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miércoles, 8 de octubre de 2025

DROGAS SIN VIAJES O DE CÓMO LOS PSICODÉLICOS PODRÍAN TRANSFORMAR LA MEDICINA ANTIINFLAMATORIA

 

Durante décadas, las drogas psicodélicas habitaron el mismo territorio que los unicornios y los hippies descalzos: un mundo de flores en el pelo, guitarras desafinadas y teorías cósmicas sobre la conciencia universal. En los años sesenta, los científicos que se atrevieron a estudiarlas acabaron convertidos en parias académicos, víctimas del miedo y del puritanismo legal que vino después del “verano del amor”. El resultado fue que toda una rama prometedora de la medicina quedó sepultada bajo montañas de prejuicios y expedientes policiales.

Hasta ahora, cuando los mismos compuestos que un día llevaron a Timothy Leary a predicar la iluminación a través del LSD están regresando, esta vez de la mano de bata blanca y pipeta. En los laboratorios más serios del planeta, los psicodélicos han pasado de ser un pasatiempo de poetas a una posible revolución médica. No tanto por los “viajes” que producen, sino por lo que parecen capaces de hacer cuando el sistema inmunitario se descontrola.

De los hongos a la artritis

Todo comenzó con los hongos mágicos, esos que crecían en los prados y que ahora se cultivan en ambientes estériles y con más permisos que un quirófano. Su ingrediente activo, la psilocibina, fue el primero en saltar del campo al laboratorio moderno. Inicialmente, los científicos lo estudiaron por su potencial contra la depresión resistente, esa que no cede ante ningún antidepresivo convencional.

El resultado fue desconcertante: no solo mejoraba el ánimo de algunos pacientes, sino que también parecía reducir la inflamación en su organismo. La sorpresa fue mayúscula. Nadie esperaba que una sustancia conocida por hacer que la pared respire o el reloj se derrita como si lo hubiera pintado Dalí pudiera también calmar los fuegos del sistema inmunitario.

Pronto llegaron los experimentos con otras drogas de la familia: DMT, LSD, e incluso un compuesto con nombre de contraseña, el (R)-DOI. En células humanas cultivadas en placas y en ratones de laboratorio, estos compuestos mostraron una capacidad curiosa: bloqueaban las citoquinas, esas pequeñas moléculas inflamatorias que, cuando se desbocan, provocan desde artritis reumatoide hasta asma, pasando por ciertos tipos de depresión y daños cerebrales tras traumatismos.

Drogas que calman sin suprimir las defensas

La ventaja potencial frente a los esteroides, los fármacos antiinflamatorios clásicos, es notable. Los esteroides actúan como un apagafuegos indiscriminado: sofocan el incendio, sí, pero también dejan al sistema inmune sin defensas, como un ejército desarmado. Los psicodélicos, en cambio, parecen capaces de reducir la inflamación sin suprimir las defensas. Un equilibrio casi alquímico que los investigadores aún intentan descifrar.

Y no se trata solo de experimentos con ratones. Algunos estudios en humanos comienzan a confirmar la hipótesis. En uno de ellos, con sesenta participantes sanos, una sola dosis de psilocibina bastó para reducir los niveles de dos moléculas inflamatorias —TNF-alfa e IL-6— durante toda una semana.

No es poco. Si algo caracteriza a la inflamación es su persistencia: es el equivalente biológico del vecino que pone reguetón a las tres de la mañana y nunca se muda.

Claro que no todos los estudios son tan concluyentes. Algunos tuvieron pocos participantes, y en otros los voluntarios ya habían probado psicodélicos antes, lo que complica separar el efecto químico del recuerdo del último viaje. Además, los ensayos clínicos con estas sustancias tienen un problema logístico de difícil solución: nadie puede fingir que no ha tomado un psicodélico. Cuando uno empieza a ver la geometría del universo desplegarse en la alfombra, resulta evidente que no recibió el placebo.

Esa imposibilidad de engañar al cerebro introduce un sesgo enorme, especialmente cuando se trata de medir estados de ánimo o síntomas subjetivos. Pero incluso los cambios en parámetros biológicos, como la inflamación, pueden estar teñidos de efecto placebo.

La ayahuasca y el fuego interior

Mientras tanto, en el otro extremo del espectro cultural, la ayahuasca —una bebida amazónica que combina varias plantas con DMT— también se ha colado en el laboratorio. Durante siglos, los chamanes la usaron para comunicarse con los espíritus de la selva; ahora, los científicos la estudian con resonancias magnéticas y análisis de sangre.

