Como casi todo el mundo ignora, (yo
incluido) el proceso de transformación de gel a líquido por agitación se llama
tixotropía. Sentada esta base fisicoquímica, vayamos al grano.
El pasado 19 de septiembre, sin
falta, como de costumbre, se produjo el milagro. En la catedral de Nápoles, la
sangre coagulada de San Gennaro repitió la milagrosa licuefacción que sucede
otras dos veces al año desde 1389. En eso de cambiar de estado, la sangre del
mártir italiano triplica la capacidad de San Pantaleón cuya hemoglobina, como
un reloj suizo, transmuta su estado en Madrid cada 26 de julio desde hace 400
años.
San Gennaro y San Pantaleón
siguieron trayectorias tan parecidas que algunos impíos sostienen que alguien
dio gato por liebre a la cristiandad desdoblando un único individuo en dos
santos. Dos por uno y me ahorro inventar una biografía para cada uno, debió
pensar algún fraile allá por la Edad Media, cuando se disparó el comercio de
las reliquias, un excelente negocio tratado por Juan Eslava Galán en su
documentado y, pese a ello, desternillante El fraude de la sábana santa y
las reliquias de Cristo.
La breve vida de San Pantaleón no
es moco de pavo si creemos a sus turiferarios de Catholic.net, unos piadosos
apologéticos que han inflado ad infinitum lo poco que sabemos de él:
siendo generosos, apenas unas líneas en un manuscrito del siglo VI que (dicen)
está en el Museo Británico aunque allí no les conste, circunstancia que no debe
extrañarnos dada la animadversión, cuando no el odio, que los malévolos
protestantes guardan al santoral católico.
Pero hagamos acto de fe y
resumamos. Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula y de una madre cristiana
cuyo nombre se ignora, se hizo médico siguiendo las peritísimas enseñanzas de
Euphrosino, al parecer un insigne médico de la época del que nada más se sabe. Sin
necesidad de realizar MIR alguno, la simpar destreza de nuestro joven Pantaleón
lo introdujo en la sanidad pública, en la que llegó a ser destacado componente
del equipo médico habitual del tetrarca Galerio Maximiano.
Más apegado a la facción paterna
que a la materna, el joven Pantaleón conoció la fe cristiana antes de dejarse
llevar por el mundo pagano en el que vivía. Sucumbió ante las tentaciones que
empiezan con unas minucias, pero debilitan a poquitos la voluntad hasta
terminar aniquilando las virtudes, lo que le llevó a la apostasía y a las
puertas del infierno.
Pero como Dios escribe derecho
con renglones torcidos, un buen cristiano llamado Hermolaos, que Dios guarde,
le abrió los ojos y, exhortándole con rara habilidad dialéctica y una capacidad
de convicción que para si quisieran los de la teletienda, le llevó al seno de
la Iglesia verdadera que vaya usted a saber cuál era a finales del siglo II,
cuando las sectas cristianas se contaban por decenas. Vuelto al redil, nuestro
joven doctor dejó las aburridas orgías paganas y montó una consulta en la que
atendía a sus pacientes en nombre del Señor… y por la patilla. Esto último le
abrió las puertas de la fama.
De la mala fama, cabría decir, porque eso de
que ejerciera de balde no era muy del agrado del ilustrísimo (y pesetero) colegio
de médicos romano. Para mantener el caché profesional y conservar la clientela,
sus colegas lo delataron traicioneramente a las autoridades judiciales, por
entonces empeñadas en cubrir los objetivos de la persecución decretada por el
malvado Diocleciano.
En colleras, como los
rejoneadores y sus respectivas cuadrillas, Pantaleón fue arrestado junto con el
didacta Hermolaos y con otros colegas cristianos, que algo debían haber hecho,
aunque sólo fuera cumplir los inescrutables designios divinos. Por razones que
se nos escapan, el cruel emperador quería salvarlo, por lo que le conminó a la
apostasía. Pantaleón no solo se negó, sino que, para demostrar la fortaleza de
su fe, procedió a curar milagrosamente a un paralítico que, con mucha chamba y
no poca precisión, pasaba ad hoc por las mazmorras imperiales sin que
conste por qué ni para qué. Ni con esas. Pantaleón y sus amigos fueron
condenados a la decapitación.
Aunque las referencias escritas a
San Pantaleón cabrían (de existir) en un papel de fumar, hete aquí que, para
chincha de los historiadores laicos, la bienintencionada peña de Catholic.net dice
poseer las actas de su martirio, las cuales, como no podía ser menos, son
pródigas en hechos milagrosos.
A pesar de la sentencia judicial
tajante (nunca mejor dicho) de decapitación, sus pérfidos verdugos no debían
tener nada mejor para entretenerse e intentaron ajusticiarlo de seis maneras
diferentes: con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, torturándolo en el potro,
atravesándolo a estocadas y, para rematar una faena que no surtía efectos,
acabaron por arrojarlo a las fieras.
