Hay capítulos de la historia de
Estados Unidos que uno imagina escritos con solemnidad, plumas de ganso y
música de cámara al fondo. Y luego están los capítulos que, francamente, huelen
a queso. No en sentido metafórico, sino literal. Uno de los más inolvidables
tiene como protagonista a Andrew Jackson, un presidente con fama de duro,
impulsivo y populista, y a un queso cheddar de más de seiscientos kilos que un
ciudadano devoto decidió enviar a la Casa Blanca. Visto desde hoy, el chusco
episodio parece sacado de una novela de Mark Twain reescrita por un bromista
con acceso a un establo.
La historia comienza en 1835,
cuando un admirador de Jackson llamado Thomas S. Meacham, granjero de calzones recios y convicciones aún más recias, decidió rendir homenaje al
presidente con un gesto patriótico: fabricar el queso más grande jamás visto en
el hemisferio occidental. No era simplemente un obsequio; era una declaración.
Un monumento comestible. Un queso-bandera. Según los cronistas de la época, el
cilindro medía casi un metro y medio de altura y pesaba lo que un buey bien
criado. Meacham añadió una corteza con estrellas, pintó la superficie con
símbolos patrióticos y lo envió a Washington con la misma gravedad con la que
otros envían estatuas.
Cuando el regalo llegó, la Casa
Blanca tuvo que improvisar una especie de operación militar para introducirlo.
Las puertas no se llevaban bien con los cilindros gigantes, así que hubo que
desmontar paneles, mover muebles y hacer rodar aquella masa monumental sobre
tablones como si fuera parte del equipaje de una expedición polar. Jackson, por
su parte, lo recibió con la seriedad de quien entiende la intención política
del gesto —o al menos hace como que la entiende—, y ordenó colocarlo en un
salón donde, a partir de ese día, comenzó a madurar con paciencia institucional.
La Casa Blanca, que en aquella
época no era un palacio de mármol sino una mansión algo húmeda y con tendencia
a acumular aromas, empezó a impregnarse de un perfume difícil de describir sin
recurrir a metáforas escatológicas por decirlo educadamente. Algunos visitantes
tocapelotas hablaban de “la fragancia de la democracia”; otros, menos poéticos,
aseguraban que entrar en aquel salón equivalía a recibir un abrazo íntimo de
una vaca en celo. Jackson, hombre acostumbrado a los efluvios de los campamentos
militares, no parecía inmutarse. Van Buren, su sucesor, un político de salónno
tuvo esa suerte.
A finales de su segundo mandato,
quizá cansado de mirar aquel cilindro que parecía observarlo con reproche,
Jackson decidió poner fin al asunto de la mejor manera que se le ocurrió: abrir
el queso al pueblo. Dicho y hecho. El 22 de febrero de 1837, Jackson anunció
una recepción pública en la Casa Blanca a la que cualquiera podía acudir, desde
senadores a vecinos curiosos que pasaran por allí. El mensaje era sencillo: «Vengan,
ciudadanos, y tomen un pedazo de democracia».
La noticia corrió como corre la
noticia de que hay comida gratis. Aquel día, los jardines se llenaron de un
gentío que parecía haberse multiplicado. Entraron familias enteras, veteranos,
curiosos, estudiantes, granjeros de paso, incluso visitantes que ni sabían muy
bien por qué estaban allí. El queso los esperaba en mitad del salón, imponente
como un tótem lácteo.
Entonces, según cuentan los
periódicos, la multitud se abalanzó sobre el queso con entusiasmo feroz.
Cuchillos, cucharones, navajas de bolsillo y utensilios difíciles de
identificar se hundieron en la enorme masa amarillenta. Literalmente se
formaron colas para cortar pedazos. Se dice que algunos se llevaron rebanadas
del tamaño de ladrillos; otros, más finos, pedían “solo un mordisco”, pero
acababan saliendo con el bolsillo lleno de envoltorios improvisados.
En cuestión de horas, lo que
había sido un monumento colosal quedó reducido a migajas y despojos malolientes.
El salón, como era de esperar, terminó convertido en un campo de batalla
alimentario: mesas volcadas, alfombras untadas, paredes manchadas y un aroma
tan poderoso que incluso los empleados que ya habían sobrevivido a la
inauguración tumultuosa de 1829 confesaron que esto habido sido peor. Mucho
peor. Pésima.
Jackson, encantado de haber
regalado al pueblo una merienda histórica, saludó a todos, se despidió con su
habitual mezcla de seriedad y teatralidad y dejó la presidencia con la
satisfacción personal del deber cumplido y la Casa Blanca oliendo a bodega
quesera. Martin Van Buren, su sucesor, entró semanas después y, según las malas
lenguas —y algunos diplomáticos con buena memoria—, el olor persistía como si
el Espíritu Santo del queso cheddar hubiera decidido instalar una delegación
permanente en la residencia presidencial.
Los historiadores llaman a este
episodio “The Big Cheese Day”, quizá porque no encontraron una forma más
digna de referirse a una jornada que combinó política, populismo, fermentación
y caos. Hay quien asegura que aquella jornada fue la inspiración remota del “Día
del Gran Queso” que aparece en uno de los episodios de la serie El ala oeste
de la Casa Blanca, en el que los asesores presidenciales reciben a
ciudadanos con causas extravagantes en una tradición ficticia basada en un
hecho real, aunque bastante más apestoso.
Lo cierto es que el episodio del
Gran Queso resume de forma magistral algo profundamente estadounidense: la
mezcla de solemnidad e informalidad, la convicción de que lo público pertenece
al pueblo y la capacidad casi heroica de convertir un gesto simbólico en un
festival gastronómico imprudente. También demuestra que, en política, un regalo
nunca es solo un regalo: puede ser una maniobra populista, una metáfora de
poder… o un problema de olores de larga duración.
Nadie ha vuelto a enviar un queso semejante a la Casa Blanca, quizá por miedo a la logística o quizá porque el Servicio Secreto no ve con buenos ojos la entrada de masas cilíndricas de origen desconocido. Pero si algún día vuelve a suceder, espero que alguien tome notas: la política estadounidense necesita de vez en cuando este tipo de episodios para recordarnos que, tras la épica constitucional, siempre late un país capaz de reírse de sí mismo… y de comerse un queso gigante a mordiscos.

