Hay pocas sustancias tan
contradictorias como el ozono. Por un lado, es un héroe de la química: purifica
agua, esteriliza instrumentos médicos, protege nuestro planeta en forma de capa
estratosférica y deja un aroma que, después de una tormenta con aparato
eléctrico, muchos describen como “fresco”. Por otro lado, es un villano en la
vida cotidiana: inhalado en exceso irrita los pulmones, provoca tos y dolor en
el pecho, y a nivel del suelo es un contaminante urbano de temer.
Esa dualidad —milagro y amenaza—
parece haber sido combustible suficiente para alimentar dos siglos de
fascinación y de promesas, algunas muy disparatadas. La más pintoresca de todas
se llama ozonoterapia: la idea de que este gas de tres átomos de oxígeno puede
curar dolencias que van desde la artritis hasta el cáncer, pasando por el dolor
de espalda o la fibromialgia. Y, como veremos, no faltan gurús que recomienden
introducirlo en lugares insospechados.
El nacimiento de un olor
Nuestra historia arranca en la
década de 1830, cuando el químico germano-suizo Christian
Schönbein notó un aroma peculiar mientras hacía experimentos de
electrólisis —el procedimiento de hacer pasar corriente eléctrica por agua para
separar el hidrógeno del oxígeno. Aquel olor, idéntico al que percibía después
de una tormenta, lo intrigó. Schönbein consiguió aislar el gas responsable y lo
bautizó con un nombre griego que lo decía todo: ozono, de ozein, “oler”.
Schönbein no se quedó ahí.
Inventó un método ingenioso para medirlo: empapó papel de filtro con almidón y
yoduro de potasio, sustancias que no reaccionan entre sí… a menos que aparezca
ozono. Este oxida el yoduro a yodo, que sí reacciona con el almidón produciendo
un intenso color azul. Era una prueba química con un toque de espectáculo. Hoy,
casi dos siglos después, las tiras
reactivas de ozono que advierten si el aire es seguro para que jueguen los
niños se basan en el mismo principio.
La fascinación creció cuando se
descubrió que el ozono podía matar microbios. A finales del siglo XIX, los
Países Bajos inauguraron la primera planta de tratamiento de agua con ozono. No
era un capricho: a diferencia del cloro, el ozono no deja residuos de
trihalometanos, compuestos potencialmente tóxicos. La idea prendió en Europa y
sigue siendo una de las razones más sólidas para amar al gas.
El inventor Nikola Tesla también
se subió a la ola. En 1896 patentó un generador
de ozono que convertía oxígeno en ozono mediante una chispa eléctrica, el
mismo proceso que ocurre de forma natural cuando un rayo surca el cielo. Tesla
lo imaginaba como una herramienta para purificar el aire de las ciudades
industriales. Su proyecto empresarial no despegó, pero sentó las bases para un
uso que, irónicamente, sí triunfó: la eliminación de malos olores. Cualquiera
que haya intentado limpiar un coche con olor a humedad —o que recuerde el
episodio de Seinfeld en que un aparcacoches con hedor corporal arruina
el interior de un coche— entenderá el atractivo. Un generador de ozono puede
hacer lo que ningún ambientador consigue: destruir las moléculas responsables
del mal olor.
Del agua a la medicina
Mientras tanto, la medicina
exploraba territorios más ambiciosos. Durante la Primera Guerra Mundial,
médicos desesperados probaron a aplicar ozono directamente en las heridas de
los soldados para prevenir infecciones. El experimento fracasó frente a los antisépticos
a base de hipoclorito de sodio, que resultaron más eficaces y menos
problemáticos.
Pero el espíritu de la época —a
caballo entre la fe en la química y la falta de antibióticos— alimentó la
imaginación. Desde finales del siglo XIX, surgieron entusiastas que presentaron
el ozono como remedio para casi todo: infecciones, diabetes, enfermedades
cardíacas, incluso cáncer. La promesa era seductora: un gas que no solo
desinfectaba agua y quirófanos, sino que también limpiaba el cuerpo por dentro.
