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domingo, 16 de noviembre de 2025

LOS ANTICONCEPTIVOS QUE INVENTARON NUESTROS ANCESTROS

 

Si uno mira la estantería de una farmacia moderna —preservativos de colores, píldoras con nombres futuristas y dispositivos intrauterinos que parecen arte minimalista— pensaría que la anticoncepción es un invento reciente, fruto de laboratorios con bata, microscopio y aire acondicionado. Pero basta abrir unos cuantos papiros polvorientos o ciertos tratados médicos antiguos para descubrir algo que desconcierta y divierte a partes iguales: la humanidad lleva miles de años intentando evitar embarazos y lo ha hecho con una creatividad que cualquier farmacéutica moderna envidiaría en secreto.

En realidad, la idea de controlar la reproducción es casi tan antigua como el propio sexo. Los griegos, los egipcios y los romanos —que sabían vivir, guerrear y filosofar con una soltura insultante— también sabían que el acto amatorio, tan placentero él, traía consecuencias logísticas que convenía gestionar. Y, aunque no tenían látex, hormonas sintéticas ni prospectos llenos de advertencias desconcertantes, sí tenían imaginación, a veces peligrosa, a veces brillante, casi siempre sorprendente.

El método más viejo de todos es también el más intuitivo: el coitus interruptus. El propio nombre en latín delata su popularidad en Roma. Uno de sus defensores más visibles fue Sorano de Éfeso, médico del siglo II y hoy considerado padre de la ginecología. Sorano, que sabía mucho de anatomía, pero quizá menos de sincronización, recomendaba este método dejando claro que la responsabilidad de retirarse a tiempo —un acto que exige la precisión de un concertista— debía recaer en la mujer. Su propuesta añadía un detalle coreográfico inolvidable: después del coito, la mujer debía ponerse en cuclillas y provocarse un estornudo para expulsar cualquier resto de “semillita masculina”. La eficacia de tan pintoresca maniobra es discutible; su aportación cómica, innegable.

Los romanos, sin embargo, no se conformaban con confiarlo todo a reflejos rápidos y estornudos. También fabricaban sus propios ungüentos anticonceptivos. Sorano describe una receta compuesta por aceite de oliva, miel y resina de cedro. Vista la mezcla, parece más apropiada para un desayuno campestre, pero en realidad aspiraba a impedir embarazos. El aceite probablemente aportaba poco más que lubricación —que nunca viene mal—, pero la miel y la resina sí podían afectar a la movilidad de los espermatozoides. Además, las mujeres bebían infusiones de plantas como la ruda, el mirto o la mirra, conocidas desde la Antigüedad por alterar el ciclo menstrual o provocar contracciones. No era ciencia moderna, pero sí un conocimiento empírico bastante fino: una farmacología primaria sin microscopios, nacida de la observación y la necesidad.

Pero si Roma tenía imaginación, Egipto tenía un máster. El famoso Papiro Ebers, uno de los textos médicos más antiguos conservados, describe un método anticonceptivo supuestamente eficaz durante tres años. Tres años sin embarazo en pleno siglo XVI antes de Cristo es una afirmación lo bastante audaz como para levantar una ceja moderna. Su secreto consistía en impregnar un tampón con una mezcla de puntas de acacia, dátiles y miel. Puede sonar arbitrario, incluso bucólico, pero resulta que la acacia contiene goma arábiga, que al fermentar produce ácido láctico, un auténtico espermicida natural. Sin saberlo, habían creado el equivalente a un gel anticonceptivo miles de años antes de que existieran los laboratorios europeos.

