Si algo he aprendido viajando por
este planeta lleno de criaturas maravillosas —desde ornitorrincos sin estómago
hasta tomates que evolucionan en marcha atrás— es que la naturaleza nunca deja
de regalarnos motivos para una reflexión profunda. Y pocas cosas invitan tanto
a la reflexión como el humilde pedo.
Sí, lo sé. No es un tema que
figure en las cenas elegantes ni en los coloquios científicos televisados, pero
basta observar a cualquier familia humana después de un cocido para darse
cuenta de que es una fuerza universal, democrática y revestida de un rigor
físico incontestable. Es, en cierto modo, un pequeño recordatorio de que todos
compartimos la misma arquitectura intestinal, por distinguidos que pretendamos
parecer.
En condiciones normales, una
persona bien alimentada expulsa —casi siempre sin darse cuenta— hasta litro y
medio de gases al día, repartidos en unos diez o veinte gestos sonoros (o
silenciosos) de liberación interna. A mí me parece prodigioso. Somos máquinas
discretas de ventilación atmosférica, capaces de inflar un globo de cumpleaños
y de arruinarlo en el mismo instante. Se necesita cierto talento para combinar
eficiencia biológica con una comicidad tan inherente.
Lo más bonito del pedo —y hay
belleza en todas partes si uno mira con cariño— es que está compuesto en un 99%
por gases perfectamente nobles: nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono,
hidrógeno y metano. Aire de primera calidad. Si uno pudiera embotellarlo y
venderlo como mezcla respiratoria quizá ganaría una fortuna, hasta que los
consumidores notaran ese indescriptible “toque personal” del 1% restante.
Porque ese último uno por ciento, formado sobre todo por derivados del azufre
como el sulfuro de hidrógeno, es el responsable de que los pedos no pasen
desapercibidos en ascensores, cines, reuniones laborales o visitas al Museo del
Prado.
Desde un punto de vista
anatómico, la cosa es simple. Poseemos un tubo digestivo extraordinariamente
fértil, repleto de miles de millones de bacterias que se comportan como un
equipo de microobreros hiperactivos. Uno les pasa una zanahoria y, como si fuera
materia prima recién llegada a una fábrica soviética, la transforman en
nutrientes, energía y, por supuesto, gas. Mucho gas. Y, como cualquier turista
que haya comido una fabada asturiana puede atestiguar, algunas materias primas producen
más gas que otras.
Las crucíferas —brócoli, coles de
Bruselas, rúcula, coliflor— suelen llevarse la mala fama, cuando en realidad no
actúan solas. Las legumbres, por ejemplo, son especialistas en crear huracanes
internos; pero también actúan en la sombra otros actores inesperados: las
manzanas, los melocotones, las cebollas, las zanahorias y esos cereales
integrales tan bienintencionados que parecen diseñados por un dietista con
vocación de dinamitero. Y luego están los edulcorantes artificiales, esas
moléculas de extraña anatomía que el intestino mira con aire de “yo eso no lo
proceso”, y que las bacterias acogen como si se tratara de la noche de Año
Nuevo.
El caso es que estos
carbohidratos no digeribles descienden por el tubo digestivo como turistas
desorientados hasta el colon, donde los microbios los reciben con entusiasmo.
Cada molécula que rompen es un soplo de vida… y un soplo calentito a secas. En
definitiva: los pedos son el precio que pagamos por tener un microbioma sano,
un pequeño tributo gaseoso por mantener contentas a las bacterias que nos
mantienen vivos. Y, siendo honestos, dadas todas las cosas que podrían salir
mal en la vida, pagar en pedos no parece un precio demasiado alto.
Para los que disfrutan de las
legumbres, pero no de los efectos secundarios, la cocina actúa como una especie
de filtro químico: calentar las verduras y remojar las judías ayuda a
descomponer parte de esos carbohidratos rebeldes. Y, por favor, ni se os ocurra
comer legumbres crudas: contienen lectinas, moléculas capaces de mandar al
traste cualquier trato cordial entre intestino y ser humano, y de convertir una
cena inocente en un incidente diplomático.