Hoy ese entusiasmo sobrevive con
otro nombre: ozonoterapia. Se trata de aplicar ozono al cuerpo humano de varias
formas. Como el gas es inestable y no puede almacenarse, se produce en el
momento y se administra de inmediato. Puede disolverse en agua e inyectarse,
introducirse por vía intravenosa o mezclarse con una pequeña cantidad de sangre
del paciente que luego se reinyecta.
El método más extravagante, sin
embargo, consiste en introducir el gas directamente por el recto o la vagina
mediante un catéter. Los defensores aseguran que así se “eliminan toxinas”, una
afirmación que suena científica pero que carece de soporte médico. La actriz y
empresaria Gwyneth
Paltrow, que ya recomendó los famosos huevos de jade vaginales, ha
declarado que este tratamiento le resulta “útil”. No ha explicado por qué, ni ha
presentado algún estudio clínico que lo respalde.
La ciencia, como era de esperar,
es bastante menos entusiasta. Hay, sí, una bibliografía sorprendentemente
amplia sobre la ozonoterapia. Algunos estudios, por ejemplo, en osteoartritis
de rodilla, muestran una leve reducción del dolor en comparación con
corticosteroides… pero solo durante unas 12 semanas. A los seis meses, la
diferencia desaparece.
La mayoría de los ensayos
comparten problemas: pocos participantes, ausencia de controles con placebo,
seguimientos demasiado cortos. En otras palabras, los datos no son lo bastante
sólidos como para concluir que el ozono tenga un beneficio clínico real. Esto
no impide que terapeutas alternativos lo ofrezcan a pacientes con enfermedades
difíciles de tratar, desde fibromialgia hasta ciertos cánceres, sabiendo que
las personas desesperadas a veces están dispuestas a intentarlo todo.
De remedio milagroso a negocio
La imaginación comercial, por
supuesto, no se detiene. Hay aceites de oliva “ozonizados” para la piel, cremas
faciales ozonizadas, pasta de dientes ozonizada e incluso saunas de ozono
portátiles. La idea es siempre la misma: si el ozono puede matar bacterias y
neutralizar olores, ¿por qué no podría rejuvenecer la piel o limpiar el
organismo? La respuesta breve es que no hay pruebas de que lo haga.
Mientras tanto, la paradoja se mantiene: el mismo gas que los generadores domésticos producen para desodorizar un sótano húmedo es, inhalado, un irritante pulmonar bien documentado. De hecho, la preocupación por el ozono troposférico —el que se forma cuando los gases de escape reaccionan con la luz solar— es una de las grandes batallas de la salud pública moderna, porque contribuye a enfermedades respiratorias.
Un héroe químico con límites
claros
Nada de esto significa que el
ozono sea un villano absoluto. Su valor para desinfectar agua y esterilizar
instrumentos médicos está fuera de duda. Millones de personas beben cada día
agua potabilizada con ozono. Lo que resulta engañoso es extrapolar esa capacidad
de desinfección a la idea de que el gas pueda actuar como medicamento milagroso
dentro del cuerpo humano. Ahí la ciencia no acompaña.
Quizá lo más sorprendente de esta
historia es que, pese a las evidencias tibias, la fe en las propiedades casi
mágicas del ozono se mantiene con vigor. Es la misma mezcla de fascinación
química, esperanza médica y marketing creativo que ha sostenido tantas otras
modas terapéuticas. Y, como
en otras ocasiones, la realidad es menos espectacular que la promesa.
En resumen: el ozono es un actor químico prodigioso, capaz de purificar el agua que bebemos y de neutralizar olores que harían llorar a un ambientador. Pero cuando se trata de curar enfermedades humanas, las pruebas no están a la altura de las expectativas, por más que las celebridades, los vendedores de cremas y algunos terapeutas alternativos juren lo contrario.
La próxima vez que perciba ese aroma “fresco” tras una tormenta, disfrute de la sensación, respire (con moderación) y recuerde: en la naturaleza, como en la medicina, no todo lo que huele a limpio es una cura.