuando se desbocan,
provocan desde artritis reumatoide hasta asma, pasando por ciertos tipos de
depresión y daños cerebrales tras traumatismos.
Drogas que calman sin suprimir
las defensas
La ventaja potencial frente a los
esteroides, los fármacos antiinflamatorios clásicos, es notable. Los esteroides
actúan como un apagafuegos indiscriminado: sofocan el incendio, sí, pero
también dejan al sistema inmune sin defensas, como un ejército desarmado. Los
psicodélicos, en cambio, parecen capaces de reducir la inflamación sin suprimir
las defensas. Un equilibrio casi alquímico que los investigadores aún intentan
descifrar.
Y no se trata solo de
experimentos con ratones. Algunos estudios en humanos comienzan a confirmar la
hipótesis. En
uno de ellos, con sesenta participantes sanos, una sola dosis de
psilocibina bastó para reducir los niveles de dos moléculas inflamatorias
—TNF-alfa e IL-6— durante toda una semana.
No es poco. Si algo caracteriza a
la inflamación es su persistencia: es el equivalente biológico del vecino que
pone reguetón a las tres de la mañana y nunca se muda.
Claro que no todos los estudios
son tan concluyentes. Algunos tuvieron pocos participantes, y en otros los
voluntarios ya habían probado psicodélicos antes, lo que complica separar el
efecto químico del recuerdo del último viaje. Además, los ensayos clínicos con
estas sustancias tienen un problema logístico de difícil solución: nadie puede
fingir que no ha tomado un psicodélico. Cuando uno empieza a ver la geometría
del universo desplegarse en la alfombra, resulta evidente que no recibió el
placebo.
Esa imposibilidad de engañar al
cerebro introduce un sesgo enorme, especialmente cuando se trata de medir
estados de ánimo o síntomas subjetivos. Pero incluso los cambios en parámetros
biológicos, como la inflamación, pueden estar teñidos de efecto placebo.
La ayahuasca y el fuego
interior
Mientras tanto, en el otro
extremo del espectro cultural, la
ayahuasca —una bebida amazónica que combina varias plantas con DMT— también
se ha colado en el laboratorio. Durante siglos, los chamanes la usaron para
comunicarse con los espíritus de la selva; ahora, los científicos la estudian
con resonancias magnéticas y análisis de sangre.
En un ensayo con pacientes que
padecían depresión resistente, la ayahuasca
logró algo que los antidepresivos convencionales rara vez consiguen: redujo los
niveles de proteína C reactiva (PCR), un marcador clásico de inflamación en
sangre. Y cuanto más caía la PCR, más mejoraba el estado de ánimo de los
participantes.
La conexión entre inflamación y
salud mental empieza a parecer menos anecdótica y más causal. Cada vez más
estudios sugieren que la depresión, la esquizofrenia y otras enfermedades
mentales tienen un componente inflamatorio. En otras palabras, que quizá parte
de la tristeza humana tenga tanto que ver con el sistema inmunitario como con
la psicología.
El misterio del receptor feliz
¿Cómo logran los psicodélicos
este equilibrio improbable entre lo químico y lo emocional? Todo parece girar
en torno al receptor
5-HT2A, una diminuta antena en la superficie de las neuronas que
normalmente responde a la serotonina, la famosa “hormona de la felicidad”.
Cuando una molécula psicodélica
se acopla a ese receptor, se desencadena una cascada de reacciones químicas que
cambian la forma en que las neuronas se comunican entre sí. Sin embargo, los
científicos sospechan que los efectos antiinflamatorios no dependen
necesariamente de las mismas rutas cerebrales que provocan las visiones y los
colores danzantes. Es posible —y fascinante— que las propiedades curativas
puedan separarse de los efectos alucinógenos.
Un experimento con
animales demostró esa posibilidad: dos drogas casi idénticas, (R)-DOI y
(R)-DOTFM, actuaron sobre el mismo receptor, pero solo una detuvo la
inflamación del asma. La otra no hizo absolutamente nada. Fue una pista
crucial: lo psicodélico y lo antiinflamatorio podrían ser dos caras distintas
de la misma molécula.
Drogas sin “viaje”
Esa pista ha encendido la
imaginación de las farmacéuticas. Una empresa estadounidense, Delix
Therapeutics, ya trabaja en una nueva generación de compuestos llamados
“psicoplásticos”, moléculas inspiradas en los psicodélicos, pero sin viaje.
Entre ellos, dos candidatos prometedores, DLX-001 y
DLX-159, han mostrado efectos antidepresivos y antiinflamatorios sin causar
alucinaciones.
En otras palabras, píldoras que
podrían curar sin hacernos hablar con el sofá. Si funcionan, podrían cambiar no
solo la psiquiatría, sino también la medicina inmunológica, un campo en el que
la inflamación crónica se asocia con todo: desde el Alzheimer hasta la
obesidad.
Por ahora, los resultados son
preliminares. Pero hay una sensación —difícil de medir y contagiosa— de que
estamos ante una nueva frontera terapéutica. Igual que los antibióticos
transformaron la medicina del siglo XX al matar bacterias, los psicodélicos o
sus derivados podrían transformar el siglo XXI enseñando al cuerpo a dejar de
atacarse a sí mismo.
El regreso del asombro
La ironía, claro, es deliciosa.
Las mismas sustancias que fueron perseguidas por provocar “viajes peligrosos”
podrían acabar salvando vidas. Tal vez haya algo profundamente simbólico en
ello: que para curar las heridas del cuerpo haya que mirar, otra vez, hacia
dentro de la mente.
En cierto modo, los psicodélicos
han hecho el viaje más curioso de todos: del altar chamánico al laboratorio
universitario, del miedo oficial al ensayo clínico, del delirio al tratamiento.
Falta mucho por entender —años de estudios, aprobaciones y cautela—, pero el
horizonte se vislumbra tan prometedor como una puesta de sol después de la
tormenta.
Quizá dentro de unas décadas,
cuando alguien abra el botiquín y encuentre junto al ibuprofeno una pastilla
derivada del LSD, recordemos que hubo un tiempo en que todo esto parecía una
locura. Que el camino hacia la medicina del futuro empezó en una cabaña
humeante del Amazonas o en un prado donde crecían hongos de sombrero azul.
Y tal vez, entonces, podamos decir que el cuerpo humano aprendió a sanar recordando cómo soñar.