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miércoles, 24 de septiembre de 2025

UN AÑO DE TRECE MESES QUE NUNCA LLEGÓ

 

Circula por Internet un meme (horriblemente diseñado, dicho sea de paso) en la que su desconocido autor reivindica un calendario de 13 meses.

Supongamos un mundo razonable. Un mundo en el que los meses fueran todos iguales, de 28 días, con exactamente cuatro semanas. Un mundo en el que el primero de cada mes cayera siempre en lunes y el 28 siempre en domingo. Sería un calendario impecable: simétrico, previsible, cómodo para contables, astrónomos, prusianos y demás maniáticos del orden.

Ese mundo existió… sobre el papel.

La idea de un año dividido en 13 meses de 28 días parece, a primera vista, muy lógica: 13 × 28 = 364 días, que se acerca bastante a los 365,24 días que dura el año solar. De hecho, hubo proyectos para implantarlo, por ejemplo, el Calendario Positivista de Auguste Comte o el Calendario Fijo Internacional de principios del siglo XX.

Sin embargo, nunca se adoptó de forma global por una combinación de motivos astronómicos, históricos, religiosos y prácticos.

El problema astronómico: el año no tiene 364 días

El año tropical (el que marca las estaciones) dura 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos. Un calendario de 13 meses × 28 días suma 364 días, así que faltaría 1,25 días cada año. Habría que añadir al menos 1 día “extra” cada año (y 2 en los bisiestos) que no pertenecería a ningún mes ni a ninguna semana.

Ese “día fuera del tiempo” rompería la continuidad de las semanas de 7 días, algo que para muchas religiones —en especial el judaísmo y el cristianismo— era y sigue siendo inaceptable, porque desordena el ciclo sabático. En otras palabras: astronómicamente no encaja limpio, y religiosamente se percibió como una amenaza al ritmo litúrgico.

La inercia histórica del calendario gregoriano

El calendario que usamos hoy, el gregoriano (implantado en 1582), se impuso lentamente tras siglos de uso del calendario juliano, iniciado por Julio César el 46 a. C. Cada reforma calendárica es un enorme proyecto logístico: gobiernos, comercio, impuestos, contratos, escuelas… Todo depende de un calendario estable. Cambiar a 13 meses significaría redefinir toda la infraestructura civil y económica del planeta. Una reforma radical —13 meses— es casi políticamente imposible.

Motivos religiosos y culturales

La semana de 7 días está muy arraigada desde Babilonia y en las tradiciones judía, cristiana e islámica. Un calendario de 13×28 obligaría a introducir un día fuera de la semana (para cuadrar el año), rompiendo ese ciclo. Las fiestas religiosas como Pascua, Ramadán o Navidad dependen de ciclos lunares o de fechas fijas ligadas al calendario actual.

Reajustar todas esas fiestas habría sido visto como una alteración del orden divino.

Unos intentos fallidos

En 1849, el filósofo positivista Auguste Comte lo imaginó con devoción casi religiosa. A su calendario lo llamó “Positivista” y le añadió un día sagrado fuera de la semana, un “día universal” para fiestas globales. Su propuesta fue archivada junto con otras genialidades como el amor libre y la reorganización de la sociedad según las ciencias.

Medio siglo después, en 1902, un inglés obstinado llamado Moses B. Cotsworth presentó una versión más práctica: el Calendario Fijo Internacional, trece meses de 28 días con un mes extra llamado “Sol”, insertado entre junio y julio. Eastman Kodak, la multinacional de la fotografía, lo adoptó en 1928 para su contabilidad. Era perfecto para las hojas de cálculo… de cuando las hojas de cálculo eran de papel.

Los empleados de Kodak vivieron así durante sesenta años en un pequeño universo paralelo. En la oficina celebraban el “Sol 5”, el 5 de julio. Contaban dos aniversarios, dos vidas. La empresa aguantó esa esquizofrenia hasta 1989, cuando por fin se rindió al calendario gregoriano, el mismo que Julio César remodeló hace dos milenios y que el papa Gregorio XIII retocó en 1582.

¿Por qué fracasó una idea tan lógica? Primero, porque la naturaleza es tozuda. El año solar dura 365 días y un cuarto, no 364. Para cuadrar el invento hay que añadir un día fuera de la semana. Y eso —lo de romper el ciclo de siete días— le parece blasfemo a demasiada gente. El domingo es domingo desde Babilonia y ni los jacobinos de Robespierre, que en 1793 implantaron su propio calendario de meses como Brumario o Termidor, lograron convencer a los campesinos de que había que ir al mercado el “decadi” en lugar del domingo.

Segundo, porque la costumbre es más fuerte que la geometría. Las facturas, las hipotecas, las fiestas religiosas, la burocracia planetaria… todo depende de un calendario imperfecto, pero bien enraizado. Mover un festivo como la Navidad a “Sol 14” sería un suicidio político.

Así que seguimos con un sistema irregular, lleno de meses de 30 o 31 días (febrero, el pobre, ni eso). Es feo, sí. Pero, como tantas cosas en la historia humana, funciona lo bastante bien para que nadie arriesgue una revolución por algo tan etéreo como la elegancia.

Los contables de Kodak que llevaron doble vida durante seis décadas son quizá los últimos humanos que creyeron de verdad que el tiempo se podía enderezar. Nosotros ya lo hemos aceptado: el tiempo, como la política y los sueños, viene torcido de fábrica.