Si uno mira la estantería de una
farmacia moderna —preservativos de colores, píldoras con nombres futuristas y
dispositivos intrauterinos que parecen arte minimalista— pensaría que la
anticoncepción es un invento reciente, fruto de laboratorios con bata,
microscopio y aire acondicionado. Pero basta abrir unos cuantos papiros
polvorientos o ciertos tratados médicos antiguos para descubrir algo que
desconcierta y divierte a partes iguales: la humanidad lleva miles de años
intentando evitar embarazos y lo ha hecho con una creatividad que cualquier
farmacéutica moderna envidiaría en secreto.
En realidad, la idea de controlar
la reproducción es casi tan antigua como el propio sexo. Los griegos, los
egipcios y los romanos —que sabían vivir, guerrear y filosofar con una soltura
insultante— también sabían que el acto amatorio, tan placentero él, traía
consecuencias logísticas que convenía gestionar. Y, aunque no tenían látex,
hormonas sintéticas ni prospectos llenos de advertencias desconcertantes, sí
tenían imaginación, a veces peligrosa, a veces brillante, casi siempre
sorprendente.
El método más viejo de todos es
también el más intuitivo: el coitus interruptus. El propio nombre en
latín delata su popularidad en Roma. Uno de sus defensores más visibles fue
Sorano de Éfeso, médico del siglo II y hoy considerado padre de la ginecología.
Sorano, que sabía mucho de anatomía, pero quizá menos de sincronización,
recomendaba este método dejando claro que la responsabilidad de retirarse a
tiempo —un acto que exige la precisión de un concertista— debía recaer en la
mujer. Su propuesta añadía un detalle coreográfico inolvidable: después del
coito, la mujer debía ponerse en cuclillas y provocarse un estornudo para
expulsar cualquier resto de “semillita masculina”. La eficacia de tan
pintoresca maniobra es discutible; su aportación cómica, innegable.
Los romanos, sin embargo, no se
conformaban con confiarlo todo a reflejos rápidos y estornudos. También
fabricaban sus propios ungüentos anticonceptivos. Sorano describe una receta
compuesta por aceite de oliva, miel y resina de cedro. Vista la mezcla, parece
más apropiada para un desayuno campestre, pero en realidad aspiraba a impedir
embarazos. El aceite probablemente aportaba poco más que lubricación —que nunca
viene mal—, pero la miel y la resina sí podían afectar a la movilidad de los
espermatozoides. Además, las mujeres bebían infusiones de plantas como la ruda,
el mirto o la mirra, conocidas desde la Antigüedad por alterar el ciclo
menstrual o provocar contracciones. No era ciencia moderna, pero sí un
conocimiento empírico bastante fino: una farmacología primaria sin
microscopios, nacida de la observación y la necesidad.
Pero si Roma tenía imaginación,
Egipto tenía un máster. El famoso Papiro Ebers, uno de los textos
médicos más antiguos conservados, describe un método anticonceptivo
supuestamente eficaz durante tres años. Tres años sin embarazo en pleno siglo
XVI antes de Cristo es una afirmación lo bastante audaz como para levantar una
ceja moderna. Su secreto consistía en impregnar un tampón con una mezcla de
puntas de acacia, dátiles y miel. Puede sonar arbitrario, incluso bucólico,
pero resulta que la acacia contiene goma arábiga, que al fermentar produce
ácido láctico, un auténtico espermicida natural. Sin saberlo, habían creado el
equivalente a un gel anticonceptivo miles de años antes de que existieran los
laboratorios europeos.
Otros papiros, como el de Lahun,
proponen soluciones mucho más extremas. Una de las recetas más citadas incluye
leche agria, miel y excremento de cocodrilo. Sí, excremento de cocodrilo, como
lo oye. A estas alturas cualquier persona sensata estaría ya bastante decidida
a preferir el embarazo antes que tal brebaje, pero en su defensa conviene decir
que los excrementos tienen un pH alcalino que podría interferir con la
viabilidad del semen. Sumado a la viscosidad de la miel y a la acidez de la
leche agria, la mezcla tenía cierta lógica química primitiva, aunque hoy no
supere ninguna prueba sanitaria. Es uno de esos hallazgos históricos que se
leen con fascinación… y con una resolución firme de no reproducirlos jamás.
