Un viaje preotoñal me llevó por
Saint-Ouen-l’Aumône, una ciudad de veintitantos mil habitantes en el valle del
Oise, a una media hora de París. Francia tiene esa costumbre de hacer que
incluso las poblaciones discretas parezcan recién salidas de una maqueta:
calles impecables, plazas arboladas, ni un cable fuera de sitio. En la España que
Andrés Rubio diseccionó con tanta precisión en un libro que ya es denuncia y
desafío en su mismo título, España fea, uno se acuerda de lo que hemos
perdido: urbanismo sensato.
Saint-Ouen-l’Aumône presume, como
es lógico, de su museo
Camille-Pissarro, con su desfile de paisajes pre y postimpresionistas. Pero
yo había llegado con otro destino en mente: el cementerio. Entre lápidas de
granito claro reposa Charles Richet (1850-1935), médico, fisiólogo, escritor,
inventor ocasional y, para mi sorpresa, un olvidado en las listas de grandes
eruditos.
Porque Richet no fue un
científico de manual. Le concedieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina
en 1913 por descubrir la anafilaxia, ese choque alérgico fulminante que aún hoy
pone en guardia a médicos de todo el mundo. Pero también escribió poesía y
teatro, publicó sobre hipnosis y anorexia, estudió la temperatura corporal,
defendió el pacifismo y hasta se dejó seducir por fenómenos paranormales. Ah, y
construyó un avión. Si esto no es ser un hombre del Renacimiento, que baje
Leonardo da Vinci y lo discuta.
La tormenta en una gota de
veneno
En 1901, Emil von Behring recibió
el Premio Nobel por su descubrimiento de que el suero preparado a partir de la
sangre de un caballo infectado con la bacteria de la difteria podía utilizarse
para tratar la difteria en humanos. Una década antes, Richet había demostrado
que los conejos inoculados con sangre de perros que se habían recuperado tras
la exposición a una bacteria específica estaban protegidos de la infección
posterior por dicha bacteria. Esta fue la "seroterapia" anterior al
descubrimiento de von Behring.
Dos términos acuñados por Richet
—«anafilaxia» y «ectoplasma»— podrían definir su carrera. Anafilaxia, derivado
del griego «contrario a la protección», se refiere a una reacción alérgica
potencialmente mortal, caracterizada por una caída repentina de la presión
arterial y la constricción de las vías respiratorias, descrita por primera vez
en 1901 por Richet.
El príncipe Alberto Grimaldi
sentía pasión por la oceanografía y la biología marina. En 1885, inició una
serie de cruceros con científicos invitados que realizarían experimentos a
bordo del buque Hirondelle II, equipado con laboratorios. En 1901, Portier y
Richet, ambos interesados en venenos, recibieron el encargo de estudiar el
mecanismo por el cual la carabela portuguesa, una medusa que aturde a sus
presas y causa un dolor intenso en los humanos picados por sus tentáculos. El
objetivo era caracterizar la toxina con la esperanza de desarrollar algún tipo
de antídoto.
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Aunque es habitual confundirla con una medusa, la carabela portuguesa es un organismo denominado hidrozoo colonial, formado por centenares de individuos. |
Portier y Richet aislaron la
"hipnotoxina", cuyo nombre deriva del griego "sueño", ya
que adormecía permanentemente a patos y cobayas. Al regresar a tierra, los
investigadores no tuvieron acceso a la carabela, pero sí pudieron aprovechar
Actinia sulcata, una anémona de mar que produce una toxina similar. Siguiendo
los pasos del microbiólogo francés Louis Pasteur, investigaron si los animales
podían desarrollar inmunidad a la "actinotoxina" mediante inyecciones
repetidas de cantidades crecientes. Su ensayo con perros resultó asombroso.
Algunos perros experimentaron una reacción mortal a una pequeña dosis de la
toxina; para otros, fue inofensiva.
Resultó que estos animales habían
sido utilizados previamente para estudiar la toxicidad de la actinotoxina y se
habían recuperado completamente de la experiencia. Ahora presentaban una
reacción letal a lo que debería haber sido una dosis inocua. De alguna manera,
se habían sensibilizado al extremo. En un experimento posterior, dos perros
fueron tratados con una pequeña dosis de la toxina que no produjo ningún
efecto, y 27 días después recibieron una dosis ínfima que no debería haber
tenido ningún efecto, pero que les produjo vómitos, temblores y la muerte.
