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domingo, 28 de septiembre de 2025

TRUMP CONTRA EL PARACETAMOL

 (o cómo arruinar una rueda de prensa con ciencia de barra de bar)


El 22 de septiembre de 2025, en una Casa Blanca repleta de cámaras y con Robert F. Kennedy Jr., secretario de Salud, a su lado, Donald Trump se lanzó a lo que solo puede describirse como un ataque de creatividad tóxica. En un tono que mezclaba convicción con desinformación de barra de bar, recomendó a las mujeres embarazadas no usar Tylenol —el humilde paracetamol de toda la vida— salvo en casos “estrictamente necesarios”.

Sin el menor rubor, aseguró que su uso podía aumentar el riesgo de autismo infantil. También pidió revisar etiquetas y prospectos, cambiar recomendaciones médicas e incluso mencionó terapias experimentales como la leucovorina. Todo sin aportar un solo dato sólido. Ni uno.

Las declaraciones fueron rotundamente rechazadas por expertos. La Organización Mundial de la Salud recordó que no hay evidencia consistente que vincule paracetamol y autismo. El American College of Obstetricians and Gynecologists calificó las palabras de “irresponsables”, advirtiendo que asustar a la embarazadas podría causar más daño que una píldora de 500 mg. Y la neuróloga Audrey Brumback, especialista en autismo, fue tajante: “Nada de lo dicho por el presidente se sostiene científicamente”.

Barack Obama, siempre dispuesto a medir las palabras, habló de “ataque contra la verdad”. En suma: lo de Trump no fue un exabrupto casual, sino un movimiento político con consecuencias sanitarias. Cuestionar un analgésico de uso global, pedir cambios normativos y alimentar una teoría sin base científica es, como mínimo, jugar con fuego… o con fiebre.

Una serendipia más: breve historia del paracetamol

El nombre comercial Tylenol es una abreviatura de laboratorio: aceTYLaminophENOL, que en Norteamérica se llama acetaminofén y en el resto del planeta, paracetamol. El compuesto está presente en unos seiscientos productos distintos: jarabes, cápsulas, pastillas y efervescentes. Así que, cuando Trump apuntó al Tylenol, en realidad estaba atacando a medio botiquín del mundo. Trump simplificó su arenga porque, como puede verse en los vídeos, no sabía pronunciar ni "acetaminofén", ni “paracetamol”, ni ningún otro vocablo médico contenido en el discurso escrito que le pasaron.

Ahora, una pequeña lección de historia. Lo curioso es que el paracetamol nació de un accidente digno de novela. En 1884, dos médicos alemanes, Arnold Cahn y Paul Hepp, intentaban tratar a un paciente con lombrices y fiebre. Siguiendo el consejo de su maestro el célebre Adolf Kussmaul, le dieron naftalina (sí, la del olor a armario). No funcionó con las lombrices, pero la fiebre desapareció como por arte de magia.

Intrigados, Cahn y Hepp se preguntaron si la naftalina que compraron podría contener también alguna otra sustancia. Al rastrear lel origen, descubrieron que la farmacia se había equivocado y había suministrado acetanilida en lugar de naftalina. En aquella época, las farmacias no solo dispensaban medicamentos, sino que también almacenaban productos químicos utilizados en laboratorios de investigación.

Uno de ellos era la acetanilida, un derivado de la anilina, un compuesto que se había aislado recientemente del alquitrán de hulla y se utilizaba en la producción de los novedosos tintessintéticos que estaban de moda. Entonces, a Cahn y Hepp se les ocurrió que la acetanilida podría ser un útil reductor de fiebre. Por casualidad, el hermano de Hepp trabajaba como químico en la farmacéutica Kalle, que estaba dispuesta a investigar el compuesto. Al descubrir que efectivamente reducía la fiebre, Kalle comercializó la acetanilida con un nombre de cine mudo: “Antifebrina”.

Desgraciadamente, no pasó mucho tiempo antes de que surgiera un problema nada trivial: la piel de algunos pacientes adquiría un tono azul Smurf, un síntoma que pronto se identificó como metahemoglobinemia, una enfermedad en la que se altera el transporte de oxígeno por la hemoglobina. Esto estimuló la búsqueda de alternativas más seguras. Como sigue siendo común hoy en día, dicha búsqueda implica realizar alteraciones en la estructura molecular de un compuesto, con la esperanza de eliminar los efectos secundarios y mantener su potencial terapéutico.

Ese mismo año, un médico llamado Joseph von Mering ensayó con otro derivado, el acetaminofén, sintetizado por Harmon Morse en el Johns Hopkins. Funcionaba muy bien, pero von Mering pensó (erróneamente) que provocaba también metahemoglobinemia. Resultado: el acetaminofén quedó aparcado en los sótanos de la ciencia.

Décadas después, en 1947, alguien (cuyo nombre no preservó la historia) reparó en un detalle crucial: tanto la acetanilida como la fenacetina (un fármaco introducido en 1887 que se empleó como analgésico y antipirético en medicina humana y veterinaria durante muchos años) se convertían en acetaminofén dentro del cuerpo. Y, sorpresa, ni siquiera dosis altas producían el temido efecto azul. La molécula olvidada era, en realidad, la joya de la corona. Además, von Mering se había equivocado: ni siquiera dosis altas de acetaminofén causaban metahemoglobinemia en ratas.

Mientras la fenacetina se ganaba una mala fama por problemas renales y la aspirina irritaba estómagos (y, en niños, podía causar el síndrome de Reye), el acetaminofén resurgió. En 1955 se lanzó como Tylenol, con la promesa de ser el analgésico seguro que todos esperaban.

El fármaco que salvó cabezas… y cambió envases

Como genérico, el paracetamol o acetaminofén es hoy un analgésico y antipirético de cabecera en muchos medicamentos de diferentes nombres comerciales. Fiable y barato, siempre que se respeten las dosis (máximo 4 gramos diarios en adultos, o unas ocho pastillas de 500 mg). Pero su metabolito tóxico, la N-acetil-p-benzoquinonaimina, puede provocar un fallo hepático fulminante si se abusa. De hecho, es la principal causa de insuficiencia hepática aguda en países industrializados.

Normalmente, el metabolito tóxico  es absorbido por el glutatión, uno de los principales agentes desintoxicantes del cuerpo, pero no puede tolerar una sobredosis. La buena noticia frente a los casos de insuficiencia hepática: existe un antídoto, la N-acetilcisteína (NAC), que repone el glutatión, el guardián químico que neutraliza toxinas. Gracias a ella, la mayoría de los miles de visitas anuales a urgencias por sobredosis de paracetamol no terminan en tragedia.

En 1982, el Tylenol vivió otro sobresalto, esta vez de novela negra: un desconocido envenenó frascos con cianuro, provocando siete muertes. Johnson & Johnson retiró 31 millones de envases y rediseñó por completo los cierres de seguridad. Desde entonces, la industria farmacéutica entera cambió la forma de sellar sus productos.

Hoy, el mercado global del acetaminofén mueve unos 9.500 millones de dólares anuales. Y lo hace, en gran parte, porque no irrita el estómago como la aspirina ni inflama el debate médico… salvo cuando un expresidente decide usarlo como munición política.

Si tiene un dolor de cabeza común, un Tylenol o su primo genérico, el paracetamol, es una opción segura. Lo que no cura, por desgracia, es el dolor de cabeza que provoca escuchar a un expresidente lanzar una diatriba pseudocientífica contra uno de los analgésicos más estudiados del planeta.

No aceptes consejos médicos del hombre naranja de la Casa Blanca. Hay resacas que no se combaten ni con dosis pantagruélicas de glutatión.