Estas, probablemente procedentes
de la misma ganadería que le soltaron a San Gennaro con la misma disposición
(la sumisión), a su misma edad (29 primaveras), el mismo año (305 dC), en
idéntica plaza (Constantinopla) y con permiso de la misma autoridad (Diocleciano),
resultaron igualmente mansas y se refugiaron en tablas. A la vista del éxito,
los atónitos (es de suponer) verdugos procedieron diligentemente a decapitarlo
sin más trámites y sin mayor tropiezo que contemplar estupefactos (es otro
suponer) cómo de la yugular del mártir surgía leche en lugar de la sangre a la
que su contundente profesión los tenía acostumbrados.
En este punto quizá convendría
que alguien solventara una cuestión que puede desorientar a la grey cristiana:
¿Si el sistema circulatorio pantaleonil contenía de verdad leche, cómo diantres
se conservan ampollas con su sangre en Madrid, Constantinopla y Ravello,
localidad italiana esta última donde, para no quedarse cortos, la ampolla es
casi una bombona?
Más allá de elaboradas disputas
teológicas para las que no estamos preparados quienes practicamos la fe del
carbonero, la cuestión es importante porque, para pasmo de hematólogos y
bioquímicos, esa sangre se descuelga en Madrid cada año con el prodigio de su
licuefacción ante los miles de enfervorizados devotos que a fecha fija, como
las cigüeñas por San Blas, acuden puntualmente al Real Monasterio de la
Encarnación para observar arrobados tan peregrino acontecimiento.
La ampolla madrileña procede de
una extracción de la frasca que se guarda en la catedral de Ravello donde, como
nadie la toca, está siempre coagulada. Fue donada al monasterio madrileño junto
con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. Dotada sin duda de un
calendario interior gregoriano, cada 365 días (366 los bisiestos), la sangre se
licua la víspera del aniversario del martirio y «sin intervención humana» según
cuentan los textos monacales.
Contradiciendo por una vez
aquello de que siempre supera a la ficción, la realidad es más prosaica y lo
que sucede es lo mismo que en Nápoles: antes de exponerla ante los fieles, un ladino
oficiante toma el relicario por sus extremos y de cuando en cuando lo voltea
astutamente hacia abajo para advertir cualquier movimiento en la masa oscura de
la ampolla. Después de un intervalo de duración variable, se observa que la
masa gradualmente se separa de los lados de la ampolla, se vuelve líquida y de
un color carmesí al tiempo que aumenta su volumen. Entonces, el oficiante
anuncia el cumplimiento del milagro, se canta un Te Deum y el relicario
es llevado al altar mayor donde los arrobados beatos pueden venerarlo.
Salvo tener un altar mayor, nada
sucede que usted no pueda repetir en su casa con menos boato. Suponga que saca
un frasco de kétchup de la nevera. Tras varios intentos fallidos de extraer el
fluido enfriado, lo frota entre sus manos y lo agita. Haciéndolo, logrará subir
un poco la temperatura, deshacer el gel coagulado y lograr un líquido que,
ahora sí, sale con la presión producida por el cambio de estado. Algo similar
hacíamos con las minas de los bolis Bic en las frías escuelas de los
cincuenta: echarles el aliento calentito, frotarlos fuertemente entre las
palmas de las manos y, una vez calentada la tinta, comenzar a escribir al
dictado.
Como nunca faltan tiquismiquis
ajenos al insuperable «Creo porque es absurdo» de Tertuliano, unos descreídos
incapaces de captar lo inasible que plantean escrúpulos o reparos vanos a los
designios sobrenaturales desde una lógica materialista (que casualmente
coincide con el sentido común), un equipo de químicos italianos de la
Universidad de Pavía publicó en la prestigiosa revista Nature un artículo
en el que demuestran que el comportamiento de la supuesta sangre (supuesta,
porque los científicos sospechan que es un fluido falsificado con ciertas
arcillas coloidales del Vesubio) es habitual en fluidos denominados
no-newtonianos, que se comportan como sólidos cuando están en reposo y se
vuelven más fluidos cuando se someten a algún tipo de agitación o vibración.
Vamos, como el kétchup, la tinta de los bolis o la mayonesa sin ir más lejos.
Con menos soporte científico,
pero con no poca intuición, algún jacobino descreído y tal vez cegado por la
fobia antirreligiosa de la Ilustración ya había demostrado que la sangre se
licua a voluntad de sus custodios. En 1799, durante la ocupación napoleónica,
el milagro no se produjo en la fecha debía. Ante el temor de que el retraso
fuera una maniobra del clero para provocar una revuelta popular, el impío
general francés Championnet amenazó al oficiante con fusilarlo. La sangre del
santo se licuó inmediatamente y el sacerdote salvó el pellejo. ¡Qué cosas!