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sábado, 4 de octubre de 2025

JACARANDÁ: EL CIELO QUE FLORECE EN LA ACERA

 

Calle McDougall, Kirribilli, Nueva Gales del Sur, Australia, bajo un dosel de jacarandas en plena floración. Foto 

En ciertas ciudades, la primavera se anuncia con jacarandas. No con campanas, ni con decretos meteorológicos, ni con esos almanaques que aún sobreviven en las cocinas de los abuelos. No: el calendario más confiable lo llevan unos árboles de tronco grisáceo y ramas aparentemente frágiles que, de pronto, deciden recubrirse de flores moradas, violetas, azuladas, según el ojo que las mire. El efecto es tan apabullante que hasta los taxistas, esos seres inmunes a la lírica, suelen detenerse un segundo antes de maldecir al tráfico. “Mire qué bonito, joven, parece que llueve cielo”, me dijo uno mientras circulábamos por el terrible tráfico de la Ciudad de México.

La jacaranda (Jacaranda mimosifolia) no es, en rigor, originaria de la mayoría de ciudades que la veneran. Es un inmigrante, como tantos de nosotros. Su cuna está en Sudamérica, sobre todo en Brasil, Paraguay, Bolivia y el norte de Argentina, donde la nombran masculina y con acento agudo: jacarandá. De allí partió hacia el mundo gracias a botánicos, jardineros y políticos con inclinaciones estéticas. A principios del siglo XX, en Ciudad de México (donde, como en el resto de Centroamérica, se prefiere la forma llana jacaranda) un japonés, Tatsugoro Matsumoto, convenció al presidente Pascual Ortiz Rubio de que no era buena idea sembrar cerezos, como soñaban los diplomáticos. No soportarían el clima. Sugirió, en cambio, jacarandás. Fue un acierto histórico: cada marzo y abril, la capital mexicana se cubre de un manto violeta que hace olvidar, aunque sea por un instante, el esmog y los baches.

La paradoja es deliciosa: un árbol brasileño, recomendado por un jardinero japonés, se convirtió en emblema chilango. En Pretoria, Sudáfrica, la historia es similar. Allí plantaron jacarandas para embellecer la ciudad, y lo lograron tanto que ahora la llaman “Jacaranda City”. Las flores marcan las temporadas de exámenes universitarios: cuando caen, tiemblan los estudiantes. Se dice que si una flor te cae en la cabeza antes de un examen, apruebas. Creencias florales de juventud.

La jacaranda pertenece a la familia Bignoniaceae. Es un árbol de crecimiento rápido, puede alcanzar los 15 o 20 metros, y sus hojas —finamente divididas, semejantes a las de un helecho— aportan un aire delicado que contrasta con la exuberancia de sus racimos florales. Cada flor es tubular, de unos cinco centímetros, con un lóbulo más grande que sirve de pista de aterrizaje a insectos polinizadores. La floración suele coincidir con la estación seca en sus lugares de origen: el árbol se desnuda de hojas y se viste de violetas. Botánicamente hablando, es una estrategia sensata: sin hojas que estorben, las flores son más visibles para los polinizadores y el espectáculo es mayor para los humanos.

Jacaranda mimosifolia. Flores (arriba) y frutos (verdes a la izquierda,, maduros y secos a la derecha) abajo. 

El fruto, conviene recordarlo, no es tan poético. Es una cápsula leñosa, aplanada, que parece una castañuela olvidada en la rama. Dentro, semillas aladas que el viento distribuye con eficacia. Uno podría decir que la jacaranda practica una suerte de discreto marketing vegetal: primero te deslumbra con su floración y luego aprovecha tu distracción para sembrar sus futuros retoños en cualquier rincón.

La vida bajo un toldo violeta

Más allá de la botánica, lo que importa es la experiencia. Caminar bajo jacarandas en flor es una actividad casi terapéutica. El suelo se cubre de pétalos que crujen suavemente, como una alfombra improvisada. La luz cambia: el sol filtrado entre flores violetas adquiere un tono irreal, casi cinematográfico. Es un filtro de Instagram aplicado por la propia naturaleza.

El espectáculo dura poco, unas semanas, lo que incrementa su valor. Si florecieran todo el año, nos cansaríamos. El ser humano necesita de la escasez para conmoverse. De ahí que las jacarandas sean un recordatorio puntual: la belleza es efímera, así que levante la vista del móvil y aproveche.

En muchas ciudades, el florecimiento genera una especie de tregua social. La gente se detiene a sacar fotos, las comparte, escribe poemas de medio pelo o simplemente sonríe. Hasta el más hosco reconoce que algo extraordinario está ocurriendo. En tiempos donde lo común es la prisa y la queja, esas flores violetas funcionan como un recordatorio de que la vida tiene sus instantes gratuitos de esplendor.

No todo es idilio. Las flores, al caer y marchitarse, forman un tapiz resbaladizo que puede provocar accidentes en motociclistas despistados. Los barrenderos maldicen mientras llenan sacos de pétalos viscosos. Los urbanistas, tan pragmáticos, alegan que las raíces pueden levantar banquetas y dañar tuberías. Todo eso es cierto. Pero ¿qué ciudad prefiere una banqueta intacta a cambio de renunciar a las jacarandas? Solo una ciudad sin alma.

Entre la nostalgia y el mito

Las jacarandas generan memoria colectiva. Cada primavera, los habitantes de Ciudad de México, Buenos Aires o Pretoria recuerdan viejas historias: un primer beso, una mudanza, un examen, un reencuentro. La floración se convierte en un marcador emocional. Igual que los madrileños asocian el otoño con castañas asadas o los romanos con la lluvia de noviembre, quienes viven entre jacarandas saben que la vida se mide también por temporadas violetas.

En Japón, el florecimiento de los cerezos provoca celebraciones multitudinarias, los hanami. En México no hay ritual organizado, pero basta mirar los parques y avenidas: la gente se congrega bajo las copas violetas, como si obedeciera a una tradición secreta. Hay quien asegura que la jacaranda tiene un poder hipnótico, que mirar demasiado tiempo sus flores puede generar melancolía. Otros la ven como una metáfora de lo breve y lo hermoso.

Una geopolítica floral

Si uno sigue el rastro de la jacaranda, descubre una geografía curiosa: Sudamérica, México, Sudáfrica, Australia, California, el Mediterráneo. Lugares que comparten climas relativamente benignos y poblaciones con cierto apetito estético. El árbol se ha adaptado con la eficacia de un buen migrante. En cada ciudad adopta un papel: símbolo de primavera, amuleto estudiantil, postal turística, simple decorado. Y en todos los casos cumple con su función de elevar un poco la mirada de la gente.

Algunos botánicos advierten, con razón, que en ciertas regiones puede volverse invasora. En Australia, por ejemplo, su expansión espontánea preocupa a los ecólogos. No hay belleza sin consecuencias.

El cielo caído en la acera

Quizá lo más fascinante de las jacarandas sea ese efecto visual de trasladar el cielo al suelo. Las flores cubren las aceras como si fragmentos de nube violeta hubieran descendido. El peatón camina entonces entre dos cielos: uno arriba, en las copas florecidas, y otro abajo, en la alfombra de pétalos. Es un momento suspendido, una ilusión que dura hasta que la escoba municipal irrumpe o hasta que las primeras lluvias se llevan la evidencia.

Al final, las jacarandas nos regalan lo que toda gran obra de arte ofrece: un instante de belleza inútil. Inútil en el mejor de los sentidos: no alimenta, no cura, no resuelve atascos ni paga facturas. Solo embellece. Y eso, en un mundo obsesionado con la utilidad, resulta casi revolucionario.