En un ensayo con pacientes que padecían depresión resistente, la ayahuasca logró algo que los antidepresivos convencionales rara vez consiguen: redujo los niveles de proteína C reactiva (PCR), un marcador clásico de inflamación en sangre. Y cuanto más caía la PCR, más mejoraba el estado de ánimo de los participantes.

A diferencia de muchos compuestos psicotrópicos, el DMT, no parece tener potencial adictivo porque no activa la ruta mesolímbico cortical, un circuito nervioso cuya activación libera dopamina en el cerebro y produce placer. La mayoría de las drogas como la cocaína, las anfetaminas, el éxtasis y la heroína basan su capacidad adictiva en la activación de este circuito.

La conexión entre inflamación y salud mental empieza a parecer menos anecdótica y más causal. Cada vez más estudios sugieren que la depresión, la esquizofrenia y otras enfermedades mentales tienen un componente inflamatorio. En otras palabras, que quizá parte de la tristeza humana tenga tanto que ver con el sistema inmunitario como con la psicología.

El misterio del receptor feliz

¿Cómo logran los psicodélicos este equilibrio improbable entre lo químico y lo emocional? Todo parece girar en torno al receptor 5-HT2A, una diminuta antena en la superficie de las neuronas que normalmente responde a la serotonina, la famosa “hormona de la felicidad”.

Cuando una molécula psicodélica se acopla a ese receptor, se desencadena una cascada de reacciones químicas que cambian la forma en que las neuronas se comunican entre sí. Sin embargo, los científicos sospechan que los efectos antiinflamatorios no dependen necesariamente de las mismas rutas cerebrales que provocan las visiones y los colores danzantes. Es posible —y fascinante— que las propiedades curativas puedan separarse de los efectos alucinógenos.

Un experimento con animales demostró esa posibilidad: dos drogas casi idénticas, (R)-DOI y (R)-DOTFM, actuaron sobre el mismo receptor, pero solo una detuvo la inflamación del asma. La otra no hizo absolutamente nada. Fue una pista crucial: lo psicodélico y lo antiinflamatorio podrían ser dos caras distintas de la misma molécula.

Drogas sin “viaje”

Esa pista ha encendido la imaginación de las farmacéuticas. Una empresa estadounidense, Delix Therapeutics, ya trabaja en una nueva generación de compuestos llamados “psicoplásticos”, moléculas inspiradas en los psicodélicos, pero sin viaje. Entre ellos, dos candidatos prometedores, DLX-001 y DLX-159, han mostrado efectos antidepresivos y antiinflamatorios sin causar alucinaciones.

En otras palabras, píldoras que podrían curar sin hacernos hablar con el sofá. Si funcionan, podrían cambiar no solo la psiquiatría, sino también la medicina inmunológica, un campo en el que la inflamación crónica se asocia con todo: desde el Alzheimer hasta la obesidad.

Por ahora, los resultados son preliminares. Pero hay una sensación —difícil de medir y contagiosa— de que estamos ante una nueva frontera terapéutica. Igual que los antibióticos transformaron la medicina del siglo XX al matar bacterias, los psicodélicos o sus derivados podrían transformar el siglo XXI enseñando al cuerpo a dejar de atacarse a sí mismo.

El regreso del asombro

La ironía, claro, es deliciosa. Las mismas sustancias que fueron perseguidas por provocar “viajes peligrosos” podrían acabar salvando vidas. Tal vez haya algo profundamente simbólico en ello: que para curar las heridas del cuerpo haya que mirar, otra vez, hacia dentro de la mente.

En cierto modo, los psicodélicos han hecho el viaje más curioso de todos: del altar chamánico al laboratorio universitario, del miedo oficial al ensayo clínico, del delirio al tratamiento. Falta mucho por entender —años de estudios, aprobaciones y cautela—, pero el horizonte se vislumbra tan prometedor como una puesta de sol después de la tormenta.

Quizá dentro de unas décadas, cuando alguien abra el botiquín y encuentre junto al ibuprofeno una pastilla derivada del LSD, recordemos que hubo un tiempo en que todo esto parecía una locura. Que el camino hacia la medicina del futuro empezó en una cabaña humeante del Amazonas o en un prado donde crecían hongos de sombrero azul.

Y tal vez, entonces, podamos decir que el cuerpo humano aprendió a sanar recordando cómo soñar.