A estas alturas, y ya que
hablamos sin pudor de cuestiones humanas tan universales, es buen momento para
recordar que Francisco de Quevedo escribió un poema entero dedicado al pedo, que
quizá sea la pieza literaria más honesta del Siglo de Oro. Lo que me impresiona
no es tanto su contenido —que también— sino la certeza de que podía recitarlo
en público sin perder el prestigio. Hoy uno intenta bromear sobre flatulencias
en un acto académico y corre el riesgo de perder la cátedra, los amigos y la
herencia familiar. Quevedo, en cambio, hacía carrera literaria con ello.
Pero dejemos a los clásicos y a
Quevedo en su glorieta y avancemos al siglo XX, a un momento que marcó a toda
una generación: la aparición del señor Creosota en El sentido de la vida
de los Monty Python. Si lo has visto, lo recuerdas. Si no, imagínate a un
hombre tan hinchado que parece un globo aerostático con licencia de almacén de
ultramarinos. Tras devorar todos los platos imaginables, el maître —John Cleese
en su máxima expresión de flema británica— le ofrece “una fina oblea de menta”.
Una galletita mínima, una hoja simbólica. El hombre acepta. Y entonces, por
supuesto, explota como una supernova gastrointestinal.
La escena es repugnante,
brillante y científicamente reveladora, porque las mentas después de las
comidas no son un capricho culinario. Son, en esencia, pequeñas herramientas
diplomáticas del aparato digestivo. Una especie de Naciones Unidas del intestino,
un clarinete del sistema digestivo.
La menta contiene mentol, un
compuesto con propiedades carminativas. En español llano: ayuda a expulsar
gases sin montar un espectáculo. Relaja suavemente el esfínter, de manera que
el aire sale como una melodía discreta y no como artillería pesada. En términos
musicales, convierte el intestino en un clarinete en vez de un saxofón. Es una
transformación notable, como si un oso apareciera de pronto tocando un violín.
No es de extrañar que
civilizaciones enteras la adoptaran como aliada digestiva: los griegos la
tomaban tras las comidas, los árabes la mezclaban con té, los monjes medievales
la cultivaban junto al romero y la salvia como quien cría instrumentos de cuerda.
La humanidad ha depositado en la menta más esperanzas digestivas que en buena
parte de la farmacopea histórica.
Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.
En la vida real, por suerte,
nadie estalla tras una oblea de menta, aunque más de uno haya estado cerca en
bodas, bautizos y cenas navideñas. Una infusión de menta, un paseo corto o
evitar tumbarse justo después de comer suelen bastar para que el gas se reorganice
y abandone tu cuerpo por vía diplomática. Cuando lo piensas, es un mecanismo
extraordinario: un sistema de ventilación interna que se autorregula con un
poco de ejercicio y una hoja aromática.
Y aquí es donde uno llega
inevitablemente a una conclusión sencilla y reconfortante: llevar un intestino
lleno de microbios felices significa producir gases. Y producir gases significa
estar vivo. Es una ley natural, tan firme como la gravedad y tan inevitable
como el pago de impuestos o con vestir pijama cuando se teletrabaja.
Así que brindemos por el pedo:
compañero de viajes, señal de buena salud digestiva y protagonista anónimo de
tantos momentos cotidianos. Y, ya que estamos, brindemos también por la menta,
que evita que esos momentos se conviertan en una recreación no autorizada del
señor Creosota. Porque, con todos mis respetos, no creo que el mundo esté
preparado para más explosiones en bares, mesones y restaurantes.
*Para mis lectores asiduos, una versión menos jocosa de este texto fue publicada en sendos artículos anteriores de este blog: El innombrable efecto de algunas verduras y la oda al pedo, y La menta, el señor Creosota y la ciencia de los pedos.