Richet concluyó que «la
administración de una sustancia insuficiente para matar o incluso enfermar a un
animal normal puede producir síntomas fulminantes y la muerte en un animal
previamente inoculado con la misma sustancia». La exposición a una dosis pequeña
no produjo la inmunidad esperada. Esto era «contrario a la protección»; se
trataba de anafilaxia.
Portier no continuó estudiando el
fenómeno, pero Richet demostró que solo algunos animales experimentan
anafilaxia y propuso que esto se debía a una individualidad bioquímica que
causa una sensibilidad particular. También demostró que los perros que se recuperaban
de una reacción anafiláctica se volvían inmunes a una dosis posterior. Para
provocar anafilaxia, se requiere una exposición inicial, que puede incluso
provenir del contacto con la piel, pero no está claro por qué algunas personas
reaccionan de forma extrema a la exposición posterior. La genética interviene,
y los factores ambientales que alteran la población bacteriana intestinal
también podrían influir.
Del ectoplasma al avión
Pero Richet no vivía solo para
los microscopios. En 1894 acuñó otra palabra de resonancias menos médicas:
ectoplasma, esa supuesta sustancia viscosa que, según él, emanaba de médiums en
trance.
No creía que tuviera nada que ver
con los espíritus, sino que se trataba de una manifestación externa de algún
tipo de poder que permite a los psíquicos producir fenómenos como leer
pensamientos, mover objetos sin tocarlos (telequinesis) y describir
lo que ve una persona en un lugar desconocido para el médium (visión remota).
Richet creía que tales cosas eran posibles y buscó una explicación científica.
Asistió a varias sesiones espiritistas y concluyó que, si bien algunos médiums
recurrían a engaños, otros eran genuinos y producían efectos que la ciencia no
podía explicar.
Es curioso que un científico
consumado pudiera ser engañado por falsos psíquicos. El término
"falso" probablemente sea redundante en este caso, ya que no hay
evidencia de que alguien haya demostrado habilidades psíquicas en condiciones
adecuadamente controladas. Richet creía que la famosa médium espiritista
italiana Eusapia Palladino podía realmente levitar mesas y teletransportar
objetos, a pesar de haber sido denunciada repetidamente por magos
profesionales.
Estaba convencido de haber visto
a la médium francesa Marthe Béraud producir ectoplasma. Cuando se descubrió que
era un fraude y se demostró que el ectoplasma estaba hecho de papel y gasa, la
interpretación de Richet fue que a veces recurría a engaños porque no siempre
podía producir los efectos que los asistentes a una sesión espiritista
esperaban.
El descubridor de la anafilaxia
probablemente creía que, como científico formado en la observación, no podía
dejarse engañar por médiums sin formación. Se equivocaba. Si uno no está
familiarizado con los aparatos, los trucos de magia y los métodos que utilizan
los magos para realizar proezas que parecen contradecir las leyes de la
naturaleza, es muy fácil caer en la trampa.
Su curiosidad tampoco se detenía
ahí. Escribía versos, opinaba de política, defendía el pacifismo y diseñó un
rudimentario avión, porque ¿por qué no? En paralelo, cometió un error más grave
que el ectoplasma: su adhesión a la eugenesia, esa idea tóxica de limitar la
procreación de personas con discapacidades, una sombra difícil de borrar.
El sabio que se perdió en las
listas
Resulta desconcertante que nombres como Franklin o da Vinci encabecen las listas de eruditos universales mientras Richet apenas asoma en las notas al pie. Sin embargo, pocas biografías combinan con tanta naturalidad el rigor de un descubrimiento médico que salva vidas, la ingenuidad de un creyente en lo sobrenatural y la osadía de un inventor de sillón.
El paseo por el cementerio de Saint-Ouen-l’Aumône termina entre cipreses y silencio. Allí, bajo una lápida modesta, descansa un hombre que demostró que una simple proteína puede desencadenar una tormenta letal en el cuerpo humano. Y que, al mismo tiempo, pensó que de una mesa podía salir un ectoplasma. Si algo enseña la vida de Charles Richet es que la curiosidad humana rara vez sigue un único camino. Y que, hasta los grandes científicos, como los viajeros, a veces se pierden.