Si uno quiere sentirse
insignificante, basta con imaginarse en mitad del Ártico, de pie sobre un
pedazo de hielo que cruje como dientes nerviosos y bajo un cielo tan blanco que
hace sentir culpable a cualquier camiseta. En ese mundo congelado, donde un
error de la vestimenta puede tener consecuencias definitivas, los pueblos
indígenas desarrollaron un tipo de impermeable que deja en ridículo a nuestras
chaquetas modernas. Y lo hicieron sin laboratorios, sin polímeros patentados y
sin anuncios de televisión con montañistas perfectos conquistando cumbres al
amanecer. Su secreto estaba en los intestinos.
Sí, con tripas, a base de
intestinos. Pero antes de que la idea le provoque arcadas, conviene saber que
los inupiat de Alaska, los yupik siberianos y los inuit de Groenlandia y Canadá
llevaban utilizándolos miles de años para fabricar prendas impermeables y
transpirables. Lo extraordinario es que lo consiguieron mucho antes de que
apareciera Bob Gore, el químico estadounidense que en 1969 «inventó» el Gore-Tex
y cambió para siempre el vestuario de los excursionistas modernos. Cuatro
milenios antes, las costureras árticas ya jugaban en esa liga.
La clave está en la biología. Los
intestinos de focas, morsas y ballenas poseen una membrana casi mágica. La
superficie exterior es lo bastante densa para bloquear la lluvia y las
salpicaduras de agua helada, mientras que la interior está llena de poros microscópicos
que permiten el paso del vapor —es decir, del sudor—. Las gotas de agua son
demasiado grandes para entrar; las moléculas de sudor son lo bastante pequeñas
para escapar. El mismo principio que hace que el Gore-Tex sea Gore-Tex...
solo que diseñado por la evolución y aprovechado por comunidades que observaban
a la naturaleza con una meticulosidad que haría llorar de felicidad a cualquier
ingeniero.
Pero saber que la materia prima
es buena no basta para convertirla en ropa. Los cazadores árticos, que pasaban
días enteros en kayaks mientras el mar intentaba empaparlos, necesitaban
prendas ligeras, flexibles y tan herméticas como un termo. Preparar intestinos
para confeccionar una parka era casi un ritual. Primero había que limpiarlos
por completo, una tarea que exigía paciencia, precisión y una tolerancia a los
olores que situaría a cualquiera en el Olimpo de los estómagos fuertes. Luego
las costureras los lavaban de nuevo, esta vez con agua helada, y los inflaban
como globos largos y traslúcidos que iban colgando al aire libre hasta que se
secaban.
El resultado era un material
extraño, ligero como el papel y sorprendentemente resistente. Para un
observador moderno parecería frágil, quizá algo que uno usaría para envolver
flores, no para enfrentarse a una tormenta polar. Pero los pueblos del Ártico sabían
lo contrario: aquella película nacarada y flexible podía salvar vidas. Una sola
tripa, ya seca, medía dos o tres metros, y las costureras las cortaban en tiras
que luego cosían con una precisión que haría ruborizar al mismísimo Cifonelli.
Coser intestinos, además de
paciencia, tiene su ciencia. Una costura incorrecta deja pasar agua, y, como
cualquiera que haya intentado remendar un chubasquero barato sabe, una
filtración de apenas un milímetro basta para convertir una prenda en un
fracaso. Las costureras árticas desarrollaron técnicas quirúrgicas: solapaban
tiras con exactitud geométrica, usaban hilo de tendón —resistente, flexible y
fiable— y a veces sellaban las uniones con aceite de foca. Cada puntada era un
acto de ingeniería empírica.
Una parka terminada podía llevar
meses de trabajo, requerir intestinos de docenas de animales y contener miles
de puntadas invisibles al ojo inexperto. Y, sin embargo, pesaba unos 85 gramos,
lo mismo que un teléfono inteligente moderno. Imagínese una prenda más ligera
que una bufanda y capaz de mantener seco a alguien mientras navega sobre aguas
que podrían congelar un vaso de güisqui en segundos. Era funcional, sí, pero
también extraordinariamente bella: la luz atravesaba su superficie como si
estuviera hecha de vidrio esmerilado. Muchas costureras las adornaban con tiras
teñidas y motivos geométricos, en un equilibrio perfecto entre arte y
supervivencia.
