Vistas de página en total

martes, 18 de noviembre de 2025

LA PARKA ESQUIMAL QUE VENCIÓ AL HIELO SIN NECESIDAD DE GORE-TEX

 

Si uno quiere sentirse insignificante, basta con imaginarse en mitad del Ártico, de pie sobre un pedazo de hielo que cruje como dientes nerviosos y bajo un cielo tan blanco que hace sentir culpable a cualquier camiseta. En ese mundo congelado, donde un error de la vestimenta puede tener consecuencias definitivas, los pueblos indígenas desarrollaron un tipo de impermeable que deja en ridículo a nuestras chaquetas modernas. Y lo hicieron sin laboratorios, sin polímeros patentados y sin anuncios de televisión con montañistas perfectos conquistando cumbres al amanecer. Su secreto estaba en los intestinos.

Sí, con tripas, a base de intestinos. Pero antes de que la idea le provoque arcadas, conviene saber que los inupiat de Alaska, los yupik siberianos y los inuit de Groenlandia y Canadá llevaban utilizándolos miles de años para fabricar prendas impermeables y transpirables. Lo extraordinario es que lo consiguieron mucho antes de que apareciera Bob Gore, el químico estadounidense que en 1969 «inventó» el Gore-Tex y cambió para siempre el vestuario de los excursionistas modernos. Cuatro milenios antes, las costureras árticas ya jugaban en esa liga.

La clave está en la biología. Los intestinos de focas, morsas y ballenas poseen una membrana casi mágica. La superficie exterior es lo bastante densa para bloquear la lluvia y las salpicaduras de agua helada, mientras que la interior está llena de poros microscópicos que permiten el paso del vapor —es decir, del sudor—. Las gotas de agua son demasiado grandes para entrar; las moléculas de sudor son lo bastante pequeñas para escapar. El mismo principio que hace que el Gore-Tex sea Gore-Tex... solo que diseñado por la evolución y aprovechado por comunidades que observaban a la naturaleza con una meticulosidad que haría llorar de felicidad a cualquier ingeniero.

Pero saber que la materia prima es buena no basta para convertirla en ropa. Los cazadores árticos, que pasaban días enteros en kayaks mientras el mar intentaba empaparlos, necesitaban prendas ligeras, flexibles y tan herméticas como un termo. Preparar intestinos para confeccionar una parka era casi un ritual. Primero había que limpiarlos por completo, una tarea que exigía paciencia, precisión y una tolerancia a los olores que situaría a cualquiera en el Olimpo de los estómagos fuertes. Luego las costureras los lavaban de nuevo, esta vez con agua helada, y los inflaban como globos largos y traslúcidos que iban colgando al aire libre hasta que se secaban.

Parka con capucha de intestinos de mamífero marino. Las parkas de membrana de intestino testimonian una alta destreza técnica unida a un gran sentido artístico adquirido de una herencia ancestral. Los hombres y las mujeres inuits las llevaban directamente sobre el cuerpo y por debajo de sus otros trajes.

El resultado era un material extraño, ligero como el papel y sorprendentemente resistente. Para un observador moderno parecería frágil, quizá algo que uno usaría para envolver flores, no para enfrentarse a una tormenta polar. Pero los pueblos del Ártico sabían lo contrario: aquella película nacarada y flexible podía salvar vidas. Una sola tripa, ya seca, medía dos o tres metros, y las costureras las cortaban en tiras que luego cosían con una precisión que haría ruborizar al mismísimo Cifonelli.

Coser intestinos, además de paciencia, tiene su ciencia. Una costura incorrecta deja pasar agua, y, como cualquiera que haya intentado remendar un chubasquero barato sabe, una filtración de apenas un milímetro basta para convertir una prenda en un fracaso. Las costureras árticas desarrollaron técnicas quirúrgicas: solapaban tiras con exactitud geométrica, usaban hilo de tendón —resistente, flexible y fiable— y a veces sellaban las uniones con aceite de foca. Cada puntada era un acto de ingeniería empírica.

Una parka terminada podía llevar meses de trabajo, requerir intestinos de docenas de animales y contener miles de puntadas invisibles al ojo inexperto. Y, sin embargo, pesaba unos 85 gramos, lo mismo que un teléfono inteligente moderno. Imagínese una prenda más ligera que una bufanda y capaz de mantener seco a alguien mientras navega sobre aguas que podrían congelar un vaso de güisqui en segundos. Era funcional, sí, pero también extraordinariamente bella: la luz atravesaba su superficie como si estuviera hecha de vidrio esmerilado. Muchas costureras las adornaban con tiras teñidas y motivos geométricos, en un equilibrio perfecto entre arte y supervivencia.

