Pese a las grandes diferencias
externas entre un aborigen australiano y un noruego —por citar un ejemplo
extremo—, su semejanza genética es tan abrumadora que los clasificamos como una
sola especie. Eso, en sí, no tendría nada de especial si no fuera porque esa
especie se ha autoproclamado Homo sapiens, el “hombre sabio”. Fue un
acto de optimismo zoológico que la historia no ha sabido refrendar. Si uno mira
lo que hemos hecho con el planeta —la degradación de tierras, mares y espacio—,
hay motivos de sobra para pedir un cambio de nombre.
El primero en oficializar la
nomenclatura fue Carl von Linné, Linneo, un sueco ordenado y genial que en 1758
publicó su Systema Naturae, una de las piedras angulares de la ciencia
moderna. Allí estableció las bases de la Taxonomía, la disciplina que clasifica
y pone etiquetas al caos de la vida. Y lo hizo con una idea revolucionaria: que
el ser humano, por muy especial que se sintiera, debía figurar dentro del reino
animal.
Hasta ahí, todo bien. Pero Linneo
cometió otro atrevimiento: incluyó en el mismo género Homo a una segunda
especie, Homo troglodytes, para designar a los chimpancés. Sin haber
visto nunca uno, incluso propuso una tercera especie hipotética, Homo
caudatus, el hombre con cola, de dudosa adscripción entre los humanos y los
simios. Fue una manera elegante de decir que, quizás, el abismo que creemos
separar de los monos no es más que una diferencia de marketing evolutivo.
De Galeno a Tarzán
Linneo no fue el primero en
sospecharlo. Más de mil quinientos años antes, el médico griego Galeno había
diseccionado animales para comparar sus anatomías. Concluyó que el mono era
“muy semejante al hombre en vísceras, músculos, venas y huesos”. Una observación
modesta pero demoledora. Desde entonces, la biología ha ido confirmando lo que
la intuición ya sabía: que compartimos demasiado con nuestros parientes peludos
como para mirarlos por encima del hombro.
Puestos en el árbol de la vida,
los humanos estamos cómodamente instalados entre los vertebrados —junto a
gorriones, ballenas y lagartos—, más concretamente entre los mamíferos, esos
animales de sangre caliente con glándulas mamarias y cierta tendencia a la
ternura. Dentro de ellos, somos primates, lo que nos emparenta con lémures,
loris, tarseros y, por supuesto, con los simios antropoides.
Hasta aquí, todo es zoología
básica. Pero la cuestión se complica cuando descubrimos hasta qué punto somos
simios y no simplemente descendientes de ellos.
Manual práctico para
reconocerse mono
Los primates compartimos un
conjunto de características exclusivas: pies y manos pentadáctilos (de cinco
dedos), uñas planas en lugar de garras, visión binocular, articulaciones
maleables, hemisferios cerebrales generosos y, no menos importante, un pene colgante
—detalle anatómico que Galeno no dejó pasar—.
Entre los grandes simios, somos
más cercanos a los chimpancés y bonobos que a los orangutanes o a los gibones,
y la diferencia genética con ellos es casi nula. Tenemos cerebros más grandes,
menos vello, andamos erguidos y hablamos, aunque el uso que damos al lenguaje
tampoco justifica del todo el apelativo de “sabios”.
Por lo demás, nuestra biología
grita “primate” desde cada célula. Si uno compara nuestros cromosomas con los
de un chimpancé, encontrará que el 98,4% de nuestro genoma es idéntico. Lo cual
significa, en términos biológicos, que el pariente más cercano de Chita no era
King Kong, sino Tarzán.
De la morfología al genoma
Durante siglos, los naturalistas
clasificaron a las especies basándose en su aspecto externo: tamaño, pelaje,
forma de las mandíbulas. Era un método elegante pero limitado. A partir del
siglo XX, la taxonomía se volvió molecular. El parentesco se empezó a medir no
por la forma del cráneo, sino por la secuencia de bases nitrogenadas del ADN.
Los resultados fueron, en cierto
modo, humillantes. Orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos forman una
familia tan íntima que los ornitólogos Charles Sibley y John Ahlquist
demostraron que dos especies de pájaros mosquiteros son genéticamente más diferentes
entre sí que nosotros respecto a los chimpancés. En resumen: hay más distancia
genética entre dos gorriones que entre tú y un bonobo.
De hecho, si la clasificación se
hiciera con estricta lógica biológica, deberíamos llamarnos Homo troglodytes
o, por lo menos, admitir que los chimpancés y bonobos son también Homo.
La división entre “ellos” y “nosotros” es, más que científica, un acto de
orgullo de especie.
Un club selecto (y un poco hipócrita)
Actualmente, la zoología reconoce
siete especies de homínidos vivas: dos de chimpancés (Pan troglodytes y P.
paniscus), dos de gorilas (Gorilla gorilla y G. beringei),
dos de orangutanes (Pongo pygmaeus y P. abelii), y una de humanos
con pretensiones. Todos descendemos de un ancestro común que vivió hace unos
seis millones de años, cuando un grupo de primates africanos decidió bajarse de
los árboles y probar suerte a pie.
Esa apuesta nos condujo al fuego,
al arte, a la agricultura y, finalmente, a los talk shows. Pero si uno repasa
la estadística, no parece que la inteligencia haya sido el salto cuántico que
imaginamos. Seguimos siendo mamíferos sociales, territoriales y jerárquicos,
propensos a la violencia y a las exhibiciones absurdas.
Lo único que nos distingue
verdaderamente del resto de primates es que hemos aprendido a usar la
tecnología para amplificar nuestras tonterías. Ningún chimpancé, hasta donde
sabemos, ha destruido su propio hábitat por pura codicia. Ningún gorila ha
inventado las finanzas derivadas ni los reality shows.
El problema no es ser un primate;
el problema es haberlo olvidado. Nuestra arrogancia biológica nos hace creer
que ocupamos un lugar central en la creación, que el universo conspira para
complacernos. Y, sin embargo, la biología insiste en recordarnos que somos
apenas una variante reciente del mono africano.
Llevamos dentro el legado del
grupo: el tribalismo, el machismo, la territorialidad. Cuando en las redes
sociales se desata una pelea o en un estadio alguien lanza una botella, basta
mirar un documental de chimpancés para descubrir que los patrones son los
mismos. Solo cambia el decorado.
La diferencia entre un Homo
sapiens y un Pan troglodytes no está en la moral, sino en la
capacidad de racionalizar el instinto. Nosotros también mordemos, solo que lo
hacemos con argumentos.
Primus inter pares
Linneo, en el fondo, lo
sospechaba: el ser humano no es la esencia del designio universal, sino un
mamífero con ínfulas. Su genialidad fue incluirnos en el mismo catálogo que los
simios, algo que muchos siglos de filosofía no habían osado hacer.
Si abandonáramos el
antropocentrismo, aceptaríamos que somos solo una rama más del árbol de los
primates. Que no descendemos del chimpancé, sino que somos chimpancés que
aprendieron a escribir tratados de moral y a lanzar cohetes. Que la diferencia
entre una tribu de babuinos y una reunión del G7 no es evolutiva, sino
protocolaria.
Nos seguimos llamando Homo
sapiens, pero quizá el nombre más honesto sería Homo presuntuosus. Hasta que no
aprendamos a comportarnos como “sabios”, será mejor recordar que, en la gran
familia de los simios, seguimos siendo lo que siempre fuimos: el primus inter pares, el primero entre iguales, y no necesariamente el mejor.
*** Una versión de este artículo la publiqué el 31/12/2009 en este mismo blog con el título "Chita, Tarzán y el primus interpares".