Las parkas de tripa no eran solo
ropa: eran identidad. Entre los yupik siberianos existían versiones
ceremoniales con adornos que convertían a quien las llevaba en una especie de
aurora boreal viviente. Durante generaciones, estas habilidades se transmitieron
de madres a hijas como un tesoro familiar. Y lo eran: en un entorno donde una
ola inesperada podía significar la muerte en minutos, una buena parka era tan
importante como un arpón o un kayak.
Pero llegó el siglo XX, y con él
la revolución sintética. El nailon, la goma impermeable y, finalmente, el Gore-Tex
parecieron soluciones fáciles, rápidas y —sobre todo— comerciales. No hacía
falta cazar ni dedicar meses a la costura; bastaba con comprar. En muchas
comunidades, las técnicas tradicionales empezaron a desaparecer. Para finales
del siglo XX apenas quedaban ancianas capaces de preparar adecuadamente una
tripa o de coser las costuras sin que permitieran filtraciones.
Algunas partes del conocimiento
se perdieron para siempre, como los patrones exactos de ciertas puntadas o los
tipos de agujas de hueso que funcionaban mejor con cada animal. Pero no todo se
desvaneció. En las últimas décadas ha surgido un movimiento de recuperación
cultural que mira al pasado con orgullo y al futuro con curiosidad. En talleres
comunitarios, museos y escuelas se intenta reconstruir, puntada a puntada,
aquello que estuvo a punto de desaparecer.
En 2022 ocurrió algo hermoso. Un
anciano sugpiaq de Cordova, Alaska, reunió a un grupo de artistas y costureras
para confeccionar una parka de tripa de oso, un tipo de prenda que no se había
hecho en generaciones. El proyecto llevó meses. Hubo que aprender de nuevo a
limpiar las tripas sin dañarlas, a inflarlas correctamente, a secarlas sin que
se agrietaran. Las agujas modernas no funcionaban como las tradicionales y hubo
que improvisar herramientas. A veces el material se rompía. A veces las
costuras no quedaban bien. Pero lo consiguieron: una parka nueva, tan ligera y
eficaz como las que vestían los ancestros.
La experiencia demostró algo que
solemos olvidar: la ciencia no siempre viene con bata blanca. A veces viene en
forma de generaciones enteras observando el comportamiento de la naturaleza hasta
deducir cómo aprovecharlo. Hoy, las grandes empresas de ropa invierten millones
en estudiar membranas impermeables, en diseñar poros microscópicos y en crear
materiales sintéticos capaces de lo que los pueblos árticos descubrieron con
animales, hielo y mucha paciencia. Y aun así, muchas prendas comerciales pesan
más, transpiran peor y duran menos que aquellas parkas translúcidas.
El regreso de estas técnicas
tradicionales es más que una moda. Es un recordatorio de que el ingenio humano
está por todas partes. Resolver un problema con lo que se tiene a mano puede
ser tan brillante como inventar un polímero nuevo. Las costureras del Ártico no
tenían empresas mercadotécnicas detrás. No buscaban revolucionar el mundo del
montañismo. Solo querían mantener con vida a sus familias. Y, en el proceso,
crearon uno de los primeros tejidos verdaderamente tecnológicos de la historia.
Hoy, en comunidades de Alaska,
Siberia, Canadá y Groenlandia, se están rescatando esas habilidades antiguas.
Se enseña a los jóvenes a preparar intestinos, a reconocer el grosor adecuado,
a tensar una costura sin romperla. Se mezcla tradición y modernidad: algunos
usan guantes quirúrgicos, otros prefieren hacerlo con las manos. Pero todos
comparten la misma sensación: la de estar conectando con miles de años de
ingenio acumulado.
Es fácil pensar que la tecnología
avanza siempre hacia delante. Pero a veces el camino pasa por mirar atrás. Las
parkas de intestinos nos recuerdan que el conocimiento humano es frágil y
extraordinario, y que puede desaparecer en una sola generación si no se cuida.
También nos recuerdan que los pueblos etiquetados como «primitivos» solo lo
fueron en la imaginación de quienes no supieron ver su brillantez.
Quizá, la próxima vez que nos pongamos una chaqueta impermeable moderna, deberíamos pensar en aquellas costureras del Ártico cosiendo a la luz débil del invierno, transformando tripas en vida, puntada a puntada. Porque antes de que existiera el Gore-Tex, ya había una tecnología capaz de vencer al hielo. Y era, literalmente, de tripa.