Las parkas de tripa no eran solo ropa: eran identidad. Entre los yupik siberianos existían versiones ceremoniales con adornos que convertían a quien las llevaba en una especie de aurora boreal viviente. Durante generaciones, estas habilidades se transmitieron de madres a hijas como un tesoro familiar. Y lo eran: en un entorno donde una ola inesperada podía significar la muerte en minutos, una buena parka era tan importante como un arpón o un kayak.

Pero llegó el siglo XX, y con él la revolución sintética. El nailon, la goma impermeable y, finalmente, el Gore-Tex parecieron soluciones fáciles, rápidas y —sobre todo— comerciales. No hacía falta cazar ni dedicar meses a la costura; bastaba con comprar. En muchas comunidades, las técnicas tradicionales empezaron a desaparecer. Para finales del siglo XX apenas quedaban ancianas capaces de preparar adecuadamente una tripa o de coser las costuras sin que permitieran filtraciones.

Algunas partes del conocimiento se perdieron para siempre, como los patrones exactos de ciertas puntadas o los tipos de agujas de hueso que funcionaban mejor con cada animal. Pero no todo se desvaneció. En las últimas décadas ha surgido un movimiento de recuperación cultural que mira al pasado con orgullo y al futuro con curiosidad. En talleres comunitarios, museos y escuelas se intenta reconstruir, puntada a puntada, aquello que estuvo a punto de desaparecer.

En 2022 ocurrió algo hermoso. Un anciano sugpiaq de Cordova, Alaska, reunió a un grupo de artistas y costureras para confeccionar una parka de tripa de oso, un tipo de prenda que no se había hecho en generaciones. El proyecto llevó meses. Hubo que aprender de nuevo a limpiar las tripas sin dañarlas, a inflarlas correctamente, a secarlas sin que se agrietaran. Las agujas modernas no funcionaban como las tradicionales y hubo que improvisar herramientas. A veces el material se rompía. A veces las costuras no quedaban bien. Pero lo consiguieron: una parka nueva, tan ligera y eficaz como las que vestían los ancestros.

La experiencia demostró algo que solemos olvidar: la ciencia no siempre viene con bata blanca. A veces viene en forma de generaciones enteras observando el comportamiento de la naturaleza hasta deducir cómo aprovecharlo. Hoy, las grandes empresas de ropa invierten millones en estudiar membranas impermeables, en diseñar poros microscópicos y en crear materiales sintéticos capaces de lo que los pueblos árticos descubrieron con animales, hielo y mucha paciencia. Y aun así, muchas prendas comerciales pesan más, transpiran peor y duran menos que aquellas parkas translúcidas.

El regreso de estas técnicas tradicionales es más que una moda. Es un recordatorio de que el ingenio humano está por todas partes. Resolver un problema con lo que se tiene a mano puede ser tan brillante como inventar un polímero nuevo. Las costureras del Ártico no tenían empresas mercadotécnicas detrás. No buscaban revolucionar el mundo del montañismo. Solo querían mantener con vida a sus familias. Y, en el proceso, crearon uno de los primeros tejidos verdaderamente tecnológicos de la historia.

Hoy, en comunidades de Alaska, Siberia, Canadá y Groenlandia, se están rescatando esas habilidades antiguas. Se enseña a los jóvenes a preparar intestinos, a reconocer el grosor adecuado, a tensar una costura sin romperla. Se mezcla tradición y modernidad: algunos usan guantes quirúrgicos, otros prefieren hacerlo con las manos. Pero todos comparten la misma sensación: la de estar conectando con miles de años de ingenio acumulado.

Es fácil pensar que la tecnología avanza siempre hacia delante. Pero a veces el camino pasa por mirar atrás. Las parkas de intestinos nos recuerdan que el conocimiento humano es frágil y extraordinario, y que puede desaparecer en una sola generación si no se cuida. También nos recuerdan que los pueblos etiquetados como «primitivos» solo lo fueron en la imaginación de quienes no supieron ver su brillantez.

Quizá, la próxima vez que nos pongamos una chaqueta impermeable moderna, deberíamos pensar en aquellas costureras del Ártico cosiendo a la luz débil del invierno, transformando tripas en vida, puntada a puntada. Porque antes de que existiera el Gore-Tex, ya había una tecnología capaz de vencer al hielo. Y era, literalmente, de tripa.