Otros papiros, como el de Lahun, proponen soluciones mucho más extremas. Una de las recetas más citadas incluye leche agria, miel y excremento de cocodrilo. Sí, excremento de cocodrilo, como lo oye. A estas alturas cualquier persona sensata estaría ya bastante decidida a preferir el embarazo antes que tal brebaje, pero en su defensa conviene decir que los excrementos tienen un pH alcalino que podría interferir con la viabilidad del semen. Sumado a la viscosidad de la miel y a la acidez de la leche agria, la mezcla tenía cierta lógica química primitiva, aunque hoy no supere ninguna prueba sanitaria. Es uno de esos hallazgos históricos que se leen con fascinación… y con una resolución firme de no reproducirlos jamás.

Por extraordinario que parezca, la Antigüedad tampoco era ajena a la idea de introducir dispositivos físicos para evitar embarazos. Hipócrates —sí, el padre de la medicina, ese cuyo nombre aparece en juramentos solemnes— ya describía que colocar un objeto en el interior del útero podía evitar la concepción. No sabemos qué opinaban sus pacientes, pero el método funcionaba lo suficiente como para perpetuarse. En el mundo grecorromano se usaban bolas de lana empapadas en vino, miel, resinas u otros líquidos más o menos astringentes, colocadas de forma similar a un diafragma primitivo. Eran incómodas y probablemente poco higiénicas, pero marcaban el principio conceptual de lo que miles de años después llamaríamos un DIU o un pessarium.

Más aún: durante siglos, los pastores introdujeron pequeños objetos en el útero de camellas y ovejas para controlar su fertilidad durante largos trayectos. Nadie lo llamaba dispositivo intrauterino, pero era exactamente eso. La sorpresa no es que funcionara, sino que los humanos tardaran tanto en replicarlo de forma segura para su propia especie.

La anticoncepción no era solo un asunto íntimo: también tenía implicaciones políticas. El dictador romano Lucio Cornelio Sila, preocupado por la baja natalidad del siglo I a.C., prohibió ciertos métodos anticonceptivos y abortivos. Resulta irónico comprobar que dos mil años después seguimos debatiendo en parlamentos y tertulias exactamente las mismas cuestiones: quién decide, quién controla, quién legisla. La historia demuestra que ningún debate humano es verdaderamente nuevo, solo cambia de escenario.

Mirados desde la comodidad del siglo XXI, estos métodos antiguos parecen una mezcla de superstición, ciencia accidental y audacia temeraria. Pero lo sorprendente es cuántos de sus principios eran correctos. La acacia producía ácido láctico. Algunas hierbas tenían efectos hormonales. Las barreras físicas funcionaban entonces igual que ahora. Incluso los mejunjes más repugnantes tenían algún fundamento químico rudimentario, por débil que fuera.

Hay algo profundamente humano en todo ello. En ausencia de tecnología, nuestros antepasados recurrían a lo que tenían: plantas, animales, intuición, ensayo y error. Y aunque hoy nos parezcan extravagantes, muchos de estos métodos contienen los primeros destellos de lo que luego se convertiría en farmacología, ginecología y planificación familiar. En cierto modo, forman la prehistoria de nuestra ciencia reproductiva.

Quizá la mayor enseñanza sea que la anticoncepción no es una invención moderna sino una necesidad ancestral que cada cultura afrontó con las herramientas disponibles. Lo que hoy resolvemos con látex, hormonas o metal moldeado, hace tres mil años lo resolvían con miel, acacia y una determinación admirable. Y aunque a veces resulte tentador juzgar sus métodos desde nuestra perspectiva sanitaria, conviene recordar que gracias a ellos —y a su imaginación a prueba de cocodrilos— la humanidad aprendió poco a poco a regular algo tan fundamental como su propia capacidad de reproducirse.

A fin de cuentas, controlar la fertilidad ha sido siempre un acto de supervivencia y, en su forma más rudimentaria, también un acto de brillantez. La conexión entre una civilización que mezcla dátiles con resina y otra que desarrolla píldoras de última generación es más directa de lo que podría parecer. Lo único que ha cambiado, en realidad, es el repertorio de ingredientes. Gracias a todas las divinidades, ya no se usa excremento de cocodrilo.