(o cómo arruinar una rueda de prensa con ciencia de barra de bar)
El 22 de septiembre de 2025, en
una Casa Blanca repleta de cámaras y con Robert F. Kennedy Jr., secretario de
Salud, a su lado, Donald Trump se lanzó a lo que solo puede describirse como un
ataque de creatividad tóxica. En un tono que mezclaba convicción con
desinformación de barra de bar, recomendó a las mujeres embarazadas no usar Tylenol
—el humilde paracetamol de toda la vida— salvo en casos “estrictamente
necesarios”.
Sin el menor rubor, aseguró que su
uso podía aumentar el riesgo de autismo infantil. También pidió revisar
etiquetas y prospectos, cambiar recomendaciones médicas e incluso mencionó terapias
experimentales como la leucovorina. Todo sin aportar un solo dato sólido.
Ni uno.
Las declaraciones fueron
rotundamente rechazadas por expertos. La Organización
Mundial de la Salud recordó que no hay evidencia consistente que vincule
paracetamol y autismo. El American
College of Obstetricians and Gynecologists calificó las palabras de
“irresponsables”, advirtiendo que asustar a la embarazadas podría causar más
daño que una píldora de 500 mg. Y la neuróloga Audrey Brumback, especialista en
autismo, fue tajante: “Nada de lo dicho
por el presidente se sostiene científicamente”.
Barack Obama, siempre dispuesto a
medir las palabras, habló
de “ataque contra la verdad”. En suma: lo de Trump no fue un exabrupto
casual, sino un movimiento político con consecuencias sanitarias. Cuestionar un
analgésico de uso global, pedir cambios normativos y alimentar una teoría sin
base científica es, como mínimo, jugar con fuego… o con fiebre.
Una serendipia más: breve
historia del paracetamol
El nombre comercial Tylenol es
una abreviatura de laboratorio: aceTYLaminophENOL, que en Norteamérica se llama
acetaminofén y en el resto del planeta, paracetamol. El compuesto está presente
en unos seiscientos productos distintos: jarabes, cápsulas, pastillas y efervescentes. Así que, cuando Trump apuntó al Tylenol, en realidad estaba
atacando a medio botiquín del mundo. Trump simplificó su arenga porque, como
puede verse en los vídeos, no sabía pronunciar ni "acetaminofén", ni
“paracetamol”, ni ningún otro vocablo médico contenido en el discurso escrito
que le pasaron.
Ahora, una pequeña lección de
historia. Lo curioso es que el paracetamol nació de un accidente digno de
novela. En 1884, dos médicos alemanes, Arnold Cahn y Paul Hepp, intentaban
tratar a un paciente con lombrices y fiebre. Siguiendo el consejo de su maestro
el célebre Adolf
Kussmaul, le dieron naftalina (sí, la del olor a armario). No funcionó con
las lombrices, pero la fiebre desapareció como por arte de magia.
Intrigados, Cahn y Hepp se
preguntaron si la naftalina que compraron podría contener también alguna otra
sustancia. Al rastrear lel origen, descubrieron que la farmacia se había
equivocado y había suministrado acetanilida en lugar de naftalina. En aquella
época, las farmacias no solo dispensaban medicamentos, sino que también
almacenaban productos químicos utilizados en laboratorios de investigación.
Uno de ellos era la acetanilida,
un derivado de la anilina, un compuesto que se había aislado recientemente del
alquitrán de hulla y se utilizaba en la producción de los novedosos tintessintéticos que estaban de moda. Entonces, a Cahn y Hepp se les ocurrió que la
acetanilida podría ser un útil reductor de fiebre. Por casualidad, el hermano
de Hepp trabajaba como químico en la farmacéutica Kalle, que estaba dispuesta a
investigar el compuesto. Al descubrir que efectivamente reducía la fiebre,
Kalle comercializó la acetanilida con un nombre de cine mudo: “Antifebrina”.
