En ciertas ciudades, la primavera
se anuncia con jacarandas. No con campanas, ni con decretos meteorológicos, ni
con esos almanaques que aún sobreviven en las cocinas de los abuelos. No: el
calendario más confiable lo llevan unos árboles de tronco grisáceo y ramas
aparentemente frágiles que, de pronto, deciden recubrirse de flores moradas,
violetas, azuladas, según el ojo que las mire. El efecto es tan apabullante que
hasta los taxistas, esos seres inmunes a la lírica, suelen detenerse un segundo
antes de maldecir al tráfico. “Mire qué bonito, joven, parece que llueve
cielo”, me dijo uno mientras circulábamos por el terrible tráfico de la Ciudad
de México.
La jacaranda (Jacaranda
mimosifolia) no es, en rigor, originaria de la mayoría de ciudades que la
veneran. Es un inmigrante, como tantos de nosotros. Su cuna está en Sudamérica,
sobre todo en Brasil, Paraguay, Bolivia y el norte de Argentina, donde la
nombran masculina y con acento agudo: jacarandá. De allí partió hacia el mundo
gracias a botánicos, jardineros y políticos con inclinaciones estéticas. A
principios del siglo XX, en Ciudad de México (donde, como en el resto de
Centroamérica, se prefiere la forma llana jacaranda) un japonés, Tatsugoro
Matsumoto, convenció al presidente Pascual Ortiz Rubio de que no era buena idea
sembrar cerezos, como soñaban los diplomáticos. No soportarían el clima.
Sugirió, en cambio, jacarandás. Fue un acierto histórico: cada marzo y abril,
la capital mexicana se cubre de un manto violeta que hace olvidar, aunque sea
por un instante, el esmog y los baches.
La paradoja es deliciosa: un
árbol brasileño, recomendado por un jardinero japonés, se convirtió en emblema
chilango. En Pretoria, Sudáfrica, la historia es similar. Allí plantaron
jacarandas para embellecer la ciudad, y lo lograron tanto que ahora la llaman
“Jacaranda City”. Las flores marcan las temporadas de exámenes universitarios:
cuando caen, tiemblan los estudiantes. Se dice que si una flor te cae en la
cabeza antes de un examen, apruebas. Creencias florales de juventud.
La jacaranda pertenece a la
familia Bignoniaceae. Es un árbol de crecimiento rápido, puede alcanzar los 15
o 20 metros, y sus hojas —finamente divididas, semejantes a las de un helecho—
aportan un aire delicado que contrasta con la exuberancia de sus racimos
florales. Cada flor es tubular, de unos cinco centímetros, con un lóbulo más
grande que sirve de pista de aterrizaje a insectos polinizadores. La floración
suele coincidir con la estación seca en sus lugares de origen: el árbol se
desnuda de hojas y se viste de violetas. Botánicamente hablando, es una
estrategia sensata: sin hojas que estorben, las flores son más visibles para
los polinizadores y el espectáculo es mayor para los humanos.
El fruto, conviene recordarlo, no
es tan poético. Es una cápsula leñosa, aplanada, que parece una castañuela
olvidada en la rama. Dentro, semillas aladas que el viento distribuye con
eficacia. Uno podría decir que la jacaranda practica una suerte de discreto
marketing vegetal: primero te deslumbra con su floración y luego aprovecha tu
distracción para sembrar sus futuros retoños en cualquier rincón.
La vida bajo un toldo violeta
Más allá de la botánica, lo que
importa es la experiencia. Caminar bajo jacarandas en flor es una actividad
casi terapéutica. El suelo se cubre de pétalos que crujen suavemente, como una
alfombra improvisada. La luz cambia: el sol filtrado entre flores violetas
adquiere un tono irreal, casi cinematográfico. Es un filtro de Instagram
aplicado por la propia naturaleza.
El espectáculo dura poco, unas
semanas, lo que incrementa su valor. Si florecieran todo el año, nos
cansaríamos. El ser humano necesita de la escasez para conmoverse. De ahí que
las jacarandas sean un recordatorio puntual: la belleza es efímera, así que levante
la vista del móvil y aproveche.
En muchas ciudades, el
florecimiento genera una especie de tregua social. La gente se detiene a sacar
fotos, las comparte, escribe poemas de medio pelo o simplemente sonríe. Hasta
el más hosco reconoce que algo extraordinario está ocurriendo. En tiempos donde
lo común es la prisa y la queja, esas flores violetas funcionan como un
recordatorio de que la vida tiene sus instantes gratuitos de esplendor.
No todo es idilio. Las flores, al
caer y marchitarse, forman un tapiz resbaladizo que puede provocar accidentes
en motociclistas despistados. Los barrenderos maldicen mientras llenan sacos de
pétalos viscosos. Los urbanistas, tan pragmáticos, alegan que las raíces pueden
levantar banquetas y dañar tuberías. Todo eso es cierto. Pero ¿qué ciudad
prefiere una banqueta intacta a cambio de renunciar a las jacarandas? Solo una
ciudad sin alma.
Entre la nostalgia y el mito
Las jacarandas generan memoria
colectiva. Cada primavera, los habitantes de Ciudad de México, Buenos Aires o
Pretoria recuerdan viejas historias: un primer beso, una mudanza, un examen, un
reencuentro. La floración se convierte en un marcador emocional. Igual que los
madrileños asocian el otoño con castañas asadas o los romanos con la lluvia de
noviembre, quienes viven entre jacarandas saben que la vida se mide también por
temporadas violetas.
En Japón, el florecimiento de los
cerezos provoca celebraciones multitudinarias, los hanami. En México no
hay ritual organizado, pero basta mirar los parques y avenidas: la gente se
congrega bajo las copas violetas, como si obedeciera a una tradición secreta.
Hay quien asegura que la jacaranda tiene un poder hipnótico, que mirar
demasiado tiempo sus flores puede generar melancolía. Otros la ven como una
metáfora de lo breve y lo hermoso.
Una geopolítica floral
Si uno sigue el rastro de la
jacaranda, descubre una geografía curiosa: Sudamérica, México, Sudáfrica,
Australia, California, el Mediterráneo. Lugares que comparten climas
relativamente benignos y poblaciones con cierto apetito estético. El árbol se
ha adaptado con la eficacia de un buen migrante. En cada ciudad adopta un
papel: símbolo de primavera, amuleto estudiantil, postal turística, simple
decorado. Y en todos los casos cumple con su función de elevar un poco la
mirada de la gente.
Algunos botánicos advierten, con razón, que en ciertas
regiones puede volverse invasora. En Australia, por ejemplo, su expansión
espontánea preocupa a los ecólogos. No hay belleza sin consecuencias.
El cielo caído en la acera
Quizá lo más fascinante de las
jacarandas sea ese efecto visual de trasladar el cielo al suelo. Las flores
cubren las aceras como si fragmentos de nube violeta hubieran descendido. El
peatón camina entonces entre dos cielos: uno arriba, en las copas florecidas, y
otro abajo, en la alfombra de pétalos. Es un momento suspendido, una ilusión
que dura hasta que la escoba municipal irrumpe o hasta que las primeras lluvias
se llevan la evidencia.
Al final, las jacarandas nos regalan lo que toda gran obra de arte ofrece: un instante de belleza inútil. Inútil en el mejor de los sentidos: no alimenta, no cura, no resuelve atascos ni paga facturas. Solo embellece. Y eso, en un mundo obsesionado con la utilidad, resulta casi revolucionario.