Entre los árboles urbanos de gran
porte,pocos engañan tanto como el castaño de Indias (Aesculus hippocastanum).
Sus enormes hojas palmadas, sus espectaculares racimos de flores blancas con
motas rosadas, y, sobre todo, sus frutos esféricos cubiertos de espinas verdes
que encierran una semilla reluciente, llevan siglos confundiendo a la gente. En
otoño, cuando esas semillas caen y ruedan por aceras y parques, muchos se
agachan con la misma devoción con que un niño recolecta canicas. Son tan
brillantes, tan pulidas, tan aparentemente comestibles, que no es raro
escuchar: “Mira, castañas”. Se engañan.
Hojas que parecen abanicos, flores en candelabro, frutos
espinosos y semillas engañosas
Lo primero que llama la atención del castaño de Indias son sus hojas. No son simples, como las del roble o la encina, ni alargadas como las del sauce. Son hojas compuestas palmadas, formadas por cinco a siete folíolos grandes, dentados, que parten todos de un mismo punto, como los radios de un abanico verde. Una sola hoja puede medir más de 30 centímetros de ancho, lo que convierte a este árbol en un generoso proveedor de sombra. En verano, pocas copas urbanas resultan tan agradecidas como la suya.
En primavera, el castaño de
Indias se convierte en un espectáculo floral. Sus inflorescencias, llamadas
panículas, son racimos erectos que recuerdan a candelabros cubiertos de flores
blancas, cada una con un toque amarillo o rosado en la base. Desde lejos
parecen velas encendidas; de cerca, se aprecia el delicado diseño que guía a
los insectos hacia el néctar. No es casual que en la Inglaterra victoriana se
hablara del “árbol de las velas”.
Luego llegan los frutos.
Redondos, verdes, cubiertos de espinas blandas, maduran en septiembre y se
abren en dos o tres valvas para mostrar una o varias semillas grandes,
marrones, de superficie lisa y brillante. Esas semillas reciben el nombre de
castañas de Indias, aunque, como veremos, el parentesco con las castañas de
verdad es puramente ilusorio.
Y aquí está la clave: en el
castaño de Indias lo que recogemos son semillas. En cambio, en el castaño
comestible (Castanea sativa), lo que comemos es el fruto, en forma de
aquenio rodeado por un involucro espinoso mucho más agresivo, casi erizado de
agujas. Dicho de otro modo: la “castaña” de Indias no tiene nada que ver con la
que se asa en los puestos callejeros del otoño. Una es una semilla amarga y
ligeramente tóxica; la otra, un fruto nutritivo que ha alimentado a
generaciones de campesinos europeos.
La confusión se debe en parte al
nombre. El castaño de Indias no pertenece al género Castanea (familia
Fagaceae), sino a otro muy distinto, Aesculus, dentro de la familia
Sapindaceae. Son ramas separadas del árbol genealógico de las plantas. El
parecido entre sus frutos es superficial: ambas especies producen envoltorios
espinosos que contienen estructuras marrones y brillantes. Ahí se acaba todo.
Los frutos del castaño
comestible, los de Castanea sativa, son auténticas cápsulas erizadas de
púas durísimas, imposibles de agarrar sin guantes. Dentro suele haber dos o
tres castañas con su característica base plana y su cáscara más mate, con una
pequeña borla en la punta. Y esas castañas son alimentos: ricos en almidón,
dulces tras el asado, capaces de sostener dietas enteras en épocas de escasez.
Las castañas de Indias, por su
parte, no son aptas para el consumo humano. Contienen saponinas y glucósidos
que pueden provocar náuseas y trastornos digestivos. Sin embargo, se han usado
en medicina tradicional para preparar extractos contra problemas circulatorios,
como la insuficiencia venosa. En la farmacopea europea todavía se reconocen sus
usos, siempre con dosis controladas y procesadas. Pero comérselas crudas como
si fueran castañas de Navidad es receta segura para una indigestión.
Etimologías y caballos
El nombre “castaño de Indias” es otro malentendido
histórico. La planta no viene de la India, sino de los Balcanes, concretamente
de las montañas del norte de Grecia, Albania y Bulgaria. Allí crecía de manera
silvestre antes de extenderse por toda Europa en el siglo XVI, cuando se empezó
a plantar en jardines y avenidas por su porte ornamental.
El apelativo “de Indias” fue una moda lingüística. En
aquellos siglos, todo lo exótico recibía esa etiqueta, aunque proviniera de
lugares mucho más cercanos. Lo mismo pasó con el pavo (en inglés “turkey”),
que ni vino de Turquía ni de la India.
El otro misterio es el “hippocastanum”.
La etimología griega revela la clave: hippos significa caballo. La
tradición cuenta que en Turquía las semillas se usaban como alimento para
caballos enfermos o agotados. No les hacían daño —los equinos parecen
tolerarlas mejor que nosotros— y supuestamente les devolvían la energía. Así
nació la idea del “castaño para caballos”, hippocastanum.
Orígenes distintos, destinos distintos
El castaño comestible (Castanea
sativa) tiene otra historia. Procede de regiones del Cáucaso y Asia Menor,
y fue introducido en Europa por los romanos. Se convirtió en cultivo esencial
en áreas montañosas donde el trigo no prosperaba. Durante siglos, las castañas
fueron “el pan de los pobres”. Harinas, gachas, sopas, guisos: todo podía
hacerse con ellas.
El castaño de Indias, en cambio,
jamás alimentó poblaciones. Su destino fue la plaza mayor, la avenida parisina,
el parque londinense. Plantado en hileras, ofrecía sombra en verano y un
espectáculo floral en primavera. Era el árbol de la burguesía urbana, un lujo
ornamental, mientras que Castanea sativa era el árbol de los campesinos,
garantía de supervivencia.
La diferencia también es cultural. El castaño comestible evoca chimeneas, inviernos rurales, canciones de Navidad (“Chestnuts roasting on an open fire…”). El castaño de Indias, en cambio, evoca paseos por parques decimonónicos, duquesas con sombrillas y caballeros con bastón. Son dos árboles que representan mundos distintos: el de la necesidad y el de la ornamentación.
Hoy, las castañas de Indias
siguen cayendo en parques de medio mundo, recogidas por niños que las guardan
como tesoros. En Inglaterra se inventó incluso un juego con ellas, los “conkers”:
se atraviesa la semilla con una cuerda y se enfrentan dos jugadores golpeando
la una contra la otra hasta que una se rompe. Juego sencillo, brutal y
perfectamente británico.
Así, el castaño de Indias
demuestra que no todo en la naturaleza debe ser útil en el sentido práctico.
Sus hojas, sus flores y sus frutos relucientes bastan para justificar su lugar
en nuestras ciudades. Es un árbol que engaña, sí, pero también embellece. Y en
la escala de valores humanos, la belleza suele compensar las decepciones.
Al final, el castaño de Indias y
el castaño comestible son como dos primos lejanos que no comparten más que el
apellido. Uno nos da alimento, el otro nos da sombra y espectáculo. Uno fue
vital para sobrevivir, el otro fue lujo urbano. Uno nos llena el estómago, el
otro nos llena los bolsillos de semillas brillantes que no sirven para nada
salvo para admirarlas.
Y sin embargo, cada otoño, millones de personas siguen cayendo en la misma confusión. Ven esas bolas marrones, lisas y pulidas, y las llaman “castañas”. El error persiste, y quizá sea mejor así: después de todo, ¿qué sería del mundo sin un poco de equívoco?