Vistas de página en total

sábado, 4 de octubre de 2025

UN IMPOSTOR BRILLANTE: EL CASTAÑO DE INDIAS

 

Entre los árboles urbanos de gran porte,pocos engañan tanto como el castaño de Indias (Aesculus hippocastanum). Sus enormes hojas palmadas, sus espectaculares racimos de flores blancas con motas rosadas, y, sobre todo, sus frutos esféricos cubiertos de espinas verdes que encierran una semilla reluciente, llevan siglos confundiendo a la gente. En otoño, cuando esas semillas caen y ruedan por aceras y parques, muchos se agachan con la misma devoción con que un niño recolecta canicas. Son tan brillantes, tan pulidas, tan aparentemente comestibles, que no es raro escuchar: “Mira, castañas”. Se engañan.

Hojas que parecen abanicos, flores en candelabro, frutos espinosos y semillas engañosas

Lo primero que llama la atención del castaño de Indias son sus hojas. No son simples, como las del roble o la encina, ni alargadas como las del sauce. Son hojas compuestas palmadas, formadas por cinco a siete folíolos grandes, dentados, que parten todos de un mismo punto, como los radios de un abanico verde. Una sola hoja puede medir más de 30 centímetros de ancho, lo que convierte a este árbol en un generoso proveedor de sombra. En verano, pocas copas urbanas resultan tan agradecidas como la suya.

En primavera, el castaño de Indias se convierte en un espectáculo floral. Sus inflorescencias, llamadas panículas, son racimos erectos que recuerdan a candelabros cubiertos de flores blancas, cada una con un toque amarillo o rosado en la base. Desde lejos parecen velas encendidas; de cerca, se aprecia el delicado diseño que guía a los insectos hacia el néctar. No es casual que en la Inglaterra victoriana se hablara del “árbol de las velas”.

Luego llegan los frutos. Redondos, verdes, cubiertos de espinas blandas, maduran en septiembre y se abren en dos o tres valvas para mostrar una o varias semillas grandes, marrones, de superficie lisa y brillante. Esas semillas reciben el nombre de castañas de Indias, aunque, como veremos, el parentesco con las castañas de verdad es puramente ilusorio.

Y aquí está la clave: en el castaño de Indias lo que recogemos son semillas. En cambio, en el castaño comestible (Castanea sativa), lo que comemos es el fruto, en forma de aquenio rodeado por un involucro espinoso mucho más agresivo, casi erizado de agujas. Dicho de otro modo: la “castaña” de Indias no tiene nada que ver con la que se asa en los puestos callejeros del otoño. Una es una semilla amarga y ligeramente tóxica; la otra, un fruto nutritivo que ha alimentado a generaciones de campesinos europeos.

La confusión se debe en parte al nombre. El castaño de Indias no pertenece al género Castanea (familia Fagaceae), sino a otro muy distinto, Aesculus, dentro de la familia Sapindaceae. Son ramas separadas del árbol genealógico de las plantas. El parecido entre sus frutos es superficial: ambas especies producen envoltorios espinosos que contienen estructuras marrones y brillantes. Ahí se acaba todo.

Los frutos del castaño comestible, los de Castanea sativa, son auténticas cápsulas erizadas de púas durísimas, imposibles de agarrar sin guantes. Dentro suele haber dos o tres castañas con su característica base plana y su cáscara más mate, con una pequeña borla en la punta. Y esas castañas son alimentos: ricos en almidón, dulces tras el asado, capaces de sostener dietas enteras en épocas de escasez.

Las castañas de Indias, por su parte, no son aptas para el consumo humano. Contienen saponinas y glucósidos que pueden provocar náuseas y trastornos digestivos. Sin embargo, se han usado en medicina tradicional para preparar extractos contra problemas circulatorios, como la insuficiencia venosa. En la farmacopea europea todavía se reconocen sus usos, siempre con dosis controladas y procesadas. Pero comérselas crudas como si fueran castañas de Navidad es receta segura para una indigestión.

