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lunes, 6 de octubre de 2025

UNA BREVE HISTORIA DEL MONO QUE SE CREYÓ SABIO

Pese a las grandes diferencias externas entre un aborigen australiano y un noruego —por citar un ejemplo extremo—, su semejanza genética es tan abrumadora que los clasificamos como una sola especie. Eso, en sí, no tendría nada de especial si no fuera porque esa especie se ha autoproclamado Homo sapiens, el “hombre sabio”. Fue un acto de optimismo zoológico que la historia no ha sabido refrendar. Si uno mira lo que hemos hecho con el planeta —la degradación de tierras, mares y espacio—, hay motivos de sobra para pedir un cambio de nombre.

El primero en oficializar la nomenclatura fue Carl von Linné, Linneo, un sueco ordenado y genial que en 1758 publicó su Systema Naturae, una de las piedras angulares de la ciencia moderna. Allí estableció las bases de la Taxonomía, la disciplina que clasifica y pone etiquetas al caos de la vida. Y lo hizo con una idea revolucionaria: que el ser humano, por muy especial que se sintiera, debía figurar dentro del reino animal.

Hasta ahí, todo bien. Pero Linneo cometió otro atrevimiento: incluyó en el mismo género Homo a una segunda especie, Homo troglodytes, para designar a los chimpancés. Sin haber visto nunca uno, incluso propuso una tercera especie hipotética, Homo caudatus, el hombre con cola, de dudosa adscripción entre los humanos y los simios. Fue una manera elegante de decir que, quizás, el abismo que creemos separar de los monos no es más que una diferencia de marketing evolutivo.

De Galeno a Tarzán

Linneo no fue el primero en sospecharlo. Más de mil quinientos años antes, el médico griego Galeno había diseccionado animales para comparar sus anatomías. Concluyó que el mono era “muy semejante al hombre en vísceras, músculos, venas y huesos”. Una observación modesta pero demoledora. Desde entonces, la biología ha ido confirmando lo que la intuición ya sabía: que compartimos demasiado con nuestros parientes peludos como para mirarlos por encima del hombro.

Puestos en el árbol de la vida, los humanos estamos cómodamente instalados entre los vertebrados —junto a gorriones, ballenas y lagartos—, más concretamente entre los mamíferos, esos animales de sangre caliente con glándulas mamarias y cierta tendencia a la ternura. Dentro de ellos, somos primates, lo que nos emparenta con lémures, loris, tarseros y, por supuesto, con los simios antropoides.

Hasta aquí, todo es zoología básica. Pero la cuestión se complica cuando descubrimos hasta qué punto somos simios y no simplemente descendientes de ellos.

Manual práctico para reconocerse mono

Los primates compartimos un conjunto de características exclusivas: pies y manos pentadáctilos (de cinco dedos), uñas planas en lugar de garras, visión binocular, articulaciones maleables, hemisferios cerebrales generosos y, no menos importante, un pene colgante —detalle anatómico que Galeno no dejó pasar—.

Entre los grandes simios, somos más cercanos a los chimpancés y bonobos que a los orangutanes o a los gibones, y la diferencia genética con ellos es casi nula. Tenemos cerebros más grandes, menos vello, andamos erguidos y hablamos, aunque el uso que damos al lenguaje tampoco justifica del todo el apelativo de “sabios”.

Por lo demás, nuestra biología grita “primate” desde cada célula. Si uno compara nuestros cromosomas con los de un chimpancé, encontrará que el 98,4% de nuestro genoma es idéntico. Lo cual significa, en términos biológicos, que el pariente más cercano de Chita no era King Kong, sino Tarzán.

De la morfología al genoma

Durante siglos, los naturalistas clasificaron a las especies basándose en su aspecto externo: tamaño, pelaje, forma de las mandíbulas. Era un método elegante pero limitado. A partir del siglo XX, la taxonomía se volvió molecular. El parentesco se empezó a medir no por la forma del cráneo, sino por la secuencia de bases nitrogenadas del ADN.

Los resultados fueron, en cierto modo, humillantes. Orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos forman una familia tan íntima que los ornitólogos Charles Sibley y John Ahlquist demostraron que dos especies de pájaros mosquiteros son genéticamente más diferentes entre sí que nosotros respecto a los chimpancés. En resumen: hay más distancia genética entre dos gorriones que entre tú y un bonobo.

De hecho, si la clasificación se hiciera con estricta lógica biológica, deberíamos llamarnos Homo troglodytes o, por lo menos, admitir que los chimpancés y bonobos son también Homo. La división entre “ellos” y “nosotros” es, más que científica, un acto de orgullo de especie.

Un club selecto (y un poco hipócrita)

Actualmente, la zoología reconoce siete especies de homínidos vivas: dos de chimpancés (Pan troglodytes y P. paniscus), dos de gorilas (Gorilla gorilla y G. beringei), dos de orangutanes (Pongo pygmaeus y P. abelii), y una de humanos con pretensiones. Todos descendemos de un ancestro común que vivió hace unos seis millones de años, cuando un grupo de primates africanos decidió bajarse de los árboles y probar suerte a pie.

Esa apuesta nos condujo al fuego, al arte, a la agricultura y, finalmente, a los talk shows. Pero si uno repasa la estadística, no parece que la inteligencia haya sido el salto cuántico que imaginamos. Seguimos siendo mamíferos sociales, territoriales y jerárquicos, propensos a la violencia y a las exhibiciones absurdas.

Lo único que nos distingue verdaderamente del resto de primates es que hemos aprendido a usar la tecnología para amplificar nuestras tonterías. Ningún chimpancé, hasta donde sabemos, ha destruido su propio hábitat por pura codicia. Ningún gorila ha inventado las finanzas derivadas ni los reality shows.

El problema no es ser un primate; el problema es haberlo olvidado. Nuestra arrogancia biológica nos hace creer que ocupamos un lugar central en la creación, que el universo conspira para complacernos. Y, sin embargo, la biología insiste en recordarnos que somos apenas una variante reciente del mono africano.

Llevamos dentro el legado del grupo: el tribalismo, el machismo, la territorialidad. Cuando en las redes sociales se desata una pelea o en un estadio alguien lanza una botella, basta mirar un documental de chimpancés para descubrir que los patrones son los mismos. Solo cambia el decorado.

La diferencia entre un Homo sapiens y un Pan troglodytes no está en la moral, sino en la capacidad de racionalizar el instinto. Nosotros también mordemos, solo que lo hacemos con argumentos.

Primus inter pares

Linneo, en el fondo, lo sospechaba: el ser humano no es la esencia del designio universal, sino un mamífero con ínfulas. Su genialidad fue incluirnos en el mismo catálogo que los simios, algo que muchos siglos de filosofía no habían osado hacer.

Si abandonáramos el antropocentrismo, aceptaríamos que somos solo una rama más del árbol de los primates. Que no descendemos del chimpancé, sino que somos chimpancés que aprendieron a escribir tratados de moral y a lanzar cohetes. Que la diferencia entre una tribu de babuinos y una reunión del G7 no es evolutiva, sino protocolaria.

Nos seguimos llamando Homo sapiens, pero quizá el nombre más honesto sería Homo presuntuosus. Hasta que no aprendamos a comportarnos como “sabios”, será mejor recordar que, en la gran familia de los simios, seguimos siendo lo que siempre fuimos: el primus inter pares, el primero entre iguales, y no necesariamente el mejor.

*** Una versión de este artículo la publiqué el 31/12/2009  en este mismo blog con el título "Chita, Tarzán y el primus interpares".