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domingo, 16 de noviembre de 2025

Microbios felices, gases honestos... y controlados

 

Si algo he aprendido viajando por este planeta lleno de criaturas maravillosas —desde ornitorrincos sin estómago hasta tomates que evolucionan en marcha atrás— es que la naturaleza nunca deja de regalarnos motivos para una reflexión profunda. Y pocas cosas invitan tanto a la reflexión como el humilde pedo.

Sí, lo sé. No es un tema que figure en las cenas elegantes ni en los coloquios científicos televisados, pero basta observar a cualquier familia humana después de un cocido para darse cuenta de que es una fuerza universal, democrática y revestida de un rigor físico incontestable. Es, en cierto modo, un pequeño recordatorio de que todos compartimos la misma arquitectura intestinal, por distinguidos que pretendamos parecer.

En condiciones normales, una persona bien alimentada expulsa —casi siempre sin darse cuenta— hasta litro y medio de gases al día, repartidos en unos diez o veinte gestos sonoros (o silenciosos) de liberación interna. A mí me parece prodigioso. Somos máquinas discretas de ventilación atmosférica, capaces de inflar un globo de cumpleaños y de arruinarlo en el mismo instante. Se necesita cierto talento para combinar eficiencia biológica con una comicidad tan inherente.

Lo más bonito del pedo —y hay belleza en todas partes si uno mira con cariño— es que está compuesto en un 99% por gases perfectamente nobles: nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono, hidrógeno y metano. Aire de primera calidad. Si uno pudiera embotellarlo y venderlo como mezcla respiratoria quizá ganaría una fortuna, hasta que los consumidores notaran ese indescriptible “toque personal” del 1% restante. Porque ese último uno por ciento, formado sobre todo por derivados del azufre como el sulfuro de hidrógeno, es el responsable de que los pedos no pasen desapercibidos en ascensores, cines, reuniones laborales o visitas al Museo del Prado.

Desde un punto de vista anatómico, la cosa es simple. Poseemos un tubo digestivo extraordinariamente fértil, repleto de miles de millones de bacterias que se comportan como un equipo de microobreros hiperactivos. Uno les pasa una zanahoria y, como si fuera materia prima recién llegada a una fábrica soviética, la transforman en nutrientes, energía y, por supuesto, gas. Mucho gas. Y, como cualquier turista que haya comido una fabada asturiana puede atestiguar, algunas materias primas producen más gas que otras.

Las crucíferas —brócoli, coles de Bruselas, rúcula, coliflor— suelen llevarse la mala fama, cuando en realidad no actúan solas. Las legumbres, por ejemplo, son especialistas en crear huracanes internos; pero también actúan en la sombra otros actores inesperados: las manzanas, los melocotones, las cebollas, las zanahorias y esos cereales integrales tan bienintencionados que parecen diseñados por un dietista con vocación de dinamitero. Y luego están los edulcorantes artificiales, esas moléculas de extraña anatomía que el intestino mira con aire de “yo eso no lo proceso”, y que las bacterias acogen como si se tratara de la noche de Año Nuevo.

El caso es que estos carbohidratos no digeribles descienden por el tubo digestivo como turistas desorientados hasta el colon, donde los microbios los reciben con entusiasmo. Cada molécula que rompen es un soplo de vida… y un soplo calentito a secas. En definitiva: los pedos son el precio que pagamos por tener un microbioma sano, un pequeño tributo gaseoso por mantener contentas a las bacterias que nos mantienen vivos. Y, siendo honestos, dadas todas las cosas que podrían salir mal en la vida, pagar en pedos no parece un precio demasiado alto.

Para los que disfrutan de las legumbres, pero no de los efectos secundarios, la cocina actúa como una especie de filtro químico: calentar las verduras y remojar las judías ayuda a descomponer parte de esos carbohidratos rebeldes. Y, por favor, ni se os ocurra comer legumbres crudas: contienen lectinas, moléculas capaces de mandar al traste cualquier trato cordial entre intestino y ser humano, y de convertir una cena inocente en un incidente diplomático.

A estas alturas, y ya que hablamos sin pudor de cuestiones humanas tan universales, es buen momento para recordar que Francisco de Quevedo escribió un poema entero dedicado al pedo, que quizá sea la pieza literaria más honesta del Siglo de Oro. Lo que me impresiona no es tanto su contenido —que también— sino la certeza de que podía recitarlo en público sin perder el prestigio. Hoy uno intenta bromear sobre flatulencias en un acto académico y corre el riesgo de perder la cátedra, los amigos y la herencia familiar. Quevedo, en cambio, hacía carrera literaria con ello.

Pero dejemos a los clásicos y a Quevedo en su glorieta y avancemos al siglo XX, a un momento que marcó a toda una generación: la aparición del señor Creosota en El sentido de la vida de los Monty Python. Si lo has visto, lo recuerdas. Si no, imagínate a un hombre tan hinchado que parece un globo aerostático con licencia de almacén de ultramarinos. Tras devorar todos los platos imaginables, el maître —John Cleese en su máxima expresión de flema británica— le ofrece “una fina oblea de menta”. Una galletita mínima, una hoja simbólica. El hombre acepta. Y entonces, por supuesto, explota como una supernova gastrointestinal.

La escena es repugnante, brillante y científicamente reveladora, porque las mentas después de las comidas no son un capricho culinario. Son, en esencia, pequeñas herramientas diplomáticas del aparato digestivo. Una especie de Naciones Unidas del intestino, un clarinete del sistema digestivo.

La menta contiene mentol, un compuesto con propiedades carminativas. En español llano: ayuda a expulsar gases sin montar un espectáculo. Relaja suavemente el esfínter, de manera que el aire sale como una melodía discreta y no como artillería pesada. En términos musicales, convierte el intestino en un clarinete en vez de un saxofón. Es una transformación notable, como si un oso apareciera de pronto tocando un violín.

No es de extrañar que civilizaciones enteras la adoptaran como aliada digestiva: los griegos la tomaban tras las comidas, los árabes la mezclaban con té, los monjes medievales la cultivaban junto al romero y la salvia como quien cría instrumentos de cuerda. La humanidad ha depositado en la menta más esperanzas digestivas que en buena parte de la farmacopea histórica.

Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

En la vida real, por suerte, nadie estalla tras una oblea de menta, aunque más de uno haya estado cerca en bodas, bautizos y cenas navideñas. Una infusión de menta, un paseo corto o evitar tumbarse justo después de comer suelen bastar para que el gas se reorganice y abandone tu cuerpo por vía diplomática. Cuando lo piensas, es un mecanismo extraordinario: un sistema de ventilación interna que se autorregula con un poco de ejercicio y una hoja aromática.

Y aquí es donde uno llega inevitablemente a una conclusión sencilla y reconfortante: llevar un intestino lleno de microbios felices significa producir gases. Y producir gases significa estar vivo. Es una ley natural, tan firme como la gravedad y tan inevitable como el pago de impuestos o con vestir pijama cuando se teletrabaja.

Así que brindemos por el pedo: compañero de viajes, señal de buena salud digestiva y protagonista anónimo de tantos momentos cotidianos. Y, ya que estamos, brindemos también por la menta, que evita que esos momentos se conviertan en una recreación no autorizada del señor Creosota. Porque, con todos mis respetos, no creo que el mundo esté preparado para más explosiones en bares, mesones y restaurantes.

*Para mis lectores asiduos, una versión menos jocosa de este texto fue publicada en sendos artículos anteriores de este blog: El innombrable efecto de algunas verduras y la oda al pedo,La menta, el señor Creosota y la ciencia de los pedos.