Etimologías y caballos

El nombre “castaño de Indias” es otro malentendido histórico. La planta no viene de la India, sino de los Balcanes, concretamente de las montañas del norte de Grecia, Albania y Bulgaria. Allí crecía de manera silvestre antes de extenderse por toda Europa en el siglo XVI, cuando se empezó a plantar en jardines y avenidas por su porte ornamental.

El apelativo “de Indias” fue una moda lingüística. En aquellos siglos, todo lo exótico recibía esa etiqueta, aunque proviniera de lugares mucho más cercanos. Lo mismo pasó con el pavo (en inglés “turkey”), que ni vino de Turquía ni de la India.

El otro misterio es el “hippocastanum”. La etimología griega revela la clave: hippos significa caballo. La tradición cuenta que en Turquía las semillas se usaban como alimento para caballos enfermos o agotados. No les hacían daño —los equinos parecen tolerarlas mejor que nosotros— y supuestamente les devolvían la energía. Así nació la idea del “castaño para caballos”, hippocastanum.

Orígenes distintos, destinos distintos

El castaño comestible (Castanea sativa) tiene otra historia. Procede de regiones del Cáucaso y Asia Menor, y fue introducido en Europa por los romanos. Se convirtió en cultivo esencial en áreas montañosas donde el trigo no prosperaba. Durante siglos, las castañas fueron “el pan de los pobres”. Harinas, gachas, sopas, guisos: todo podía hacerse con ellas.

El castaño de Indias, en cambio, jamás alimentó poblaciones. Su destino fue la plaza mayor, la avenida parisina, el parque londinense. Plantado en hileras, ofrecía sombra en verano y un espectáculo floral en primavera. Era el árbol de la burguesía urbana, un lujo ornamental, mientras que Castanea sativa era el árbol de los campesinos, garantía de supervivencia.

Arriba: Los tres frutos de Castanea sativa (a la derecha) nacen rodeados por unas cubiertas espinosas izquierda). Abajo: las semillas (a la derecha) de Aesculus hippocastanum nacen en el interior de un fruto verde (a la izquierda) que se abre por tres valvas.

La diferencia también es cultural. El castaño comestible evoca chimeneas, inviernos rurales, canciones de Navidad (“Chestnuts roasting on an open fire…”). El castaño de Indias, en cambio, evoca paseos por parques decimonónicos, duquesas con sombrillas y caballeros con bastón. Son dos árboles que representan mundos distintos: el de la necesidad y el de la ornamentación.

Hoy, las castañas de Indias siguen cayendo en parques de medio mundo, recogidas por niños que las guardan como tesoros. En Inglaterra se inventó incluso un juego con ellas, los “conkers”: se atraviesa la semilla con una cuerda y se enfrentan dos jugadores golpeando la una contra la otra hasta que una se rompe. Juego sencillo, brutal y perfectamente británico.

Así, el castaño de Indias demuestra que no todo en la naturaleza debe ser útil en el sentido práctico. Sus hojas, sus flores y sus frutos relucientes bastan para justificar su lugar en nuestras ciudades. Es un árbol que engaña, sí, pero también embellece. Y en la escala de valores humanos, la belleza suele compensar las decepciones.

Al final, el castaño de Indias y el castaño comestible son como dos primos lejanos que no comparten más que el apellido. Uno nos da alimento, el otro nos da sombra y espectáculo. Uno fue vital para sobrevivir, el otro fue lujo urbano. Uno nos llena el estómago, el otro nos llena los bolsillos de semillas brillantes que no sirven para nada salvo para admirarlas.

Y sin embargo, cada otoño, millones de personas siguen cayendo en la misma confusión. Ven esas bolas marrones, lisas y pulidas, y las llaman “castañas”. El error persiste, y quizá sea mejor así: después de todo, ¿qué sería del mundo sin un poco de equívoco?