Hubo un tiempo en que la fermentación era cosa seria. Pan, queso, vino, cerveza: pura supervivencia. Hoy, sin embargo, la fermentación se ha convertido en moda urbana, en fetiche gourmet y en pasaporte identitario. No basta con comer: hay que criar microbios, darles nombre, fotografiarlos con filtros vintage y vender el resultado como elixir de salud eterna.
En esta trilogía burbujeante exploraremos tres de los iconos modernos de la fermentación:
Pan hipster: la religión de la masa madre — donde un tarro de harina y agua se convierte en mascota espiritual y excusa para cobrar siete euros por una hogaza.
Kéfir: leche caducada con pedigrí — la bebida caucásica que huele a yogur agrio, se cuida como un tamagotchi y se presume como si fuera longevidad embotellada.
Cómo enamorarse de un hongo viscoso (manual del kombuchero moderno) — la historia de cómo un posavasos gelatinoso llamado SCOBY logró convertirse en bebida de moda a precio de champán.
Una trilogía de microbios, burbujas y exageraciones que demuestra que, en el fondo, seguimos siendo los mismos humanos de siempre: asustados de los gérmenes… salvo cuando nos los venden en botellita con etiqueta minimalista.
PAN HIPSTER: LA RELIGIÓN DE LA MASA MADRE
La masa madre está hasta en la
sopa. Bueno, en la sopa no, porque se hundiría y haría un pegote marrón, pero
ya me entienden. El caso es que el pan de masa madre se ha convertido en el
nuevo tótem urbano. No hay calle sin una panadería con ladrillo visto, lámparas
Edison y un panadero con barba de leñador que, entre hogaza y hogaza, te
explica que su masa madre procede de una cepa del siglo XIX rescatada de un
convento tibetano.
El mensaje es claro: si compras
este pan, eres mejor persona. Te preocupas por tu salud, por el planeta y por
el bienestar espiritual de las bacterias lácticas. Y si no lo compras,
básicamente odias a tu cuerpo, a tu abuela y a Greta Thunberg.
El Frankenstein microbiano
Pero, en serio: ¿qué es la masa
madre? Pues nada más (y nada menos) que un mejunje de harina y agua que,
abandonado a su suerte, se convierte en un microcosmos bullicioso de levaduras
y bacterias. Es como un tamagotchi: hay que alimentarlo, vigilarlo, hablarle
cariñosamente, y si se te olvida durante una semana huele como un calcetín
olvidado en el gimnasio.
Las levaduras (Saccharomyces
cerevisiae y primas exóticas con nombre de mueble de IKEA como Kazachstania
exigua) producen dióxido de carbono y alcohol. El gas hace que la masa
suba; el alcohol se evapora. Nadie se emborracha con pan, por desgracia.
Las bacterias lácticas (Fructilactobacillus
sanfranciscensis y compañía) generan ácidos que aportan acidez, sabor y un
aura de superioridad moral. Y algunas bacterias acéticas aportan ácido acético,
ideal para recordarte que tu cocina puede oler como un vinagrillo con patas. Todas
juntas forman un ecosistema digno de un congreso de Naciones Unidas: conviven,
colaboran, se reparten el trabajo. Una utopía socialista en miniatura.
Pan industrial: el primo cutre
Frente a este balé de
fermentación lenta, está el pan industrial, que es como el primo cutre que
aparece en Navidad con chándal y reguetón a todo volumen. Harina, agua,
levadura de sobre y ¡zas!, al horno en un par de horas. Resultado: un pan que
dura lo mismo que una promesa electoral y cuya miga se convierte en goma de
borrar al día siguiente.
Comparado con eso, la masa madre parece la aristocracia del pan. Se conserva más, sacia más, se digiere mejor y, sobre todo, se vende mucho más cara. Porque, claro, la paciencia se paga, y los panaderos hipsters cobran cada minuto extra de fermentación como si fuera un tratamiento de spa.
Conseguir masa madre en casa es
fácil en teoría: mezclas harina y agua y esperas. En la práctica, se convierte
en un ritual de iniciación hipster. Cada día debes “alimentar” tu masa madre,
observarla, acariciarla verbalmente. Algunos incluso le ponen nombre:
“Manolita”, “Burbulina”, “Kefirina”. Y luego presumen de ella en Instagram,
como si hubieran parido un segundo hijo que huele a vinagre.
El resultado, si tienes
paciencia, es un tarro burbujeante que parece poseído. Y si lo olvidas en la
nevera demasiado tiempo, tienes que decidir entre resucitarlo con varios
“refrescos” o declararlo muerto y empezar otra vez. (Consejo: nunca lo
entierres en el jardín. Los vecinos no lo entenderán).
En las panaderías, la masa madre
se trata como una reliquia sagrada. “Nuestra masa madre lleva 120 años sin
interrupción”, proclaman con solemnidad, como si fueran custodios del Santo
Grial. Lo que no te dicen es que, en la práctica, cualquier masa madre bien
cuidada puede durar lo mismo. Y que, de perderla, basta con empezar otra. La
supuesta “continuidad histórica” de la masa madre es tan fiable como los
árboles genealógicos medievales.
Eso sí: si no tienes paciencia
para criar tu propia criatura burbujeante, siempre puedes comprarla. Hay
empresas que liofilizan la masa madre, la reducen a polvo y te la venden en
bolsitas. Es la versión “instantánea”: añade agua y obtén pan con pedigree. Eso
sí, los bichitos están muertos. O sea, es como comprar un acuario con peces de
plástico.
La granja invisible
Conviene recordar que la masa
madre no es magia: es ganadería, pero microscópica. Igual que criamos vacas
para obtener leche, aquí criamos levaduras y bacterias para inflar hogazas. Lo
llevamos haciendo desde hace milenios, mucho antes de que hubiera baristas con
tatuajes de espiga en el antebrazo.
Y sí: los panes de masa madre son
nutritivos, digestivos, aromáticos. Pero también son el vehículo perfecto para
una cierta pose social. Comer pan de masa madre se ha convertido en una
declaración política: “Yo soy de lo artesano, lo local, lo auténtico”. Es como
llevar tote bag de algodón orgánico o pedalear en fixie: más que una elección
práctica, es una bandera identitaria.
Lo irónico es que, detrás de
tanta estética de azulejo blanco y madera reciclada, la masa madre es pura
ciencia aplicada. Un laboratorio natural que degrada gluten y ácidos molestos,
produce vitaminas, y mantiene el pan fresco sin conservantes. Cada tostada de
masa madre es un ensayo de bioquímica comestible.
El problema es que nadie te lo
vende así. En lugar de explicarte que las bacterias producen ácidos orgánicos
que ralentizan el crecimiento de mohos, el panadero hipster te suelta que “este
pan respira”. Y claro, tú asientes con reverencia mientras pagas siete euros
por una hogaza que pesa como un ladrillo y tiene la corteza más afilada que una
navaja suiza.
La masa madre es maravillosa, sí, pero no es brujería ni la cura del cáncer. Es harina, agua y tiempo, habitados por un ejército microscópico que lleva milenios trabajando gratis para nosotros. Cada burbuja es un acto de cooperación bacteriana; cada hogaza, un homenaje a lo invisible.
Que hoy se venda envuelta en retórica hipster es casi anecdótico. Lo importante es que funciona. Y, si lo piensas bien, es uno de los pocos seres vivos que puedes criar, trocear, hornear y comer con mantequilla... o con aguacate.