Por extraordinario que parezca,
la Antigüedad tampoco era ajena a la idea de introducir dispositivos físicos
para evitar embarazos. Hipócrates —sí, el padre de la medicina, ese cuyo nombre
aparece en juramentos solemnes— ya describía que colocar un objeto en el
interior del útero podía evitar la concepción. No sabemos qué opinaban sus
pacientes, pero el método funcionaba lo suficiente como para perpetuarse. En el
mundo grecorromano se usaban bolas de lana empapadas en vino, miel, resinas u
otros líquidos más o menos astringentes, colocadas de forma similar a un
diafragma primitivo. Eran incómodas y probablemente poco higiénicas, pero
marcaban el principio conceptual de lo que miles de años después llamaríamos un
DIU o un pessarium.
Más aún: durante siglos, los
pastores introdujeron pequeños objetos en el útero de camellas y ovejas para
controlar su fertilidad durante largos trayectos. Nadie lo llamaba dispositivo
intrauterino, pero era exactamente eso. La sorpresa no es que funcionara, sino
que los humanos tardaran tanto en replicarlo de forma segura para su propia
especie.
La anticoncepción no era solo un
asunto íntimo: también tenía implicaciones políticas. El dictador romano Lucio
Cornelio Sila, preocupado por la baja natalidad del siglo I a.C., prohibió
ciertos métodos anticonceptivos y abortivos. Resulta irónico comprobar que dos
mil años después seguimos debatiendo en parlamentos y tertulias exactamente las
mismas cuestiones: quién decide, quién controla, quién legisla. La historia
demuestra que ningún debate humano es verdaderamente nuevo, solo cambia de
escenario.
Mirados desde la comodidad del
siglo XXI, estos métodos antiguos parecen una mezcla de superstición, ciencia
accidental y audacia temeraria. Pero lo sorprendente es cuántos de sus
principios eran correctos. La acacia producía ácido láctico. Algunas hierbas
tenían efectos hormonales. Las barreras físicas funcionaban entonces igual que
ahora. Incluso los mejunjes más repugnantes tenían algún fundamento químico
rudimentario, por débil que fuera.
Hay algo profundamente humano en
todo ello. En ausencia de tecnología, nuestros antepasados recurrían a lo que
tenían: plantas, animales, intuición, ensayo y error. Y aunque hoy nos parezcan
extravagantes, muchos de estos métodos contienen los primeros destellos de lo
que luego se convertiría en farmacología, ginecología y planificación familiar.
En cierto modo, forman la prehistoria de nuestra ciencia reproductiva.
Quizá la mayor enseñanza sea que
la anticoncepción no es una invención moderna sino una necesidad ancestral que
cada cultura afrontó con las herramientas disponibles. Lo que hoy resolvemos
con látex, hormonas o metal moldeado, hace tres mil años lo resolvían con miel,
acacia y una determinación admirable. Y aunque a veces resulte tentador juzgar
sus métodos desde nuestra perspectiva sanitaria, conviene recordar que gracias
a ellos —y a su imaginación a prueba de cocodrilos— la humanidad aprendió poco
a poco a regular algo tan fundamental como su propia capacidad de reproducirse.
A fin de cuentas, controlar la fertilidad ha sido siempre un acto de supervivencia y, en su forma más rudimentaria, también un acto de brillantez. La conexión entre una civilización que mezcla dátiles con resina y otra que desarrolla píldoras de última generación es más directa de lo que podría parecer. Lo único que ha cambiado, en realidad, es el repertorio de ingredientes. Gracias a todas las divinidades, ya no se usa excremento de cocodrilo.