Desgraciadamente, no pasó mucho
tiempo antes de que surgiera un problema nada trivial: la piel de algunos
pacientes adquiría un tono azul Smurf, un síntoma que pronto se identificó como
metahemoglobinemia, una enfermedad en la que se altera el transporte de oxígeno
por la hemoglobina. Esto estimuló la búsqueda de alternativas más seguras. Como
sigue siendo común hoy en día, dicha búsqueda implica realizar alteraciones en
la estructura molecular de un compuesto, con la esperanza de eliminar los
efectos secundarios y mantener su potencial terapéutico.
Ese mismo año, un médico llamado
Joseph von Mering ensayó con otro derivado, el acetaminofén, sintetizado por
Harmon Morse en el Johns Hopkins. Funcionaba muy bien, pero von Mering pensó
(erróneamente) que provocaba también metahemoglobinemia. Resultado: el
acetaminofén quedó aparcado en los sótanos de la ciencia.
Décadas después, en 1947, alguien (cuyo nombre no preservó la historia) reparó en un detalle crucial: tanto la acetanilida como la fenacetina (un fármaco introducido en 1887 que se empleó como analgésico y antipirético en medicina humana y veterinaria durante muchos años) se convertían en acetaminofén dentro del cuerpo. Y, sorpresa, ni siquiera dosis altas producían el temido efecto azul. La molécula olvidada era, en realidad, la joya de la corona. Además, von Mering se había equivocado: ni siquiera dosis altas de acetaminofén causaban metahemoglobinemia en ratas.
Mientras la fenacetina se ganaba
una mala fama por problemas renales y la aspirina irritaba estómagos (y, en
niños, podía causar el síndrome de Reye), el acetaminofén resurgió. En 1955 se
lanzó como Tylenol, con la promesa de ser el analgésico seguro que todos
esperaban.
El fármaco que salvó cabezas…
y cambió envases
Como genérico, el paracetamol o acetaminofén es hoy un analgésico y antipirético de cabecera en muchos medicamentos de diferentes nombres comerciales. Fiable y barato, siempre que se respeten las dosis (máximo 4 gramos diarios en adultos, o unas ocho pastillas de 500 mg). Pero su metabolito tóxico, la N-acetil-p-benzoquinonaimina, puede provocar un fallo hepático fulminante si se abusa. De hecho, es la principal causa de insuficiencia hepática aguda en países industrializados.
Normalmente, el metabolito
tóxico es absorbido por el glutatión,
uno de los principales agentes desintoxicantes del cuerpo, pero no puede
tolerar una sobredosis. La buena noticia frente a los casos de insuficiencia
hepática: existe un antídoto, la N-acetilcisteína (NAC), que repone el
glutatión, el guardián químico que neutraliza toxinas. Gracias a ella, la
mayoría de los miles de visitas anuales a urgencias por sobredosis de
paracetamol no terminan en tragedia.
En 1982, el Tylenol vivió otro
sobresalto, esta vez de novela negra: un
desconocido envenenó frascos con cianuro, provocando siete muertes. Johnson
& Johnson retiró 31 millones de envases y rediseñó por completo los cierres
de seguridad. Desde entonces, la industria farmacéutica entera cambió la forma
de sellar sus productos.
Hoy, el mercado global del acetaminofén mueve unos 9.500 millones de dólares anuales. Y lo hace, en gran parte, porque no irrita el estómago como la aspirina ni inflama el debate médico… salvo cuando un expresidente decide usarlo como munición política.
Si tiene un dolor de cabeza común, un Tylenol o su primo genérico, el paracetamol, es una opción segura. Lo que no cura, por desgracia, es el dolor de cabeza que provoca escuchar a un expresidente lanzar una diatriba pseudocientífica contra uno de los analgésicos más estudiados del planeta.
No aceptes consejos médicos del hombre naranja de la Casa Blanca. Hay resacas que no se combaten ni con dosis pantagruélicas de glutatión.